Es azabache y curvilínea. De caderas anchas, una cintura algo embolatada y un cuello un toque altanero y exagerado, que culmina con una coronita crispada en los bordes que tapa su deliciosa soberbia. Entrada en años pero -todo hay que decirlo-, moderna y hasta post, pues su muerte se ve lejana, es una viejita pícara y coquetona, incluso tuvo un romance muy sonado -y aun comentado y saboreado- con un ronroneado señor cubano. Su vida ha sido una constante de perturbaciones en la forma, pero no en el fondo, pues sigue impávida e inmodificable, como una estatua de ámbar que rinde homenaje perenne a ciertas palabras de aquella canción funesta de Shakira. Lo de bruta puede discutirse, pero ciega, sordomuda, torpe, traste y testaruda, total. Diosa de ébano cuya fórmula para enloquecer seres humanos es un secreto bien guardado en el aislado congelador del norte: Alaska. Víctima de permanentes acusaciones de las que pareciera salir siempre airosa -y algo victoriosa-, de nuevo ha sido atacada por un ídolo de barro erguido a punta de patadas y dólares.
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Le han dicho fea, es cierto. Nadie es perfecto. Pero ella lo subvierte todo. Han fracasado tanto en la imitación, que la han consolidado en el trono sediento de la banalidad. Claro que también la han traicionado. Ella es poca cosa, pero deliciosa. A veces anda mal vestida. Ha tenido solo once ropajes en esta sociedad donde -según Galeano- importa más el envase que el contenido. Casi una docena de fieles apóstoles a su eterna y variante sabrosura. Le gusta tanto a ella la botella, que de su pico no se desprende ni un mico. También es una chica plástica, de esas que veo por ahí, de esas que cuando se agitan sudan… no, qué pena, no es Chanel number three, sino gotas de frescura mamá. (Disculpa Rubencito). Ya es un clásico la película que la convierte en tótem de unos negritos africanos en pelota. ¡Dije pelota! Pero por Dios, si era de eso que quería hablar. Bueno, escribir. Tampoco de eso, sino de ese, del que la corrió, del que la hizo a un lado por tóxica y dañina.
Acusada de todo, pero deliciosa, famosa y apoteósica. Ella es una negra delicia y una contradicción femenina sinigual. La única fémina que no llama la atención ni gusta cuando está caliente. Guácala. ¡Calculen sino será diferente esta soberana! Llena bobos y enreda ignorantes que no saben de cosa buena. Cuando entra en calor hay que enfriarla –no un rato, sino mucho- para poder degustarla y disfrutarla en el desierto ardiente de las avideces. Parada o acostada. Cubierta o destapada. Sola o acompañada. Y si la muerte es el hielo, pues que venga la parca y suene el tintineo de copas y ella entre las rocas, se vuelva loca y llegue la coca, para que la cola complete esta afloja tornillos, burbujeante y chispeante, brumosa y espumosa llamada Coca-Cola, a la que Cristiano Ronaldo ultrajó como a ninguna. Disculparán ustedes si me atreví algunas metáforas, pero no se puede hablar directo de quien da chispa a la vida. ¡Salud! Y no Hernández.
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Ella será lo que sea -y lo es, eso lo sabe todo el mundo- pero multiplica por mucho la inigualable sensación de calmar la sed o pasar alguno de esos manjares anti fitness, a los que llaman comida chatarra y tapona venas. Esos ríos de grasa por donde fluyen felices esos veleros llamados triglicéridos y colesterol, que nadan a bloquear en primera línea, todas las vías por donde chorrea esa vida saludable y sin sabor que pregonan vegetarianos y veganos. Ella explota. No falta quién la acuse incluso de ser impotable. Pero, no se puede acompañar una empanada con jugo de guanábana. ¡Jamás! Es un exabrupto. Un atentado al buen gusto. Una oda a lo desagradable. En suma, una pareja condenada al fracaso, al embrollo y la pesadez, el cólico y el sanitario. O una hamburguesa con aguadepanela. Un encuentro tortuoso y siempre peligroso entre el primer y el tercer mundo. O una pizza con jugo de tomate de árbol. La traición suprema al paladar. O las inefables papas a la francesa acompañadas con jugo de maracuyá. O un perro caliente con soda fría. Una chuleta, un chicarrón, un chorizo, un pollito asado, una lechona, una marranita, una rellena, un mondongo… En fin, hay bazofias que solo pueden acompañarse con Coca-Cola.
Pero volvamos a la multiplicación por muchísimo de tenerla a ella y degustarla, de dejar que mane por la garganta como una daga fresca y liberadora que lo destraba todo. Nada tiene ella que ver con la estética, sino con la libido, puesto que resulta difícil verbalizar y definir ese no sé qué estremecedor que hace sentir, aunque tengamos la certeza de su malignidad. Ella es solo agua, colorante, ocho cucharadas de azúcar, gas y toneladas de publicidad es cierto, pero acaso alguien puede negar el asomo de llanto que producen sus burbujitas en la garganta y que terminan en un eructo etéreo. Es el clímax de una exhalación de pasión sin límites. Regoldar es casi un orgasmo del gusto que satisfecho agradece. Hasta la mujer más bella sucumbe a esa sonora emisión resultante de la ingesta de gases que se quedan en el esófago, para luego volver al reino de la naturaleza a la que pertenecen.
Podrá ser muy CR7 pero tal vez desconozca las maravillas del CO2 sobre el trigémino. Yo las supe gracias a un gran amigo, Julio Cesar Londoño, y usted las sabrá si lee su espléndido y breve texto: Coca Cola, ácaros y lápiz labial. El dióxido de carbono produce en las terminaciones nerviosas de la lengua una sensación similar a la de esos ladinos mordisquitos en la lengua que ablandan voluntades femeninas y endurecen bríos masculinos. Ella nació como un jarabe para “blanquear los dientes, limpiar la boca y sanar encías delicadas y sangrantes”, que contenía cocaína y otras porquerías, todos sabemos resultó inútil, pero acusarla de la obesidad del mundo, tumbar el óxido, limpiar la sangre del asfalto, destapar el sanitario, despegar chicle del cabello y hasta utilizarla como pesticida, es un injusticia solo comparable con las exageradas bondades que se le endilgan al agua embotellada.
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Los come sano están de plácemes. Cristiano Ronaldo quitó dos Coca Colas de la mesa (por lo menos del encuadre de la cámara), blandió una botella de agua y el mundo de nuevo se rindió a sus pies. El mercado bursátil se estremeció y nadie en el planeta fútbol ahora ama la gaseosa. No es para tanto. Médicos y científicos lo han dicho hace décadas. Es mala, pero similar al cadáver exquisito. Si algo tiene la vida de maravilloso, es poder escoger de qué morirse. Y si de algo hemos de fallecer, pues vámonos enfermando dice un amigo que remata su sentencia filosófica con un “bebamos que donde nos van a enterrar no hay agua”. Si atendiéramos todas las recomendaciones de malas ingestas moriríamos de inanición.
El agua embotellada es una de las mayores estafas del capitalismo mundial. Lo de los ocho vasos diarios no tiene ningún respaldo científico y más bien sí, una denodada estrategia publicitaria. Se compran un millón de botellas cada minuto en el mundo. Una botella vale 7.000 veces más que la misma cantidad que usted puede sacar de su grifo y beber tranquilo. Y cuesta más que un galón de gasolina. Sus botellas contaminan más la tierra, que la Coca Cola a nuestro organismo. CR7 es una máquina de hacer dinero, de modo que esa pudo haber sido otra jugada en su tablero de dólares que aprovecha la moda absurda y esa obsesión demencial de beber agua embotellada a toda hora. Dejémonos de pendejadas y que cada quien ‘jarte’ y ‘chupe’ lo que quiera y pueda. Usted se gastó hoy duchándose, toda el agua que consume un etíope en un mes. No se las de santurrón. Ya bastante grande es la cola de acusaciones a la negra, que no hace más que saciar la sed de cualquier amante. ¡Buen provecho!
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