Conocí Haití gracias a un cubano: Alejo Carpentier y Valmont. Verdadero gestor de la renovación literaria latinoamericana al que por suerte no lo cubre el manto editorial y publicitario del cacareado Boom Latinoamericano que, debe reconocerse, tiene algunas plumas sagradas y muchos plumíferos de gallinero. Alejo (alguna vez en una exposición un estudiante lo llamó Alejandro, porque “a los escritores hay que respetarlos profe” ¡Qué ignorancia tan profunda!) y su dimensión de lo Real Maravilloso, trascendió los límites de La Habana, de Cuba, de las Antillas, del Caribe y, por supuesto, de toda América Latina. En El reino de este mundo (1949) redescubre el mundo americano y con él toda la miseria, la malnutrición, las enfermedades y la vejez prematura de una población llevada a la postración por los amos de la tierra (de ahí su contexto telúrico) y que había puesto al descubierto en su texto Ensayos convergentes (1928). Claro, ni más faltaba, también fue acusado de comunista. Como cualquiera que hoy enuncie o denuncie que su tasa de desocupación supera el 80%, el acceso a servicios médicos está vedado para el 90% de sus habitantes, el 80% de los niños no están escolarizados y que el 47 % de los haitianos sufre de desnutrición crónica y el VIH-SIDA, representa la tasa más alta en el Caribe, según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Carpentier viajó a Haití en 1943 y allí redescubrió su mundo, el mismo mundo de los desarraigados, de los oprimidos, de los marginados, de los excluidos, digámoslo sin más ambages, de los más pobres entre los más pobres latinoamericanos. Los libertarios negros haitianos. Ese reino que atisbó mejor desde Europa, no porque subvalorara su condición de latino e hijo de inmigrantes (padre francés y madre de origen ruso) sino porque la distancia permite ver mejor las texturas y anchuras socioculturales. Desde allí enriqueció su percepción y su concepción de la realidad de un continente cuya gestación fue tan dolorosa como el parto mismo de pensarse libre. Y el precio que ha pagado Haití es el más costoso de todos por ser el segundo que se atrevió (El primero fue Estados Unidos). En El reino de este mundo Carpentier no solo reconoce el valor de la revolución haitiana, sino que lo eleva a la cumbre de la dignidad de un pueblo que emancipado de Francia (pagó 30.000.000 millones de francos a un banco francés para financiar su lucha. De allí su deuda externa) no quiso jamás volver a verse sometido y por eso entonces otros lo sometieron a la miseria. Sobre todo Estados Unidos vigilándolo e interviniéndolo de manera soterrada siempre desde muy cerca: desde Guantánamo.
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Como en Haití, nuestra deuda externa data de los empréstitos conseguidos para la Campaña Libertadora. El principal acreedor nuestro fue Inglaterra (el de ellos Francia como ya se dijo), pero no en la figura del gobierno de su majestad, sino en la figura de individuos particulares y casas prestamistas que transaban con representantes de la Nueva Granada, primero, y de la Gran Colombia, después, el préstamo de estos recursos para solventar el gasto público, la deuda interna y el esfuerzo bélico. Las cosas no han cambiado mucho, resulta obvio. Agiotistas y usureros de librea y corbatín. Pícaros de oficio. Los grandes beneficiados, por supuesto, fueron y son aquellos agentes del gobierno que los tramitaron y tramitan hoy. Don Francisco de Paula Santander el más aventajado de la pléyade de embaucadores de la historia. El Hombres de la Leyes… a su favor económico. Gobernantes de pacotilla y lagartos a los que ahora llaman lobistas. Pero volvamos al redil. Más del 60% de los haitianos vive con menos de dos dólares al día. En Colombia según el Dane son dos millones largos, pero la realidad suma casi nueve. En Haití la gente más pobre (siempre hay más escalafones en la gradas del infierno) debe comer pica, una galleta que se ‘cocina’ al sol con arcilla, sal y grasa vegetal.
Pero no solo la geofagia, fuente de calcio, antiácido natural, bacterias, microbios y símbolo macabro de su inopia, es la desgracia de Haití. En este pedazo de isla el diablo pareciera cocinar todos los males de la humanidad. A su inestabilidad política histórica que surgió con monarquías externas y luego propias y se desplegó con dictadores; la intromisión extranjera que produjo un debilitamiento permanente de su soberanía; deben sumársele los desastres naturales que han vuelto paisaje las devastaciones constantes por quedar en el camino de los huracanes, tan catastróficos como la corrupción que la ha azotado más y más fuerte. La falta de agua que genera buena parte de sus problemas de salubridad, se profundiza con las inundaciones permanentes. Cuando estas bajan y todo pareciera volver a la normalidad, comienza la incubación de los terremotos, pues es atravesada por una compleja trama de fallas geológicas del Caribe. No es culpa del vudú como afirman algunos incautos, es la sumatoria de unas condiciones desfavorables y las consecuentes derivaciones de la escasez a la que fue llevada por quienes no soportan la libertad y menos, la decencia de los pueblos, amén de un suelo poco cultivable y el avasallador deterioro medioambiental. Además de epidemias como el sida y otras menos rimbombantes y moralistas como la malaria, el cólera, el dengue y, ni más faltaba, el coronavirus que allá no tenía mucho con qué acabar.
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Haití es desde el siglo pasado el país más pobre de América Latina. Y el más desigual del mundo, seguido por Angola (del África subsahariana) y a que no saben por quién en el tercer y deshonroso lugar. Sí, Colombia. La rica, feliz y diversa Colombia. La pobreza no es deshonra, pero sí lo es que un país con nuestras condiciones este allí. Colombia es 74 veces más grande que el país que comparte la Isla La Española con República Dominicana y su riqueza tan grande que no han podido acabarla (aunque sí esquilmarla) en más de 500 años. Como si le ocurrió a la patria de Alexánder Petión (con polémica estatua en Cali), reconocido como el máximo líder de la independencia haitiana y quien apoyó con hombres y recursos la gesta del libertador Simón Bolívar, que si bien luchaba por la Independencia de España, a diferencia del general haitiano, más que el pueblo, los negros, los indígenas o los campesinos, le interesaba desde su megalomanía emperadora, el poder para los criollos en América, pues aunque contaban con algunos privilegios eran considerados inferiores, tenían la “mancha de tierra”.
Cuando en los ochenta todavía se desconocía mucho sobre el sida los médicos neoyorquinos comenzaron a llamarla el síndrome de las 4 haches: homosexuales, hemofílicos, heroinómanos y haitianos. Ahora, como si toda su historia de penuria fuera poca, es asesinado su presidente Jovenel Moïse, al que en palabras de su viuda “lo mataron por ayudar a los pobres”. Bueno, y por un tufillo dictatorial que transpira su incipiente democracia. Estados Unidos guarda silencio mientras rechaza inmigrantes haitianos que desesperados intentan llegar a sus costas y enarbola humanitarias banderas cubanas. La ayuda suele ser una transacción donde el beneficiario sabe lo que quiere y el beneficiado no tiene idea de lo que le corresponde dar. Poco le queda a Haití que pueda saquearse. Ni siquiera suelo. Colombia entretanto hace ingentes esfuerzos con su Cancillería para limpiar el lodo y la sangre provocada por nuestros sicarios de exportación. Honorables militares que fueron ingenuamente engañados por empresarios colombianos radicados en Miami y que en un acto patriótico como ninguno financiaron la campaña del insigne presidente de esta república bananera que sigue arrodillada al mejor postor y metida en cuanto negocio ilegal se adelante en el vecindario.
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No es halagüeño el futuro para Haití. (Tampoco para Colombia, hay que decirlo). La prospectiva pospandemia -si es que algún día se logra- es aún más sombría para los eternos condenados de la tierra. Los avances de la humanidad en todos los aspectos serán la cúspide del privilegio y todos los nuevos instrumentos del progreso serán asequibles solo para unos pocos, a costa de miles de millones de personas que no tendrán posibilidad alguna, o en su defecto, muy reducidas. A un niño haitiano le tomaría 20 generaciones salir de la pobreza, a uno colombiano once y a un pequeño nacido en Dinamarca, dos generaciones para alcanzar el ingreso promedio de sus país y una calidad de vida digna. En Haití no solo hay muy poco que distribuir, sino que incluso los considerados ricos tienen poco. Los impactos de la pobreza sobre el desarrollo cognitivo y emocional de los haitianos es tremendo. Sus secuelas son tan profundas, que pensar también se ha vuelto un privilegio. A pocos les importa el asesinato de su presidente. Hay otras urgencias, por ejemplo, comer. Y en Colombia, además de comer, elegir el presidente que nos impongan, y unos pocos leer a Carpentier.
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