Bueno, todos es una exageración. Todos aquellos con los que conversé en español y son latinos que llevan años despabilándose del sueño americano. Además de la pandemia, a la ciudad la cambiaron presidentes como Donald Trump y alcaldes como Rudy Giuliani, que vienen siendo la misma cosa y socios del mismo bufete. Yo que no la conocía la veo igual. Aunque la mirada de un turista se rige por el asombro y la novedad, lo que se ha visto, escuchado y leído sobre la Capital del mundo, sigue tal cual. Es imponente y avasalladora. Todo es monumental. Sus puentes o sus harlistas tan rosados como barrigones y tatuados, que se creen de 25 y son una mezcla de peace and love, cerveza, bigote, cuero y rugido de motores. Los edificios de la ciudad volvieron famoso el término ‘rascacielos’ que hoy araña Dubái. En un mundo de cabezas agachadas y pulgares digitando, Nueva York obliga a mirar hacia arriba. Manhattan es el símbolo de la riqueza, la exageración y el crecimiento vertical y exponencial. Times Square es un derroche de luz y publicidad, una calle tobogán por donde se llega a esa piscina profunda e infinita llamada consumismo. Queens es un resumen de Latinoamérica donde cada país tiene su nicho y cada nación sus espacios de nostalgia. Pedazos de patria, ese intangible que existe gracias a la añoranza que acecha con la familia dejada, la comida de cada cocina y las bebidas espirituosas. Brooklyn es la visión, la ubicación y esplendor.
Como todo el país, aquí todo está diseñado para comprar y gastar. Hay mucho trabajo y mucho desperdicio. Mucho reciclaje también. La ciudad hierve y el vapor sale por las alcantarillas como si un monstruo fumara en sus entrañas. Hay otra ciudad debajo de la ciudad. Si Venecia en Italia huele a cañería, Cartagena de Indias a orines y el D.F. en México a grasa, Nueva York huele a bareta. Por todos lados y a toda hora gente de todos los colores y edades fuma marihuana. Es el nuevo juguete y el viejo vicio recién aprobado. Nada que envidiarle a cualquier barrio caleño o de cualquier ciudad o pueblo en Colombia. Solo que aquí no es ilegal. En las calles, en los parques, en las esquinas, afuera del Madame Tussauds o al frente del Hilton, en la parte exterior de la Gran Estación o del Museo de Arte Moderno, en la Roosevelt o en la Northern Boulevard, en Long Island o en Brooklyn, en el Bronx -donde ya olía-, en Harlem, en Chinatown, en Little Italy, huele a mofeta, ese olor terroso y penetrante de este cáñamo salvaje cuyo aroma puede durar 90 días impregnado en el cabello, 30 en la orina y 48 horas en la saliva y en la sangre. Indigentes pululan. También alcohólicos. Como en cualquier andén del Tercer Mundo aquí también hay pobreza, marginalidad y olvido. El estado subvenciona y los vagos lo saben. La pandemia llegó con ayudas y ahora muchos quieren vivir solo del auxilio.
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Lo de siempre es lo de siempre. Libertad y gente extraña. Mucho loco sin costal y perfumado. Una pareja de gais sesentones camina uno detrás el otro con una ropita entre ridícula y extravagante, como recién salidos de una boutique para payasos. Un zapatero ecuatoriano arregla calzado gigante a abogados millonarios en el sector de las Altas Cortes. Una familia mexicana de ocho integrantes camina por Times Square con sombreros de fieltro en clara señal de identificación en caso de extravío. Dos mozalbetes orientales recorren el puente de Brooklyn tomados de la mano y vestidos de forma idéntica. Dos muchachas colombianas con sus cuerpos cubiertos solo con pintura venden fotos a hombres y mujeres que quieren detallar si la bandera de sus senos ondea o es solo una ilusión óptica. Un mexicano casi enano revisa su celular con paciencia, está vestido con el traje de El Chapulín Colorado. Su esposa es Blancanieves. Hay otros muñecos de Disney cobrando por acompañar fotografías. El Bronx hace presencia con sus raperos cuyo espectáculo dancístico se mezcla con ese humor de stand up comedy que se burla de público que llena sus gorras de dólares. Hasta en la Quinta Avenida hay rubios arrumados en el piso por las drogas, consumiendo a la vista de todos y con sus harapos en contraste con las grandes marcas y diseñadores del mundo.
Aunque toda Nueva York impresiona, el lugar donde quedaban las Torres Gemelas, el nuevo World Trade Center, es sobrecogedor. Es la piedra angular de la reconstrucción de la zona que en breve cumplirá 20 años de haberse hecho trizas por cuenta de alguna mente enferma. Los sistemas de seguridad humana en todos los aspectos superan todos los códigos de Nueva York. A pesar del barullo de la ciudad allí hay un silencio casi sepulcral. El nuevo edificio es un grito de imponencia, hasta de soberbia. Algo digno de admiración. Una mezcla de modernidad e historia. De superación e imperio. Las Torres duraron 28 años, 4 meses y 7 días en pie, pero sin duda el monumento, el Parque Memorial, puede anhelar la eternidad. En sus extremos hay dos grandes fosos con un fondo que parece infinito, donde el sonido del agua retumba mientras en el contorno de la inmensa depresión hueca se leen los nombres de todas las víctimas del 9-11. Dos ardillitas juegan y trepan uno de los árboles del lugar. Son muchos, pero ese es el único que sobrevivió a los atentados. Se le rinde culto. Más que cuidarlo es una especie de tótem, de monumento natural a la vida y a la salvación. Nadie puede tocarlo. El museo es el escenario para que no se repita la historia. Una evocación de la tragedia que se recorre con escalofrío. Sea como haya sido, debió ser terrible ver ese par de íconos de acero y poderío comercial derritiéndose como mantequilla al calor de hectolitros de combustible para avión. La Estación del tren allí no hace más que confirmar la magnificencia del lugar. Una mole de mármol blanco pensada para impresionar y ratificar que lo funcional también puede ser bello.
Pero lo mío nunca ha sido la belleza es cierto. He debido ofrecerme ante el espejo un espectáculo cada vez más deplorable. Pero lo de Bogotá a Miami (antes de Charlotte-Nueva York) fue espantoso. Si yo era uno de los más agraciados calcule usted el nivel de ‘feura’ de un viaje sacado como del averno. Una fila de tres horas y nada estético para la vista. Pero como Dios sabe cómo hace sus cosas, luego de eternas horas de filas aquí y allá, bajó como del cielo un equipo de jugadoras argentinas, no tengo idea de qué. Unos mujerones del planeta hermosura. La más bajita me sacaba sin empinarse una cabeza sobrada. Y la menos linda era más bonita que todas las novias de mi vida juntas. Mirarlas era un éxtasis apenas comparable con alguna genialidad Maradoniana. Ninguna era rubia del todo, pero todas más blancas que mi conciencia. El entrenador era un bobo litro sobre el que todas ellas orbitaban. Pero había una especialmente excelsa. Tenía tatuado un delfín en el tobillo izquierdo. Qué digo tobillo, en el extremo sur de esa pierna que cual cordillera se erguía imponente en la Patagonia de esos Andes majestuosos. Y la cara. Por Dios, si era el rostro de la santísima… tampoco, no creo que fuera virgen, pero cómo se le parecía. Me vio mirándola y me regaló una limosna de su sonrisa. Una migaja de su lindeza. Traté de recordar alguna línea del cuento de Gabo, El avión de la bella durmiente, para decirle algo, pero además de bella era astuta y previendo que le hablaría se puso los audífonos, echó su cabeza hacia atrás y su volátil falda color guayaba dejó ver un par de muslos más tersos que todos los cutis analizados en la fila del aeropuerto El Dorado. No sé cómo, pero me dormí.
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Ya en Charlotte, Carolina del Norte, caminé con mis piernas escuálidas e insignificantes al lado de ella un instante eterno. ¿Lo leíste?, preguntó. Yo balbuceé. Un mortal nunca está preparado para que una divinidad le hable así no más. No todo, le respondí, con una cara de estúpido inigualable. Es magnífico, sentenció. Era un libro de Gay Talese que yo llevaba en las manos y vaticinaba el momento: Retratos y encuentros. Leer despista el miedo sin duda. Pedirle una foto, pero al son de qué. No supe qué jugaba. Por la faldita, podía ser tenis. Por la estatura, baloncesto. Por las piernas, halterofilia. Por toda ella, tiro. ¿Has leído a Caparrós? me disparó. Sí claro, me encanta. Y me despaché un listado de autores argentinos de crónica latinoamericana que recité ya casi sin aire. Cada tranco de esta Amazona era la zancada de una gacela altiva y burlona ante el viejo y famélico felino que la acechaba. ¿Vives en Miami? ¡Y yo sin recuperarme de la pregunta anterior! Pensé en mentirle. Reaccioné. Soy colombiano. Y cuando me iba a despachar una presentación más formal se despidió. Chao. Me dijo su nombre y tomó otro pasillo. Yo la vi alejarse cómo se escapa una ilusión. Era pecosa, como si Dios hubiera estornudado macadamia sobre ella con delicadeza. Puntitos casi imperceptibles. Pero sus ojos, sus ojos eran dos puntos verdes para ratificar la esperanzadora profundidad de su belleza.
Era cuestión de esperar la escala a Nueva York. El viaje ya había valido la pena. No cruza uno palabras todos los días con la mujer que puede torcerle el destino a cualquier mortal. Me senté a descansar y a pensar en semejante advocación. Y comienza ante mis ojos el desfile de gente descomunal. Gringos gigantones de cuyo brazo tatuado pueden salir tres niños etíopes. Negras en cuyo culo puede dibujarse varias veces África entera. Gente rara. Muy grande. Más grande que ella. Mucho más, pero nadie tan bella. Personas sin sentido de lo estético o el recato. En bermudas y en chanclas. En sudadera. En pantaloneta. Descomplicadas. Descualquieradas. Sin pretensiones de lindura. Libres. Felices. Si en el qué dirán como estandarte. Sueltos de prejuicios. Zafados de la vanidad. Obesos o flácidos. Rubios o rosáceos. Homosexuales. Todos van para delante. Nadie atisba al del lado. No hay morbo. Tampoco murmullo. Se habla y se ríe en voz alta. Se engulle comida y se bebe cerveza sin reparo. Pasa un rasta de agua dulce. Y lo siguen dos chinos en safari. Unos jamaiquinos casi morados. Tres albinos no sé de dónde. Una familia mexicana con sombreros tejanos. (Sí, los mismos de Times Square) Y de repente, pasa ella. Sí, otra vez ella. La divinidad albiceleste. Me levanta las cejas y me tira otra moneda. Ustedes ya saben, otra sonrisa. No fue una estrella fugaz. Más bien una aurora boreal indestructible.
Solo una mujer de las que vi en Nueva York logró quitarle la corona. Se le arrimó bastante Nathalia, la barrista de una discoteca en Queens. Una mujer con una espalda tan ancha como negro y liso su cabello. Es de Armenia-Quindío, pero parece Sioux, una Pocahontas preciosa con unos brazos enormes y unas piernas formidables. Tampoco la mujer rubia de Manhattan que debe sumergirse días enteros en Chanel Number 5 para dejar esa estela sublime a su paso, esa esencia de mujer bonita que esparcía con su florido vestido de seda y sus sandalias almendras, sutiles y tenues. Ni la hermosura negra que casi no cabía en su enterizo ceñido, por la callejuela peatonal del puente de Brooklyn. O las agraciadas europeas del Ferry, la paraguaya de Starbucks, las españolas del museo, la polaca del Central Park que me hizo evocar a su santidad Karol Wojtyła. Solo una destronó a Laura, la divinidad argentina. La mujer por la que vale la pena la vida: la libertad. Sí, la Estatua de la Libertad. Aquí todos son esclavos del trabajo y el consumo, pero le rinden tributo. Y este todos es real, literal y total. Ir a Nueva York es recordar a José Martí. Es conocer el monstruo por dentro.
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