Crónicas en Nueva York: un recorrido por la NY de la nieve

Crónicas en Nueva York: un recorrido por la NY de la nieve
Especial para 90minutos.co

“Nada de cruces.

No morí en la paz de ningún señor.

Cremar”.

Epitafio de la poeta uruguaya Idea Vilariño.

Recoge mijo, mira que vas pa' la calle

Dile a Pancho que me mande algo pa' la comisaria

¡Avemaría títere qué breakie!

Las Tumbas – Ismael Rivera

Pronto hará siete años. En mayo de 2015, se registró en el Central Park la temperatura más baja desde 1896: 15.5 grados Celsius bajo cero (4.1 grados Fahrenheit). Aquella madrugada murieron de frío más indigentes que cocainómanos por sobredosis en Nueva York, la ciudad más rica de Estados Unidos que alberga a más de 60.000 pordioseros.

Sopla el viento con furia y me congela otro dato: el mercado de valores de esta ciudad mueve 500 millones de dólares por minuto. Toda Colombia, entre 35 y 50 millones, en un día bueno. Al frente de la Trump Tower un hombre pide limosna sobre un borde del Central Park. Tiene los labios tostados y la mirada congelada. Está drogado. Como todos los mendicantes en Times Square o los apostados en la acera del museo de cera de Madame Tussauds, que comparten anden con un ojirasgado retratista callejero. También parece de cera. Se nota que quiere parecerse a John Lennon. Hacen falta más que unas gafitas con lentes redondos para lograrlo. Jamás esparcirán sus cenizas en Strawberry Fields, un área del Central Park, como lo hicieron con las del compositor e intérprete de Imagine.

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No son sólo negros los mendigos o consumidores de droga, también rubios y latinos en Park Avenue, la zona donde vive Gay Talese, que en febrero cumplirá 90 años y es la leyenda viva del periodismo literario. Ni Wall Street o la Quinta Avenida escapan de la situación. Los albergues no alcanzan para todos. Las estaciones del metro y los parques -como el Bryant Park o el Washington Square Park, cerca de la Universidad de Nueva York- son arrimo nocturno de los más pobres en Manhattan, centro financiero del mundo, a los que van algunos de los marginados por el sistema, cuando se apagan las luces navideñas a las 12:00 pm.

El que debe venir poco por estos lados es Dios. Excepto la imponente y puntiaguda de Saint Patricio hay una que otra iglesia perdida entre los edificios que le rascan la morada al señor Divino, Invisible, Omnipotente y Sabio; y un pequeño cementerio, el Trinity Church, sin duda alguna tan exclusivo como las tiendas de las grandes firmas de la moda que cubren la carne y los bancos de la Gran Manzana que la manosean y empobrecen. Debe ser el metro cuadrado más caro del universo y dada la estrechez del lugar se necesitan por lo menos cuatro para el descanso eterno en él.

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La leyenda cuenta que aquí, en la Capilla de San Pablo, el edificio más antiguo de la ciudad, está también la tumba más vieja de Nueva York, la de un niño de cinco años sepultado en 1681, pero también que es de mal agüero recorrerlo.

Atisbo a lo lejos. Se destaca la pirámide de punta roma del mausoleo de Alexander Hamilton, el primer secretario del Tesoro de Estados Unidos que se batió en un duelo con el entonces vicepresidente Aaron Burr y yace aquí como para que el mundo se entere de que en Manhattan no sólo asesinaron a John Lennon, a 3.000 personas en el misterioso suceso del ataque a las Torres Gemelas, sino que agonizó un día en casa de un amigo quien defendió del despilfarro hedonista los recursos públicos de United States of America, nadie menos que el arquitecto de la economía política de este país, que no tiene amigos sino socios y clientes.

Hace hambre y la comida comprada en Chipotle se enfría. Buscamos un lugar para sentarnos, pero el viento incomoda. Reviso los apuntes con la intención de programar la visita al Cementerio de Woodlawn, en el condado de El Bronx. 162 hectáreas de tumbas donde encontrar la que uno busca es como ganarse la lotería. Buscar una moneda en 324 canchas de fútbol. Allá está sepultada la Guarachera de Cuba, Celia Cruz; y su esposo, el siempre circunspecto y apocado Pedro Knight, cuya cabeza era como un copo de azúcar. O de nieve.

Cementerio de Woodlawn / Foto: Lizandro Penagos

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Arrancamos. Saint Jones y el de Queens también son camposantos grandes y sobrios: alineados ejércitos de lápidas grises. El necroturismo en NY trasciende lo que en Colombia se limita a la visita de extravagantes mausoleos, sobre todo de narcos, donde sobresale el de El Patrón en Jardines Montesacro en Itagüí.

Aquí se visitan músicos, cantantes, escritores, poetas, dramaturgos, deportistas, políticos, actores y periodistas, como Joseph Pulitzer, mentor de los premios homónimos que entrega la Universidad de Columbia en Nueva York. Entre otras figuras rutilantes como el escritor Herman Melville, padre del cetáceo albino Moby Dick; que es un pececito de acuario frente a la ballena azul del museo de Ciencias Naturales o la obra humorística de otro residente en esta morada, el maestro de la sátira, Mark Twain, autor de Diario de Adán, diario de Eva, donde se lee en la última línea el supuesto epitafio de Adán: “Dondequiera que ella estuviera, allí estaba el Edén”. ¡Genial!

Hace 98 años Elwyn Brooks White, gran ensayista que pasó a la historia por sus obras infantiles de ficción Stuart Little (1945) y Charlotte's Web (1952) y un humor sofisticado en sus columnas, escribió: “Nadie debería venir a Nueva York a vivir si no está dispuesto a tener suerte”. Había tomado la decisión de volver a la ciudad en 1924 (todos vuelven, es inevitable) y en su primer artículo en The New Yorker, un año después, lo dejó en perfecto claroscuro. El que es de buenas es de buenas. Qué culpa si hay gente que no se hace perseguir, alcanzar y acompañar de la suerte.

Calles de Nueva York / Foto: Lizandro Penagos

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La esquiva dama se me aparece transfigurada con Javier, con Walter, con Jairo, con Roland, amigos y amigos de mis amigos que me acogen en cada visita a este monstruo extraordinario. Y un par de amigas. Me llevan y me traen. Me explican y me ubican. Me dejan preguntar y sentir sus tensiones. Y hasta sus pequeños dramas, en las escenas de la película de su vida en Queens o en New Jersey. Llevan años en Nueva York y aunque la conocen, la desconocen. Ya no se pierden es verdad, aunque les cueste encontrar otro sentido a su vida que no sea producir dólares.

Todos conversan mejor de lo que trato de escribir, pero les asombra que en Navidad y con este frío, haya algo nuevo o interesante para contar. La cotidianidad también entumece. Hacen parte de esa maravillosa escarcha de la historia, que a través de la palabra no morirá nunca para honrar la escritura.

En Nueva York mueren cada año en promedio 60 mil personas, algunas de ellas (se estima un 15%) anónimas que son halladas por la fetidez que avisa de su irremediable y solitaria partida. Y es que la muerte huele mal hasta cuando huele bien, por ejemplo a mirto o a pino. Son vidas al margen, de seres desconocidos a los que nadie extraña, y menos llora, pocos los conocen apenas de vista y nadie acompaña en su sepelio, pues si no hay tiempo para visitas, menos para acompañar muertos. Aquí la rutina es: trabajar, comer, dormir, trabajar. El saludo escasea más que el espacio para parquear. Seres sin herederos y muchas veces sin testamentos, aunque el Estado resuelve. Sin parientes. Sin antes ni después. Defunciones aferradas a la soledad de la parca.

No se necesita de nadie para morir, es cierto, pero sí de alguien para ser enterrado. Muchos van a parar al cementerio de los sin recursos: el Hart Island en el Bronx, porque aquí morirse es más caro que en Colombia. Un funeral decente en promedio puede costar entre 10 y 15 mil dólares, 40 o 60 millones de pesos. Tampoco Dios parece visitar a los solitarios que mueren en estricto aislamiento producto de su soledad. La evolución de la ciudad, alguna vez desenterrada por Gay Talese, en su crónica Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas (1960) se ha enterrado de nuevo.

En esta ciudad sin tiempo todas las cifras cambian de forma vertiginosa y todo lo demás se preserva, como los muertos de frío que se congelan semanas con la intención de identificarlos y la idea de esperar con exigua esperanza a ver si alguien los reclama. Porque seguramente nadie los llorará.

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