Crónicas en Nueva York: el míster negro de Buenaventura en Houston

Crónicas en Nueva York: el míster negro de Buenaventura en Houston
Especial para 90minutos.co

“Que sepan en Puerto Rico, que es la tierra del jibarito,

a Nueva York hoy mi canto, perdonen que no les dedico,

a Panamá, Venezuela, a todos, todos hermanitos…”

Buenaventura y Caney – Grupo Niche

La primera vez que Rubén Blades se escuchó en la radio, fue en una emisora colombiana cuya señal le llegó hasta la desolada playa de Santa Clara en Panamá. La canción: Descarga caliente. Fue de su primer álbum, De Panamá a Nueva York. Estaba solo, no hubo testigos.

Algo similar le pasó a Alberto* en Panamá, cuando como polizón en el barco Ocean Artic al que se había colado en su natal Buenaventura, cruzó el Canal para llegar a la capital del mundo y así huirle de una vez y para siempre a la pobreza. Fueron 15 días de penumbra casi total entre bultos de café tipo exportación, que generan un calor como el de una tostadora que lo reseca todo.

No hubo testigos, ni tiempo para la alegría o para la tristeza, porque ese sueño que estaba a punto de cumplir una vez estuviera en Nueva York, el puerto más importante del mundo sobre el Atlántico, le significaría también la pérdida de su historia familiar en Buenaventura, el puerto colombiano más importante sobre el Pacífico y luego se le convertiría en pesadilla en Cali. Pero llegó fue a Houston-Texas, en su tercer intento por coronar como stowaway.

Lo logró casi todo. Tuvo mucho dinero y todo lo que con él puede comprarse. Fueron doce años maravillosos “allá arriba”, lejos de las penurias económicas “aquí abajo”.  Era un muchacho pobre, lo que en el puerto es norma, no excepción. De una familia sin recursos, pero donde nunca se acostó con hambre.

Eran 11 bocas. Mamá, papá y nueve “nichecitos”. El viejo era panadero y él, que es el mayor de la camada, a veces trabajaba en el puerto como contratista temporal. Cuando llegó de prestar el servicio militar en 1980 enrolarse de planta en Puertos de Colombia costaba 200 mil pesos. Eso cobraba una buena ‘palanca’. Era una suma impensable. Solo soñada, como la odisea de llegar a Estados Unidos.

Primero se sumergió en toneladas de azúcar en la bodega de un “barco pirata”, como les decían los porteños a los buques con tripulaciones con gente de varios países, de “varias lenguas”, aunque era oficialmente de bandera rusa. Lo descubrieron antes de zarpar. Se salvó, porque eso de respirar a través de pequeños tubos era algo que solo había visto en películas gringas. Luego “le dieron dedo”, lo señalaron, lo aventaron en el buque Nuestra Señora del Rosario, de bandera argentina y perdió de nuevo. Pero el domingo 7 de agosto de 1988 se encaletó. La hizo. 

El amigo con el que viajaría nunca llegó al muelle. Se emborrachó la noche anterior. El domingo era el mejor día para colarse. El puerto era desolado y la vigilancia escasa. Iba con un overol, botas y unos guantes de cuero, para camuflarse como muellero al destajo. Con vendas adheridas al cuerpo llevaba galletas, tarritos de salchichas, atún, panela y queso costeño, este último un maná vital. Una linterna pequeña, una navaja, un reloj digital, un sobre de aspirinas y un diccionario de bolsillo. Ese era todo su equipaje.

Y se le apareció el primer ángel de la guarda. En un descuido del policía portuario trepó las escaleras del buque y justo en cubierta cuando es sorprendido por éste, un capataz le grita que vuelva a la bodega. Sabía que no era su trabajador, pero entre los pobres la solidaridad y el silencio cómplice son una especie de obligación moral. En bodega se encontró con otros tres polizones, sólo uno conocido. Cada “pinta” expuso sus provisiones y acordaron que se les uniría. Pero ellos tenían un oasis: un tarro con cinco galones de agua comprado e ingresado por los trabajadores de Puertos de Colombia. Todo un acueducto.

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Se escondieron por separado, pues la caleta se arma sólo cuando el buque arranca. Un par de tablas entre los bultos para hacer cueva. Después vino la noche de dos semanas. Oscuridad total y un aire denso, pesado, soporífero, como el peso de la miseria.

Comían dos veces ‘al día’. Cada ración se repartía entre los cuatro en partes tan iguales como las figuras de un caleidoscopio. Incluida el agua del tarro de salchichas que era un “suero bendito”. Y en ese mismo envase, el agua del galón, que debía tomarse en sorbos muy pequeños, como si fuera la mismísima sangre de Cristo. En realidad, lo era, era la vida.

Una ley insalvable para el polizón es comer poco para defecar menos. Se orinaba en los extremos de la bodega en una ranura, encima del café era prohibido por los protocolos del polizón escritos en la estudiada ilusión: el olor se incrementaba. Alberto* hablaba poco para ahorrar energía y vida, eso le había recomendado “un sabio”, un amigo profesional.  

Decir que la idea del sueño americano se les convirtió a muchos en pesadilla es desconocer que ya vivían una pesadilla en Buenaventura, porque desde entonces todos los males de Colombia se concentran en el principal puerto colombiano sobre el Pacífico, en términos que trascienden lo económico. Mejor dicho, toda la buena y la mala ventura.

Su riqueza natural y portuaria. Sus atardeceres y las oscuras “casas de pique”. Sus bandas legales e ilegales. Esa dualidad histórica entre pobreza y riqueza, entre comercio y contrabando, entre aislamiento y conexión.

En Nueva York o en Houston, en Miami o en Los Ángeles, había respeto hacia los negros de Buenaventura, pues venían de una zona difícil y eran sobrevivientes de una travesía aún más ardua. Era como si la diáspora africana se repitiera una y otra vez, ya no en barcos negreros sino en buques mercantes que los depositaban en la meca de la cocaína.

Los trabajadores de Puertos de Colombia o los marinos de la Flota Mercante Grancolombiana eran vistos en los setentas y ochentas en ‘Tura’ (Buenaventura) como lo más parecido a los traquetos ochenteros: hombres con mucho dinero que podían tener mujeres, carros, joyas, licor y lujos sin límites.

Ya se hablaba de los yores, del norte, de los verdes, de la gran ciudad donde era posible saber de dónde venían sus nombres en inglés españolizado y sus ilusiones. Todos querían ‘pegar el brinco’ y Alberto* lo soñó desde siempre.

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Nueva York era ese lugar lleno de gente que llegaba vaciada –y a veces vacía- en búsqueda de redimir la vida miserable que los empujó a alzar el vuelo en las ergástulas de un buque que surcaba los mares. Era lo más parecido a la felicidad para los pobres. Y lo más cercano a la riqueza para quienes sabían aprovecharla. Trabajar duro y enviar dinero para construirse un futuro.

Pero bien dijo Lennon: “La vida es eso que pasa mientras estamos haciendo otros planes”. Le tocó Houston y no Nueva York, era diferente la ciudad pero no la situación. Llegó al comienzo del invierno, es una buena época, el americano es friolento y no hay mucho “visaje” en el muelle.

Cuando abrieron las compuertas y entró el aire fresco de las 4:00 am a la bodega, este hombre sintió que respirar era mucho más que un acto reflejo, fue inhalar la vida y un nuevo mundo. La emoción se había vuelto pánico. El segundo ángel de la guarda fue el muellero negro en Houston que los descubrió. Les hizo saber en un inglés que no entendían -a pesar del diccionario-, que debían esperar el momento indicado. Volvieron la tranquilidad y la esperanza.

Les llevaron hamburguesas y Coca-Cola. Les pasaron cascos. El overol y los guantes volvieron a cumplir su función: camuflarlos. A las 9:00 am cada polizón fue llevado por un muellero. Salieron de allí por separado y pasó mucho tiempo para volver a encontrarse. Arbey, que era vecino en el barrio Panamericano de Buenaventura, amigo y el más firme de los compañeros de odisea, fue con el único que siguió viéndose. El muellero dejó a míster Alberto* al frente del restaurante Antojito Colombiano. People Colombia aquí, le dijo. Good luck. Y se fue. Y ahí estaba la buena suerte.

Míster estaba recostado en la pared. Solo. Sin un dólar. Sin nada que no fuera lo que tenía encima. Dentro del overol había un hombre de 27 años con ocho kilos menos después de la travesía y una barba de náufrago desamparado. Y apareció el tercer ángel de la guarda. Vallecilla, un pana de Tura, del Juan XXIII. Tremendo saludo y el consabido: ‘voqueaceaqui’. Un resumen breve. Caminá pa’ mi casa.

Valllecilla estaba emperchado, alhajado y tenía el karly, el cabello rizado con apariencia de humedad, como el de Samuel L. Jackson en Pulp Fiction. “Rankeado”. Abrió un closet que tenía más ropa que toda su familia en el puerto. Tenis por montón. Ponéte lo que querás. Se bañó, se rasuró con máquina desechable y no de esas a las que se les ponía la cuchilla Gillette, inmortalizada en una canción de carrilera. Lociones las que quisiera. Una nevera con comida como para un festín y el man que se le apareció diciéndole siempre “aquí tenés que jugar es vivo pana”.

A las 8:00 pm estaba arreglado como nunca. Jamás había olido tan bien. Con unos ‘pisos’ de marca. Con los buenos ‘chiros’. Llegó un viernes, esa noche salieron a comer; el sábado fue pura “labia”, la conversa, los chismes del pueblo; y el domingo, fue la primera rumba.

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Luis Enrique, el salsero nicaragüense se presentaba en el Cristal Nigth Club, propiedad de Carlos Erazo, un colombiano que montó la misma discoteca en Cali. Allí se le desplegó el mundo. Lujo, ostentación, dinero, mujeres. La coca era el negocio.

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Comenzó a conocer gente y a que lo conocieran. Changuito, Roca, El Tigre, Schmeling, Juancho… todos finados, hoy que Alberto* rememora su historia a los 62 años y moja el paladar con jugo de guayaba que ha preparado su esposa.

Ha debido parar tres veces su relato para llorar. Respira fuerte. Exhala duro. Dice que era afiebrado mandando dinero para su mamá, para que le hicieran la casa. La primera semana se hizo más de 1.000 dólares en puras “ligas”. El sueño era sacar a sus viejos y a su familia de la pobreza, pero llevaba seis meses “arriba” y su mamá murió de cáncer. A los dos años a su papá se lo cargó la malaria. Entonces “estudió” a sus ocho hermanos y hoy ninguno se acuerda de él.

Muchos polizones murieron de hambre y sed o asfixiados por fumigaciones previas de los silos o de frío entre refrigeradas cajas de banano o arrojados en alta mar tras ser descubiertos por las tripulaciones, que preferían convertirse en asesinos -de anónimos seres humanos-, en vez de pagar altas multas en dólares en las capitanías de los puertos. De modo pues que lo primero era sobrevivir y luego coronar para poder ayudar a la familia.

No se conoce el caso de mujeres en caletas, pues ellas viajaban ‘escondidas’ en el camarote de algún marinero y debían prostituirse todo el viaje. Otra versión del sacrificio.

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Alberto* comenzó vendiendo gramos, onzas, cuartos, octavos a domicilio (delivery); después medias, libras, kilos a dueños de otras “líneas”; y al final “voltiando” con los que movían toneladas, los “Don King”. Fue en un diciembre cuando se “plantió” con diez “cosos”, diez kilos. Los duros viajaban a Colombia huyéndole al frío y el mercado quedaba suelto.

Fue cuando conoció a Juancho, en el Banquito Latino (una casa de giros ilegal), un paisa que manejaba toneladas y al que acribillaron en el baño de una discoteca por una deuda de un millón de dólares. Changuito era el socio de Richard (ese era el nombre de Alberto* en el negocio), un tipo inteligente, astuto, pero “tragasopa”, hambriento a la plata.

Era ingeniero y quiso impresionar al patrón en una entrega de 400 mil dólares por una venta de cocaína que le habían hecho en Nueva York. Juancho se ofendió y les dijo: “Aquí no hay nadie especial, ni profesional, ni blanco, ni negro, ni ningún hijueputa. Aquí todos somos traficantes de droga”. Y les arrojó los billetes.

Un “coso” en Houston costaba 15 mil dólares y puesto en Nueva York entre 32 y 35 mil verdes, tras 28 horas de carretera y riesgo. Muerto el duro buscaron sus propios customer (clientes) y en Nueva York estaban los más rentables. Fueron una docena de años de traqueteo corrido, de muchas vueltas, de muchos peligros, de mucho dinero. Para muy poco al final de esta otra odisea, la del tráfico de droga.

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Allá quedó todo. El recuerdo de Martha, una mexicana con la que se fue a vivir cuando ella contaba apenas 19 años y con la que tuvo dos hijos: Lewis y Beto, hoy de 32 y 29 años. Todos los sueños y el dinero. Las alhajas y la ropa de marca. Los muebles finos y los automóviles.

Aquí sus hermanos lo despilfarraron todo y le enviaban fotos de taxis y casas que supuestamente compraban con sus remesas de dólares. No tenía nada cuando regresó. Sólo el apodo que se llevó desde aquí: el míster. Del hombre arriesgado e impulsivo queda poco.

Es de pocas palabras y menos amigos. Ha vencido un derrame, una hemiplejía y dos infartos. Sigue camellando a lo bien. Hace 18 años no va a Buenaventura. No le dan ganas, no tiene a quién visitar. Dice que Caína es el mejor tema de Rubén Baldes. Lo escucho atento y en silencio. Bebo el último sorbo de jugo de guayaba y me despido. No hubo tempo para más. Vuelve a llorar.

Alberto* puede ser el nombre de cualquiera de los polizones que la hicieron, que coronaron su travesía, su propia odisea, que viajaron en una caleta detrás del sueño americano para alejarse de su pesadilla social y personal en Buenaventura; o de los nacionales que traficaron con droga en los Estados Unidos cuando el país del norte poco a poco se convertía en el mayor consumidor de cocaína del mundo.

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