Crónicas en Nueva York: Camino para la distancia entre Nueva York y Miami

Crónicas en Nueva York: Camino para la distancia entre Nueva York y Miami
Especial para 90minutos.co

En Puertorro, en Panamá, en Colombia o en New York.

El que no vive no prueba, el sabor que da el amor.

Caminando – Rubén Blades.

“A Emma Bosques, a mis padres,

a los reclusos de la Isla de Coiba,

y a Vinicius de Moraes, al que no conozco personalmente”.

Dedicatoria de la Tesis de Grado de Rubén Blades.

Entre el Grand Central Parkway y el cementerio local de Queens estuvo hace más de medio siglo la oficina The Paris Review, la revista literaria que hizo de la entrevista un arte sublime. Era por entonces un lugar tranquilo al que todavía no había llegado toda Latinoamérica. Pero hoy aquí no hay diálogos. Casi nadie pregunta porque casi nadie responde o suele conversar con desconocidos. Sólo los latinos, más saludables que una agüita de paico, charlan con cualquiera.

Obvio, debe ser de su país. Lo otro son simples transacciones: servicios y comercio. Todos parecen de afán, concentrados en sus problemas, en sus preguntas a sí mismos, en las respuestas que se solucionan con dólares llevados a sus monedas de origen. Han traído la desconfianza incubada desde sus naciones. O el miedo. De ahí que no importe cuántos años se tengan porque en Nueva York hay que ensayar a ser joven siempre.

Es una ciudad que anda a millón. Dinámica, rápida, intrépida, vertiginosa. De trenes y autos que van de un lado para otro con gente que no mira a nadie. En Brooklyn o en Manhattan, en El Bronx o en Staten Island. Con hombres vestidos de negro, con mujeres bien trajeadas, elegantes, pero en tenis, porque se camina mucho, se suben y se bajan escaleras para recorrer la ciudad desde sus entrañas, en el tren, para ganarle minutos al escaso tiempo y espacio a las enormes distancias.

Esta ciudad -y en general casi toda esta nación- no alimenta mucho los gatos para que cacen y controlen la plaga de ratas monumentales; les preocupan las palomas que anidan en cualquier parte y lo llenan todo de caca; protege a las ardillas en los parques para mostrarse ecoanimalista; y le importa un carajo que la gente esté ilegal desde que pague impuestos. Las calles están llenas de perros que pasean la soledad de sus dueños. Cualquier firulais sin pedigrí puede costar $1.500 dólares y van con vestiditos de $250. El consumismo es sólo equiparable con el desperdicio y el carácter de la gente con el desquicio.

Nueva York es la ciudad más poblada y más rica de los Estados Unidos, tiene muchas cosas para narrar, para contar sobre ese mundo paralelo que se mueve entre sus calles y el subterráneo, ese tren moderno y de pantallas digitales que cuando emerge a la superficie es ruidoso porque sus estaciones y estructuras tienen más de un siglo. Hay varados que lo utilizan como dormitorio y vagabundos que lo infestan de chinches.

No como Miami que es un monumento extendido a la modernidad superflua, a la frivolidad de los ricos y famosos de medio pelo, artistas venidos de abajo y nuevos millonarios que incluyen corruptos y lava fortunas; salvo las consabidas excepciones claro.

Es así -dice un amigo más amargado que yo-, porque lamentablemente es un gran barrio de Honduras, de Nicaragua, de Colombia, de Venezuela, de Argentina, etc. pero con aire acondicionado y seguridad. Miami no es Estados Unidos -precisa con más sarcasmo e ironía-; es una ciudad preciosa, pero es una extensión del subdesarrollo mental de los latinos que la habitan mayoritariamente; incluidos los que creen que la fama local de sus paisitos les alcanzará para vivir en la ciudad del sol. En lo demás es un pueblito muy bonito que tiene cosas maravillosas que los turistas no conocen y pueden ser extraordinarias si se sale del ghetto hispano.

Nueva York refleja al mismo tiempo el encanto que con tanta intensidad hace sentir a quienes la visitan y la fastidiosa lobreguez a quienes viven en ella. Ciudad de gordos que no le teme a los kilos, sólo a las libras esterlinas, a los euros y a los yenes. Pero sí a la Policía y a las bicicletas que se vuelven monumentos mortuorios pintados de blanco y son testigo silente de un accidente fatal. También le temen a quedarse sin batería: el GPS es la comunicación, el diálogo con la movilidad.

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Hace un par de décadas se andaba con mapas impresos. Por eso tal vez quienes lograron dialogar con su doble condición de neoyorquinos con ascendencia latina, pudieron contenernos a todos en sus obras y reflejarlo cada que los entrevistaban. Ernesto Antonio Puente, Tito Puente, el monstruo del timbal nacido en Harlem. Ricardo Maldonado Morales, Richie Ray, el monstruo del piano nacido en Brooklyn. José Antonio Torresola Ruiz, Frankie Ruiz, el monstruo de la salsa de alcoba, nacido en New Jersey. William Anthony Colón Román, Willie Colón, el monstruo del trombón, nacido en el Bronx. Es que Nueva York es un monstruo extraordinario, majestuoso, impactante, en suma, divino. Aquí los aires de la navidad pasan rápido y jamás alteran la cotidianidad que vive en función de producir.

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A nadie escuché nada sobre los Reyes Magos, pero aman a David Coperfield. Como cantó Blades en un quizá oculto homenaje a Moraes, “donde en vez de sol amanece un dólar, donde nadie ríe, donde nadie llora”.

El 2022 también llegó con inflación, con carestía en los productos básicos, con alza en la gasolina y en la comida, en la carne sobre todo (el presidente Joe Biden asegura que en junio volverá todo a la normalidad) pero ‘abajo’ las cosas están más duras y los dólares rinden mientras las economías latinoamericanas naufragan estranguladas por la deuda externa, las empresas y la banca multinacional, y la corrupción histórica de los que se irán definitivamente a Miami cuando sus barrigas estén saciadas.

En Nueva York y en Miami la felicidad es el dinero. En la primera porque se trabaja y se gana sin pausa. Y en la segunda porque se gasta y se exhibe con un frenesí arrollador. En las dos -como en todo este país- se consume de forma desaforada, como poseídos por un tragaldabas infernal e insaciable que los atraganta a todos.

Para volver al Vinicius que no conocía en persona el joven abogado panameño -pero si en su filosofía sencilla, preciosa y profunda-, el dinero asumido como la felicidad es esa pluma que el viento lleva por el aire, que vuela tan bella y ligera, pero tiene la vida breve porque necesita que haya viento sin parar para que no se le caiga su lindeza.

Sin dólares no hay felicidad. Alguien dirá que sin dinero, no la habrá en casa del Tío Sam o en cualquier lugar del mundo. La cuestión es que aquí el sistema es mucho más avasallador, no con el ciudadano americano, sino con el ilegal, con el inmigrante, con el supuesto escondido que está a la luz de todas de las autoridades, con esa horda de seres que sostienen semejante economía mientras el Estado juega a no verlos y ellos, a ocultarse mostrándose.

Con la identidad embolatada, con documentos falsos, con otros nombres, insertados en una sociedad de la que escapan en sus espacios de encuentro, con sus comidas y su música, con esas prácticas culturales a las que aspiran volver cuando hayan logrado una suma considerable que les garantice una vejez digna en su país, después de haberse gastado la vida trabajándole a otro. “Gente que vendió por comodidad, su razón de ser y su libertad”. ¡Qué fallo!

“En este momento todos los bares están llenos de hombres vacíos” escribió Vinicius de Moraes y podría decirse lo mismo de la mayoría de los latinos en Nueva York. De alguna manera soportan y sobrellevan una tristeza que es su realidad y que espantan con dólares, con un poder adquisitivo insuflado producto de una moneda más fuerte, de una economía cuyo liderazgo se impone, muchas veces a sangre y fuego. Nada más. Pequeños intervalos de felicidad en medio de una vida deliberadamente dedicada a producir desde el país del norte, para reconstruir vidas en algún país del sur.

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Por supuesto, hay quienes se insertan en esta cultura y logran no sólo adaptarse sino incrustarse en ella: consumidores compulsivos que llegan incluso a decir que ya no le caben más latinos a Estados Unidos y que los buenos tiempos los dañaron tantos. Noam Chomsky -la conciencia moral de esta nación- en su libro ¿Quién domina el mundo?, asegura que esta es una sociedad cuyas elites han ido aislándose cada vez más ante cualquier restricción que la democracia pretenda imponer a su poder. Bueno, creo que eso sucede en casi todas las democracias, aquí la cuestión es que, en su ilimitada devoción por mantener su imperio mundial, los seres humanos importan menos que la economía y de esta histórica visión política deriva su descomposición.

Por eso aquí para trabajar no hacen entrevistas. Basta con entender o hacerse entender en términos de lo que corresponde hacer y cuánto te pagarán por ello. Y la gente no habla. Solamente trabaja y cobra. Gasta y guarda. Consume y envía. Sin otra esperanza que no sea unos dólares extras y sin otro optimismo que no sea que su moneda nacional se devalúe para que rindan los verdes. Y se mueve agachada en el metro, silente y ensimismada. Atrapada por las fauces del monstruo capitalista y globalizado.

En estos tiempos de desigualdades económicas sin precedentes, de democracias autoritarias que hablan de tiranías ajenas, de izquierdas que no luchan por las clases menos favorecidas, la dignidad humana es vista como un embeleco y los derechos humanos como un arcaísmo que comparte tribuna en el olimpo de las ilusiones con la libertad, el mayor contrasentido al que Nueva York le rinde culto con una majestuosa estatua francesa que alumbra la entrada a esta ciudad por la desembocadura del río Hudson. Cae nieve en New York y la impoluta belleza blanca poco a poco se torna en lodazal mientras las máquinas y palas la amontonan y el sol, la sal y el viento la derriten.

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