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Unos mujerones del planeta hermosura

Todos dicen que Nueva York ya no es la misma.

Unos mujerones del planeta hermosura
Especial para 90minutos.co

Todos dicen que Nueva York ya no es la misma.

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Bueno, todos es una exageración. Todos aquellos con los que conversé en español y son latinos que llevan años despabilándose del sueño americano. Además de la pandemia, a la ciudad la cambiaron presidentes como Donald Trump y alcaldes como Rudy Giuliani, que vienen siendo la misma cosa y socios del mismo bufete. Yo que no la conocía la veo igual. Aunque la mirada de un turista se rige por el asombro y la novedad, lo que se ha visto, escuchado y leído sobre la Capital del mundo, sigue tal cual. Es imponente y avasalladora. Todo es monumental. Sus puentes o sus harlistas tan rosados como barrigones y tatuados, que se creen de 25 y son una mezcla de peace and love, cerveza, bigote, cuero y rugido de motores. Los edificios de la ciudad volvieron famoso el término ‘rascacielos’ que hoy araña Dubái. En un mundo de cabezas agachadas y pulgares digitando, Nueva York obliga a mirar hacia arriba. Manhattan es el símbolo de la riqueza, la exageración y el crecimiento vertical y exponencial. Times Square es un derroche de luz y publicidad, una calle tobogán por donde se llega a esa piscina profunda e infinita llamada consumismo. Queens es un resumen de Latinoamérica donde cada país tiene su nicho y cada nación sus espacios de nostalgia. Pedazos de patria, ese intangible que existe gracias a la añoranza que acecha con la familia dejada, la comida de cada cocina y las bebidas espirituosas. Brooklyn es la visión, la ubicación y esplendor.

Como todo el país, aquí todo está diseñado para comprar y gastar. Hay mucho trabajo y mucho desperdicio. Mucho reciclaje también.  La ciudad hierve y el vapor sale por las alcantarillas como si un monstruo fumara en sus entrañas. Hay otra ciudad debajo de la ciudad. Si Venecia en Italia huele a cañería, Cartagena de Indias a orines y el D.F. en México a grasa, Nueva York huele a bareta. Por todos lados y a toda hora gente de todos los colores y edades fuma marihuana. Es el nuevo juguete y el viejo vicio recién aprobado. Nada que envidiarle a cualquier barrio caleño o de cualquier ciudad o pueblo en Colombia. Solo que aquí no es ilegal. En las calles, en los parques, en las esquinas, afuera del Madame Tussauds o al frente del Hilton, en la parte exterior de la Gran Estación o del Museo de Arte Moderno, en la Roosevelt o en la Northern Boulevard, en Long Island o en Brooklyn, en el Bronx -donde ya olía-, en Harlem, en Chinatown, en Little Italy, huele a mofeta, ese olor terroso y penetrante de este cáñamo salvaje cuyo aroma puede durar 90 días impregnado en el cabello, 30 en la orina y 48 horas en la saliva y en la sangre. Indigentes pululan. También alcohólicos. Como en cualquier andén del Tercer Mundo aquí también hay pobreza, marginalidad y olvido. El estado subvenciona y los vagos lo saben. La pandemia llegó con ayudas y ahora muchos quieren vivir solo del auxilio.

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Lo de siempre es lo de siempre. Libertad y gente extraña. Mucho loco sin costal y perfumado. Una pareja de gais sesentones camina uno detrás el otro con una ropita entre ridícula y extravagante, como recién salidos de una boutique para payasos. Un zapatero ecuatoriano arregla calzado gigante a abogados millonarios en el sector de las Altas Cortes. Una familia mexicana de ocho integrantes camina por Times Square con sombreros de fieltro en clara señal de identificación en caso de extravío. Dos mozalbetes orientales recorren el puente de Brooklyn tomados de la mano y vestidos de forma idéntica. Dos muchachas colombianas con sus cuerpos cubiertos solo con pintura venden fotos a hombres y mujeres que quieren detallar si la bandera de sus senos ondea o es solo una ilusión óptica. Un mexicano casi enano revisa su celular con paciencia, está vestido con el traje de El Chapulín Colorado. Su esposa es Blancanieves. Hay otros muñecos de Disney cobrando por acompañar fotografías. El Bronx hace presencia con sus raperos cuyo espectáculo dancístico se mezcla con ese humor de stand up comedy que se burla de público que llena sus gorras de dólares. Hasta en la Quinta Avenida hay rubios arrumados en el piso por las drogas, consumiendo a la vista de todos y con sus harapos en contraste con las grandes marcas y diseñadores del mundo.

Aunque toda Nueva York impresiona, el lugar donde quedaban las Torres Gemelas, el nuevo World Trade Center, es sobrecogedor. Es la piedra angular de la reconstrucción de la zona que en breve cumplirá 20 años de haberse hecho trizas por cuenta de alguna mente enferma. Los sistemas de seguridad humana en todos los aspectos superan todos los códigos de Nueva York. A pesar del barullo de la ciudad allí hay un silencio casi sepulcral. El nuevo edificio es un grito de imponencia, hasta de soberbia. Algo digno de admiración. Una mezcla de modernidad e historia. De superación e imperio. Las Torres duraron 28 años, 4 meses y 7 días en pie, pero sin duda el monumento, el Parque Memorial, puede anhelar la eternidad. En sus extremos hay dos grandes fosos con un fondo que parece infinito, donde el sonido del agua retumba mientras en el contorno de la inmensa depresión hueca se leen los nombres de todas las víctimas del 9-11. Dos ardillitas juegan y trepan uno de los árboles del lugar. Son muchos, pero ese es el único que sobrevivió a los atentados. Se le rinde culto. Más que cuidarlo es una especie de tótem, de monumento natural a la vida y a la salvación. Nadie puede tocarlo. El museo es el escenario para que no se repita la historia. Una evocación de la tragedia que se recorre con escalofrío. Sea como haya sido, debió ser terrible ver ese par de íconos de acero y poderío comercial derritiéndose como mantequilla al calor de hectolitros de combustible para avión. La Estación del tren allí no hace más que confirmar la magnificencia del lugar. Una mole de mármol blanco pensada para impresionar y ratificar que lo funcional también puede ser bello.

Pero lo mío nunca ha sido la belleza es cierto. He debido ofrecerme ante el espejo un espectáculo cada vez más deplorable. Pero lo de Bogotá a Miami (antes de Charlotte-Nueva York) fue espantoso. Si yo era uno de los más agraciados calcule usted el nivel de ‘feura’ de un viaje sacado como del averno. Una fila de tres horas y nada estético para la vista. Pero como Dios sabe cómo hace sus cosas, luego de eternas horas de filas aquí y allá, bajó como del cielo un equipo de jugadoras argentinas, no tengo idea de qué. Unos mujerones del planeta hermosura. La más bajita me sacaba sin empinarse una cabeza sobrada. Y la menos linda era más bonita que todas las novias de mi vida juntas. Mirarlas era un éxtasis apenas comparable con alguna genialidad Maradoniana. Ninguna era rubia del todo, pero todas más blancas que mi conciencia. El entrenador era un bobo litro sobre el que todas ellas orbitaban. Pero había una especialmente excelsa. Tenía tatuado un delfín en el tobillo izquierdo. Qué digo tobillo, en el extremo sur de esa pierna que cual cordillera se erguía imponente en la Patagonia de esos Andes majestuosos. Y la cara. Por Dios, si era el rostro de la santísima… tampoco, no creo que fuera virgen, pero cómo se le parecía. Me vio mirándola y me regaló una limosna de su sonrisa. Una migaja de su lindeza. Traté de recordar alguna línea del cuento de Gabo, El avión de la bella durmiente, para decirle algo, pero además de bella era astuta y previendo que le hablaría se puso los audífonos, echó su cabeza hacia atrás y su volátil falda color guayaba dejó ver un par de muslos más tersos que todos los cutis analizados en la fila del aeropuerto El Dorado. No sé cómo, pero me dormí.

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Ya en Charlotte, Carolina del Norte, caminé con mis piernas escuálidas e insignificantes al lado de ella un instante eterno. ¿Lo leíste?, preguntó. Yo balbuceé. Un mortal nunca está preparado para que una divinidad le hable así no más. No todo, le respondí, con una cara de estúpido inigualable. Es magnífico, sentenció. Era un libro de Gay Talese que yo llevaba en las manos y vaticinaba el momento: Retratos y encuentros. Leer despista el miedo sin duda. Pedirle una foto, pero al son de qué. No supe qué jugaba. Por la faldita, podía ser tenis. Por la estatura, baloncesto. Por las piernas, halterofilia. Por toda ella, tiro. ¿Has leído a Caparrós? me disparó. Sí claro, me encanta. Y me despaché un listado de autores argentinos de crónica latinoamericana que recité ya casi sin aire. Cada tranco de esta Amazona era la zancada de una gacela altiva y burlona ante el viejo y famélico felino que la acechaba. ¿Vives en Miami? ¡Y yo sin recuperarme de la pregunta anterior! Pensé en mentirle. Reaccioné. Soy colombiano. Y cuando me iba a despachar una presentación más formal se despidió. Chao. Me dijo su nombre y tomó otro pasillo. Yo la vi alejarse cómo se escapa una ilusión. Era pecosa, como si Dios hubiera estornudado macadamia sobre ella con delicadeza. Puntitos casi imperceptibles. Pero sus ojos, sus ojos eran dos puntos verdes para ratificar la esperanzadora profundidad de su belleza.

Era cuestión de esperar la escala a Nueva York. El viaje ya había valido la pena. No cruza uno palabras todos los días con la mujer que puede torcerle el destino a cualquier mortal. Me senté a descansar y a pensar en semejante advocación. Y comienza ante mis ojos el desfile de gente descomunal. Gringos gigantones de cuyo brazo tatuado pueden salir tres niños etíopes. Negras en cuyo culo puede dibujarse varias veces África entera. Gente rara. Muy grande. Más grande que ella. Mucho más, pero nadie tan bella. Personas sin sentido de lo estético o el recato. En bermudas y en chanclas. En sudadera. En pantaloneta. Descomplicadas. Descualquieradas. Sin pretensiones de lindura. Libres. Felices. Si en el qué dirán como estandarte. Sueltos de prejuicios. Zafados de la vanidad. Obesos o flácidos. Rubios o rosáceos. Homosexuales. Todos van para delante. Nadie atisba al del lado. No hay morbo. Tampoco murmullo. Se habla y se ríe en voz alta. Se engulle comida y se bebe cerveza sin reparo. Pasa un rasta de agua dulce. Y lo siguen dos chinos en safari. Unos jamaiquinos casi morados. Tres albinos no sé de dónde. Una familia mexicana con sombreros tejanos. (Sí, los mismos de Times Square) Y de repente, pasa ella. Sí, otra vez ella. La divinidad albiceleste. Me levanta las cejas y me tira otra moneda. Ustedes ya saben, otra sonrisa. No fue una estrella fugaz. Más bien una aurora boreal indestructible.

Solo una mujer de las que vi en Nueva York logró quitarle la corona. Se le arrimó bastante Nathalia, la barrista de una discoteca en Queens. Una mujer con una espalda tan ancha como negro y liso su cabello. Es de Armenia-Quindío, pero parece Sioux, una Pocahontas preciosa con unos brazos enormes y unas piernas formidables. Tampoco la mujer rubia de Manhattan que debe sumergirse días enteros en Chanel Number 5 para dejar esa estela sublime a su paso, esa esencia de mujer bonita que esparcía con su florido vestido de seda y sus sandalias almendras, sutiles y tenues. Ni la hermosura negra que casi no cabía en su enterizo ceñido, por la callejuela peatonal del puente de Brooklyn. O las agraciadas europeas del Ferry, la paraguaya de Starbucks, las españolas del museo, la polaca del Central Park que me hizo evocar a su santidad Karol Wojtyła. Solo una destronó a Laura, la divinidad argentina. La mujer por la que vale la pena la vida: la libertad. Sí, la Estatua de la Libertad. Aquí todos son esclavos del trabajo y el consumo, pero le rinden tributo. Y este todos es real, literal y total. Ir a Nueva York es recordar a José Martí. Es conocer el monstruo por dentro.

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“El falso feminismo es una gran lacra”

Lo que me lleva de nuevo a exponerme es la polémica por el beso de Luis Rubiales y Jenni Hermoso. Un beso catalogado como violencia sexual.

“El falso feminismo es una gran lacra”
Especial para 90minutos.co

Lo que me lleva de nuevo a exponerme es la polémica por el beso de Luis Rubiales y Jenni Hermoso. Un beso catalogado como violencia sexual.

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Primero lo primero. Nadie debe besar a nadie en contra de su voluntad. Eso debe estar claro y no amerita discusión alguna. Ni hacer absolutamente nada que no sea acordado, aunque ese acuerdo en las relaciones interpersonales suele ser tácito.

De lo contrario, estaríamos al frente de la deshumanización y la automatización de lo idílico, de los flirteos iniciales del romance convencional, los galanteos o ligues precedentes, previos al enamoramiento. Valga decir que estamos ante la sexualización de las relaciones interpersonales en una sociedad “datasexual” e “infómana”, que todo lo publica y debate en redes por íntimo que sea.

Segundo. Ante la sexualización de relaciones entre humanos que no necesariamente buscan un encuentro sexual o una relación de pareja, tocará conocerse a través de una aplicación y llenar un formato donde se pida autorización para dar el primer beso, que se da con la mirada y tiene una profundidad que llega hasta lo más insondable del alma y lo más recóndito del espíritu.

O salvoconducto para tomar una mano entre las nuestras, que es la forma más genuina de la caricia. O una licencia para abrazar, la maniobra más efectiva para unir los pedazos de un corazón roto. Porque hay lenguajes del cuerpo que trascienden todos los lenguajes.

Tercero. Un amigo entrañable dice –para casos como el de esta columna y su título– que sale flote mi vocación de sparring, esa propensión a pelear para que otro mejore sin más recompensa que recibir golpes como opositor invisible.

Lo anterior, por supuesto, no alcanza para una disposición permanente al suicidio por mano ajena, sólo una provocación reflexiva esporádica –belicosa si se quiere, una pulsión del pensamiento crítico que siempre será mejor que agarrase a golpes– que espero no se convierta en inmolación.

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Cuarto. El motivo que me lleva de nuevo a exponerme es la polémica alrededor del beso de Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol, a la jugadora de la selección española, Jennifer Hermoso, tras la obtención del título mundial en Australia.

¿Impulso emocional o agresión razonada? Opinar es una moderna y novedosa forma de suicidio social, pero qué carajos, cuando uno tiene más pasado que futuro, madrazos y aplausos se reciben con la misma actitud: usted piense lo que quiera que yo escribo lo que pienso.

No hay quinto malo. En España y en buena parte del mundo occidental, la situación ha dado para todo. La condena social ha sido una cacería mediática que tiene visos de melodrama y película de terror.

Un beso catalogado como violencia sexual, que el acusado ha considerado un pico espontáneo y consentido, dos términos que de entrada encierran una gran contradicción o, por lo menos, un ingenuo contrasentido. Y la mamá de la implicada, califica como algo intrascendente frente al título mundial.

“Que el hecho no quede impune”, ha manifestado la jugadora y el sindicato de jugadores pide la cabeza del calvete que ha dicho que “el falso feminismo es una gran lacra en España”. Y ahí fue Troya. Lacra es un escupitajo. Por supuesto, lo que no se cuenta en los medios ni se ventila en las redes, es que detrás del hecho está la disputa política por un cargo con unas implicaciones económicas y sociales tremendas.

Les va bien entonces a las aves de rapiña y a las jaurías de hienas, propiciar y esperar la muerte del atacado para acceder sin reparos al sanguinario festín.

El escándalo del beso siempre es carroña para los medios. Con este, el ingrediente adicional es la llamada “violencia de género”. Los picos entre Britney Spears y Madona, y entre la reina del pop y Cristina Aguilera, confirman que las ninfas son adorables. Entre Johnny Deep y Jimmy Kimmel, ratifican una amistad sin prejuicios.  

Entre Sandra Bullock y Scarlett Johansson, que ya quisiera era uno ser el labial. Y entre Miguel Bosé y el colombiano Manuel Medrano, un mensaje de amor artístico, según afirmó en su momento el cantante de Una y otra vez.

Todos, besos entre personas del mismo sexo, algunos de los cuales no se han declarado bisexuales u homosexuales. Al fin que –para los dos casos: la elección de su sexualidad o la revelación pública– es su decisión.

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Pero volvamos a la pelota, sin más enumeraciones, pero sí con cifras. En el pasado mundial un medio de Sidney registró 30 casos de jugadoras lesbianas o bisexuales. Y lo hizo para argumentar de manera contundente que señalar a todas las futbolistas como lesbianas, es como asegurar que no hay hombres futbolistas homosexuales.

En los dos vestuarios habrá todavía quienes no se atrevan a salir del closet y eso debe respetarse. Una sociedad llena de prejuicios, manipulada por la tecnología, no es el mejor indicador de equilibrio. Amén de la “demencia libertina” que padece esta sociedad, para evocar la condena al Marqués de Sade.

El pecado de Rubiales fue darle un pico a una mujer (dice él que, con su consentimiento, afirmación que ella ha negado); una mujer que si bien no ha declarado su orientación sexual (no está obligada a hacerlo) es vocera LGBTI+ y tiene gran influencia en su país pues es la goleadora histórica de su selección.

Hay nuevas formas de masculinidad, mucho más afines y respetuosas que el legado patriarcal. Pero también –hay que decirlo sin temor a ser lapidado– equivocadas formas de feminismo que rayan en lo que algunos han llamado ‘hembrismo’.

Es un fenómeno en boga, tal vez ese “falso feminismo” al que se refiere Rubiales con el infeliz adjetivo al final. Mujeres en apariencia empoderadas que basan su vida en actuar como actúa un hombre machista, porque con esa actitud creen reivindicarse.

No, no es imitando a los hombres que una mujer se libera de las formas atávicas del machismo pasado. Es con inteligencia, no con superioridades ficticias ancladas en prácticas culturales también condenadas a los hombres.

El alcoholismo y la promiscuidad –para citar sólo dos ejemplos– no está bien ni para hombres, ni para mujeres, ni para nadie.

Los niños pueden llorar y jugar con muñecas; y las niñas pueden jugar fútbol y con carritos. Los estereotipos nos han hecho mucho daño y siguen haciéndolo. Un vocabulario soez es vulgar en la boca de cualquiera, independientemente de su sexo y sexualidad.

La agresión sexual lo es al margen de quién la ejecute. La agresión física es tan grave como la agresión verbal o psicológica, venga de quien venga. El feminicidio debe condenarse tanto como el masculinicidio o androcidio, aunque el último no tenga aún soporte jurídico.

No es una cuestión sólo semántica, es un asunto social que debe atenderse en aras de la convivencia.

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La sola andanada de insultos e improperios que desencadenará este texto, son una prueba misma de lo que aquí se plantea. Emergerán reencarnaciones de Lilith, de la femme fatal, que fue todo lo contrario de la esposa fiel y la madre abnegada.

La mujer que se rebeló contra Adán, la que lo desafió, la que sólo quería copular encima de él y gustaba de la sangre de los niños y el semen desperdiciado de los hombres. La que tuvo muchos amantes por su sexualidad desenfrenada, ilícita y morbosa; y que la llevó a terminar desterrada a orillas del Mar Caspio al lado de Asmodeo, un monstruo horripilante con lujurioso deseo carnal similar al de ella, con el que se dedicó a engendrar miles de demonios.

¡Habrá algo más machista! Sí, que cualquier género se considere superior a otro en el aspecto que sea.

Ya está bien de tanta satanización. Ya está bien de tanta guerra de sexos. El listado de los futbolistas que se han besado con sus compañeros da para una enciclopedia y no han hecho tanta escandalera. No armen más tormentas en aras del respeto y de la igualdad.

Mujeres y hombres son infieles. Hombres y mujeres maltratan. Mujeres y hombres quieren imponer dominio. Hay buenas y malas personas en los dos sexos y en las múltiples sexualidades. Inventen los géneros que quieran, que cuando de genitalidad y enfermedades se trate irán sólo adonde dos especialistas: ginecólogo y urólogo. Ahí les queda pues. ¡Pasen al festín!

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El zar de Puerto Tejada

A muy pocos les rinden homenajes en vida. A muy pocos los medios de comunicación respetan y consienten. Y uno de ellos es Pedro Antonio Zape Jordán.

El zar de Puerto Tejada
Especial para 90minutos.co

A muy pocos les rinden homenajes en vida. A muy pocos los medios de comunicación respetan y consienten. Y uno de ellos es Pedro Antonio Zape Jordán.

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A Pedro Antonio Zape Jordán le cuesta pararse, poner de pie su humanidad para recordarle a la vida que los robles son mortales, pero inquebrantables en su porte y robustez. Es el peso y el paso de los años que sin embargo no le impiden erigirse como uno de los más grandes arqueros del fútbol colombiano de todos los tiempos. Es de pocas palabras y de muy buen humor. Maneja un doble sentido que, como debe ser, se mueve entre la simpleza y la perversión. Como todas las leyendas vivas, parece más grande de lo que es y a sus 74 años los brazos todavía se le descuelgan de sus hombros como los dos largueros de las porterías que protegió cual cancerbero del infierno durante 22 años, del 66 al 88.

Como en el cuento de Gabo, El ahogado más hermoso del mundo, este hombre desde siempre ha tenido cara de llamarse Pedro, Pedro el grande. Así se llama el documental que le hizo Héctor Fabio Grueso, para rendirle homenaje. Podrá no ser el título más original –así era llamado Pedro I, el zar de la dinastía Romanov de Rusia–, pero es verdad. El que sí es muy original es el nombre de la productora: Grueso calibre. Este hombre nacido en Puerto Tejada-Cauca, estaba condenado a la grandeza en la dinastía Zape. Todos sus hermanos jugaban fútbol y para Pedro Antonio –el más entrañable de ellos, Constantino, ya fallecido–, era mejor que él. Su inspiración. El modelo que quiso seguir.

Por eso, porque no ser creía el mejor, cuando llegó al fútbol profesional no jugaba con el número uno en la espalda, como la mayoría de los guardametas, sino con el 24 o con el 22, o con cualquier número o camiseta que no tuviera dueño. El número nunca tuvo nada de especial, sólo que estuviera disponible. Pedro Antonio no era el más alto, pero sí el más ágil. No era el más fuerte, pero sí el más corajudo para enfrentar a las tribunas del Pascual Guerrero cuando lo silbaban. Afirma sin titubeos que cuando lo ofendían atajaba de todo. Su partido era una lucha aparte contra la dignidad. Jamás sufrió delirios de grandeza y todavía hoy, mira al piso como buscando respuestas ante el que considera un inmerecido homenaje. Tal vez por esa humildad que nunca fue necedad, era un tipo cuya calidad en aquellos tiempos a casi nadie le cabía en la imaginación.

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A él tampoco le cabía ni en la cabeza ni el corazón que el auditorio principal de la Escuela Nacional del Deporte estuviera tan lleno y que tantos amigos del fútbol hubieran acogido el emocionante llamado de la distinción reservada para aquellos que sobresalen de la manada. Varias veces los ojos de los asistentes auscultaron detrás de las gafas del portero, si las lágrimas se asomarían en los ojos algo apagados pero pícaros de un hombre sinigual; o atendieron con sigilo si la voz se le quebraría, pero el arquero estiraba su espíritu con un silencio breve y despachaba la nostalgia con una sonrisa, que es como uno de esos saques que promueve un contragolpe certero, que por supuesto, termina convertido el gol.

Cada vez es más extraño encontrar a una persona a la que todos quieran sin reparo alguno. Hasta sus regaños y ‘putiadas’ en medio del juego y los entrenamientos, se recuerdan con cariño. La mayoría lo considera el número uno. Sí, el mismo que nunca buscó tener en su espalda y ahora porta como estandarte en el espíritu, en el corazón, en el alma, en cualquier de esos lugares intangibles donde se guarda lo que no se puede tocar, pero se puede sentir. Son cosas del alma, dice. Guarda silencio. Parece melancólico. Baja la cabeza. Se acerca el micrófono y remata: “Son cosas de alma, del almanaque”. Como buen humorista, no se ríe. El auditorio estalla en una sonora carcajada.     

A reventar, así estaba el lugar en el que se dieron cita viejas glorias del fútbol. Muchos merecen iguales o mejores homenajes. Le dieron todo al fútbol y éste les devolvió un par de monedas y muchas patadas, algunas de ellas con nombre propio: indiferencia y olvido. Algunos como Jairo el Maestro Arboleda y Ángel María el Ñato Torres se conservan bien, atléticos y con una figura longilínea. Aunque canosos y con los pliegues de la vida como medallas en el rostro. Eduardo Niño, como si no hubieran pasado los años y el Profe Barragán, en lo suyo, el liderazgo. Norman Emilio el Barby Ortiz, Oscar el Moño Muñoz y Pedro Nel Ospina, unos abuelitos adorables que evocan sus años mozos con una picardía apenas comparable con la del ahora reposado Jairo el Tigre Castillo.

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A muy pocos les rinden homenajes en vida. A muy pocos los medios de comunicación respetan y consienten. Y uno de ellos es Pedro Antonio Zape Jordán. Su agilidad ahora es mental y no física. Ya no se abalanza como un felino sobre la pelota, pero sí sobre un suculento sancocho o cualquiera de los platos típicos de su Puerto Tejada del alma, cuyo estadio lleva su nombre. Es otro tributo en vida, otro reconocimiento a su grandeza y a su nobleza. Ni su guayabera azul cielo ocultó su prominente panza, ni su voz la inmensa nostalgia por una vida deportiva que toma visos de leyenda. Una y otra vez aseguró no tener palabras para expresar lo que sentía, mientras su economía verbal sentenciaba sabiduría. Varias veces manifestó no merecer tanto y cada vez que lo hizo el público grito: “Claro que sí y mucho más”.

La suya –como subraya el subtítulo del documental, es una historia de fortaleza y victoria. La primera, una condición menoscabada por los años y los achaques de la edad; pero la segunda, una condición reservada para los elegidos, para los ungidos por los dioses para ganar aun en la derrota, para vencer siempre, incluso cuando la vida de a poco se va yendo y llegará la derrota final a manos de la parca. Pero los ídolos nunca se mueren del todo. Pedro el grande lo sabe y se mofa del comentario de otro grande de los tres palos, Julio César Falcioni: “Estamos viejitos y por eso nos hacen homenajes”. No es sólo por viejos Julio, es por grandes. Y entonces las manos fuertes y firmes que atraparon tantos balones –ahora un poco temblorosas y rígidas- se unen en un acto de sumisión sobre su pecho para agradecer a toda la concurrencia. Gracias a vos Zape por las atajadas, por las voladas, pero, sobre todo, por el pundonor y el arrojo como ejemplos para la vida. ¡He ahí tu grandeza!

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Infómanas y datasexuales

Ni hombres ni mujeres somos imprescindibles. Apenas a lo sumo indispensables y reemplazables en los fugaces instantes de la felicidad. Ni Adanes ni Evas.

Infómanas y datasexuales
Especial para 90minutos.co

Ni hombres ni mujeres somos imprescindibles. Apenas a lo sumo indispensables y reemplazables en los fugaces instantes de la felicidad. Ni Adanes ni Evas.

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“Se desprecia a las mujeres, se les consume, se les desecha, se les estigmatiza,

se les cuelga para siempre al árbol patriarcal y allí se les ahorca”.

Elena Poniatowska

En el primer Diccionario ilustrado de la risa con frases de políticos, machistas, feministas, vivos, tontos y alguno que otro animal, se lee –obediente a los principios de la Santa Madre Iglesia– que Adán es el único hombre verdaderamente imprescindible que ha tenido la humanidad. Y del que todavía no se sabe si tenía o no ombligo, pues si nadie lo parió se elimina de un tajo a la mujer en el proceso de la creación al no haber tenido el primer hombre cordón umbilical. Y de su costilla y la creación de la mujer mejor ni hablar. Todos sabemos que los señores fieles a la cruz y a sus maderos sagrados; y al dinero, son patriarcales hasta los tuétanos, pues la tríada Padre, Hijo y Espíritu Santo; y el cuentazo de la Virgen, son más machistas que todos los hombres del planeta juntos. ¡Dios jamás tuvo mujer!

En el ensayo La puta de Babilonia, Fernando Vallejo –el último genio de Colombia– escupe toda su erudición en contra la sagrada institución: su machismo, su homosexualismo, su esclavismo, su pederastia vergonzante, sus imposturas, su enriquecimiento, sus crímenes, sus contradicciones, sus mentiras y, por supuesto, su misoginia: su aversión a las mujeres a las que relega a un purificado y subordinado papel. Mientras aplica toda su maledicencia y se refiere al Papa como un “marica con sotana” (si su sensibilidad fue herida puede dejar aquí esta lectura y ni se le vaya a ocurrir leer Memorias de un hijueputa), se refiere a las mujeres con un candor apenas equiparable con la aversión que le genera la reproducción humana.

Como buen provocador jamás toma el camino de calificarlas como los seres más maravillosos de la creación, y menos, cuestionar que si no fuera porque para estar en sus brazos hay que caer antes en sus manos, la cuestión con ellas sería más espontánea, tolerable y llevadera. No, eso se entiende porque Vallejo se ha declarado públicamente bisexual, –con sarcástica ironía testifica (término que deriva de testículo) que le gustan los muchachos y los pelaos– y entonces confiesa que al que coincide con él le abre de inmediato un campito en el corazón y le otorga la categoría de poseedor indiscutible de la verdad. Y esa, es una revelación de una ternura inconmensurable. Así sea mentira.     

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Como la de la mujer imán, que atrae pero es incapaz de retener. Porque no quiere –y eso es respetable–, pero también porque a veces no puede –y eso es lamentable–. Los espacios en el corazón son limitados. Y se cansan los ojos de ver tanta desfachatez y los oídos de tanto oír las mismas peroratas sin acciones concretas para avanzar en la vida y el corazón de tanto comprobar que se necesita hacerse el imbécil para ser feliz, asumir un estado de inconsciencia y de silencio para evitar molestar a quien no puede mejorar porque pierde su esencia. Argumento este derivado de la filosofía de WhatsApp, que no sirve para un carajo. O sí, para ocultar el ser en el parecer de las redes. (Insisto, antisociales).

Cuando una sociedad, la mujer o el hombre (incluidas todas las alternativas), tasan su valor social en el cuerpo, la estatura ética queda reducida a prácticamente nada. La pobreza espiritual de esta sociedad se refleja cuando consagra su existencia únicamente a rendirle culto a buscar el canon de belleza impuesto u ocultar sus defectos, bien sea con maquillaje, con cirugías, con ejercicio (que mejora cuerpo, pero no cara), con palabras, con actitudes, o con esa propensión a enviarle mensajes de la conciencia al mundo que sólo revelan las heridas de su inconsciente y las ausencias y vacíos afectivos que llena con cualquier cosa, actividad, vicio o persona. De ahí que una y otra vez se fracase en las relaciones. Ahora bien, alejarse del abismo nunca será un fracaso, pero no intentar construir un puente es de una insensatez suprema.

Coincidiremos eso sí, en que mucho va de Elena Poniatowska a la Bichota y tanto más de Idea Vilariño o Alejandra Pizarnik a Shakira. De Francia Márquez a la Cabal, de María Jimena Duzán a Vicky Dávila e incluso de Catalina Usme a la mayoría de hombres. Hay imanes diferentes y cada quien atrae con fuerzas magnéticas propias. Pero lo cierto es que en tiempos de la virtualidad las relaciones fracasan fundamentalmente porque la sociedad impone comportamientos a través de los medios masivos y las redes que socavan la individualidad. Considerar –demos por caso–, que al igual que los personajes el jet set o los grandes artistas de la farándula, uno puede saltar de cama en cama sin afectar la imagen en su entorno y contexto, es sin duda una expectativa irreal para las mayorías y una situación idealizada por hombres y mujeres que buscan legitimar su promiscuidad.

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Hoy cualquier perico de los palotes o fulana de tal supera con creces las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud que vaya uno a saber de dónde saca sus cifras y dictámenes: “Una persona es promiscua cuando mantiene relaciones sexuales con más de dos personas en un periodo inferior a seis meses”. El que esté libre de pecado que tire…  y bastante, porque ese es un canon de una rigidez impuesta que llega a ser ridículo para todos, por exceso o por defecto. Las redes están llenas de lugares comunes, de infómanas datasexuales –para utilizar dos términos acuñados por el exitoso filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han–, personas obsesionadas con la información que proyecte de ellas una imagen propia ideal que la mayoría de las veces está lejos de su realidad interna y vital.

Si uno se lee Mujeres, Una dama salvaje, y Se busca una mujer, de Charles Bukowski, entiende su realismo sucio, su estilo soez y su exhibicionismo literario. Comprende por qué afirmaba que es posible amar a otra persona si no la conoces demasiado, por qué cuando el amor es una orden el odio se puede convertir en un placer y por qué el amor es una niebla que se quema con el primer rayo de luz de la realidad. Si en cambio lee La mujer, del chileno Isidoro Loi, mientras sonríe se asombra de las injusticias que lo largo de la historia la humanidad ha cometido en contra de las mujeres. Cuando lee El matrimonio, del mismo autor, lo que descubre no son las injusticias, sino las infamias de los hombres.

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Ni hombres ni mujeres somos imprescindibles. Apenas a lo sumo indispensables y reemplazables en los fugaces instantes de la felicidad. Ni Adanes ni Evas. Entretanto el lenguaje se ensaña con la mujer. Un célebre desconocido se refiere a la prensa nacional como “fea, puta y bruta”. Y argumenta: es antiestética, se vende al mejor postor y no sabe que su valor radica en su decencia. ¿Y por qué no referirse al periodismo como feo, puto y bruto? ¿Por qué debe ser ella y no él?

Vale entonces reflexionar en torno de otra acertada definición de Fernando Vallejo: “El amor es una quimera de un sólo sentido como la flecha, que sólo tiene una punta, no dos. ¿Cuándo ha visto usted una flecha que vaya y venga? El amor es para darlo, no para pedirlo. No pida amor. Delo, si tiene. Y si no, pues no”.

Agregaría –para finalizar– que a Dios, como al negro del WhatsApp, el amor se le salió de las manos.

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