¿Ustedes recuerdan la Operación Cóndor? Pues bien, todo lo que está pasando en Latinoamérica me la recuerda. Por aquellos años Estados Unidos impuso dictaduras en varios países. Ahora impone presidentes interinos (Juan Antonio Guaidó Márquez en Venezuela, Jeanine Áñez Chávez en Bolivia, etc.) y supuestos ‘gobiernos alternativos’ para reemplazar democráticos a los que llaman “dictaduras”. Aunque debe reconocerse que la palabra preferida de cualquier oposición es esa: dictadura. Se tergiversa información y se manipula como nunca. Lo de Cuba y Venezuela es el mismo libreto: bloquean un país y lo llevan a la miseria en compañía de sus élites privilegiadas e históricas; y después quieren intervenirlo ‘humanitariamente’ para salvarlo. ¡Hombre por Dios!, es cuestión de analizar un poco. EE.UU. no tiene amigos, solo intereses económicos y socios.
El Plan Cóndor –basta echarle un vistazo en san Google-, también conocido como Operación Cóndor, fue una campaña de represión política y terrorismo de Estado respaldada por Estados Unidos que incluía operaciones de inteligencia y asesinatos de opositores en el llamado ‘Cono Sur’ de su ‘Patio Trasero’. (Disculparán ustedes tantos lugares comunes, pero Latinoamérica no es más para ellos). Por supuesto, todas eran operaciones encubiertas en las que los sistemas de seguridad e inteligencia (sí, así se hacen llamar) de los países ‘intervenidos’, brindaban información sobre focos subversivos, pues el Tío Sam no quería ver repetido el modelo cubano. Solo su idea de desarrollo, promovida por el presidente Harry Truman en 1949, que era otra más en la histórica lista de imposiciones.
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La cuestión se basaba en una estrategia escalofriante: Estados Unidos imponía las dictaduras en Chile, Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia y Uruguay; al tiempo que ejercía terrorismo de Estado contra los opositores de izquierda para imponer su modelo económico. En Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela también se violaron Derechos Humanos, pero las oligarquías blindaron sus gobiernos de bolsillo. Eso no cambiado de forma sustancial, por lo menos en la bananera Colombia. Corrían las décadas del 70 y 80 y los vientos de la Guerra Fría literalmente congelaban cualquier otro modelo que no fuera el de los EE.UU o la U.R.S.S. los dos elefantes que luchaban mientras sufría la hierba. Sobre ese tema, los dictadores tropicales y sus absurdas y sanguinarias medidas aupadas desde arriba, gira El otoño del patriarca (1975), una novela de GGM que muy pocos valoraron en su momento, pues estaban encandilados con Cien años de soledad (1967).
En los llamados “Archivos del Terror” hallados en Paraguay en 1992 se registra la cifra de 50.000 personas asesinadas, 30.000 desaparecidas y 400.000 encarceladas, en tiempos de ejecución de la Operación Cóndor. Colombia, entre tanto, -en uno de los casos más extraños de dictaduras en el mundo- había tenido a Gustavo Rojas Pinilla en el poder (único dictador en Colombia en el siglo XX entre 1953-1957), un militar puesto y depuesto por los dos partidos tradicionales –conservadores y liberales- que bañaron la nación con sangre y no han asumido ni asumirán su responsabilidad histórica al respecto. (300.000 muertos en la época de La Violencia bipartidista son el cálculo más bajo). Por lo que para ese momento en Colombia el Plan se ejecutó con la anuencia de ‘supuestas’ democracias plenas. Valga recordar que en nuestro país (y es dato de la Comisión de la Verdad) los desaparecidos suman más que en toda las dictaduras latinoamericanas juntas, más de 100.000.
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De modo que lo que ha ocurrido en las décadas recientes (para no extendernos tanto) en Venezuela con el ascenso de Hugo Chávez al poder, su muerte y la llegada de Nicolás Maduro; en Colombia con la consolidación de la derecha con Uribe, Santos y Duque, cuestionada por oscuras financiaciones, corrupción y el crecimiento de la izquierda en las urnas con Carlos Gaviria y Gustavo Petro; en Ecuador el fenómeno Rafael Correa, que si bien fortaleció la educación y la economía, fue perseguido hasta el exilio y de nuevo llegó la desestabilización a la vecina nación; en Perú, una inestabilidad que apenas hace unos días con el triunfo aun no reconocido por todos del socialista Pedro Castillo, pareciera borrar la sombra nefasta de la casta Fujimori; en Bolivia, una transformación que la convirtió en una de las naciones con mayor desarrollo de la región pero que cegó a Evo Morales a una transición democrática que permitiera seguir el avance, ahora con la continuidad en cabeza de Luis Arce; en Chile, Argentina y Uruguay, el regreso de derechas moderadas; y en Brasil, un Bolsonaro asquerosamente ‘facho’, son caldo de cultivo para nuevas intervenciones de los señores de la bandera con trece barras y cincuenta estrellas.
Estados Unidos suele vendernos la idea de cambios quiméricos que beneficiarán a Latinoamérica –ojalá ocurra pronto-, antes con Obama o ahora con Biden, pero en el fondo todos deben actuar en algún momento como Trump, porque el sistema los obliga. Allá también han padecido la reelección y la manipulación de votantes es un hecho irrefutable, pero no lo es menos que la xenofobia y otros virus están presentes en los millones de seguidores del rubio y misógino magnate. Una actitud que por ejemplo se podría explicar con los guiños del actor, productor y director Mel Gibson, a esa política racista hasta los tuétanos e incluso antisemita. Reconocido entre otras por películas como Corazón Valiente (1995), El Patriota (2000), La pasión de Cristo (2004) y Apocalypto (2006), -además de sus cintas de acción-, y donde destaca valores como la independencia, la lealtad, la bondad, la abolición del dominio, la esclavitad y la injustica, sus declaraciones públicas suelen ser contrarias, políticamente incorrectas, porque una cosa en la fórmula para triunfar el Hollywood y otra, muy diferente, defender los Derechos Humanos. Business are business.
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Estados Unidos no soporta la ‘dictadura’ de Daniel Ortega en Nicaragua, que derrotó a la saga dictatorial de los Somoza que tuvo siempre el aval de la Casa Blanca; pero tampoco el gobierno progresista de Andrés Manuel López Obrador en México. El primero es un peligro para sus intereses; y el segundo, también. Peor aún, el bienestar de los mexicanos le quitaría a USA una de las fuerzas laborales más grandes de su economía. Nadie se iría tras el mal llamado ‘sueño americano’, una pesadilla de la que solo los despierta el precio de dólar que sobrepasa las devaluadas monedas latinas, que sus grandes entidades multilaterales han llevado a tal estado de postración. Pero la desvergüenza es lo ocurrido en Haití y en Cuba. La potencia, que se cree y actúa como el policía del mundo, se ha negado a intervenir humanitariamente en el país más pobre del hemisferio tras el asesinato de su presidente, Jovenel Moïse, pero quiere intervenir en Cuba, llevada a la miseria por ellos mismos, dizque para “salvar a su pueblo del estallido social provocado por la dictadura”.
Ya es legendaria la sentencia sobre un dictador nicaragüense que se le atribuye al presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt: “Será un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Está claro entonces que a EE.UU. no le importa lo que ningún hijueputa haga con su pueblo, sea de la izquierda o de la derecha, dictador o demócrata, del centro o de la periferia política, siempre y cuando no afecte sus intereses comerciales y capitalistas, como líderes del Primer Mundo, con China y Rusia respirándoles en la nuca; sin atender el Segundo Mundo que son los países socialistas, casi extinguidos por sus acomodadas interpretaciones teóricas; ni del Tercer Mundo donde caben todos los que las dos categorías anteriores excluyen y que ellos invaden ‘intervienen’ cuando pueden.
El símbolo de la espiritualidad andina está herido hace décadas, siglos incluso, y al borde de la extinción. Él no dice nada. Carece de laringe y por eso no emite sonidos. Pero ya nunca será posible otra Operación Cóndor, por lo menos que no tome menos tiempo descubrir.
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