Ocurrió en el mismo espacio en donde un rayo letal fulminó a Herman el Carepa Gaviria y dejó agonizante a Giovanni Córdoba, quien moriría tres días después en la Clínica Valle del Lili: la cancha número dos de la sede del Deportivo Cali en Pance. Sobre ese mismo terreno vi caer crucificado a Mayer Andrés Candelo García después de eludir a todo el equipo contrario en un entrenamiento -incluido el arquero-, no anotar, y devolverse hasta el centro de la cancha con el balón adherido a su pie izquierdo, esquivando piernas; y también brazos y manos que intentaban agarrarlo para detener la humillación. Y luego caer muerto de la risa, exhausto y sin aire ni siquiera para una gran carcajada, con los brazos abiertos y los ojos cerrados, en la circunferencia central del lugar donde siempre fue feliz: el mediocampo.
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Mayer era un prodigio. Lo fue desde siempre. Era un chiquitín bembón, con un bigotico incipiente y el corte zeta que le daba esa apariencia de parcero que en Cali puede ser apreciable o despectiva, según el anacrónico estrato socioeconómico en el que se viva, se haya nacido o se esté de visita. Proyectaba una apariencia de seriedad por el fútbol que desplegaba, pero era un recochero irredimible en los camerinos o en los viajes. En la cancha era uno de esos malandrines a los que en el juego se les nota la calle, el barrio, el mangón, el potrero, toda la picardía que se necesita para divertir, toda la plasticidad que se necesita para bailar salsa y todo el olfato que se necesita para tener ojos hasta en la espalda y sobrevivir.
Su imagen, su corte de cabello, su forma de vestir, su voz, sus expresiones, todo venía de las raíces de la cultura popular, de la esencia de la caleñidad. Tal vez por todo eso –y porque el humor siempre echa mano del lenguaje- muy pronto a Mayer le cambiaron el Candelo, por Prendelo. Esa afinidad con el fuego abrasador de su presencia en la cancha, con la llama doble y eterna de su circunspección y su mamadera de gallo, con la purificación que emana de la candela, con la ritualidad sacra pero también pagana de la combustión divina; y, por supuesto, esa orden perentoria del marihuanero caleño, se fusionaron para rebautizarlo sin que nadie pudiera -por lo menos en Cali- volver a tratar serio su primer apellido. Y ojo que es Prendelo y no Préndelo, como se diría en cualquier otro escenario lingüístico.
A Mayer Andrés eso le resbala. Como le resbaló siempre que le dijeran cuando era un ‘pelaíto’ del barrio Bretaña que no tenía cuerpo para llegar al profesionalismo. O esas piernitas en forma de alicate flacuchento que acaso desde Garrincha fueron sinónimo de regate endiablado y gambeta embrujadora. Su dominio del esférico y la precisión de sus pases es la del diez histórico, del calidoso que si es zurdo mejor, del tipo que levantaba la cabeza y tenía la visión periférica de la cancha, del que no marcaba ni un cuaderno porque su tarea era poner a jugar a los demás, poner a ganar al equipo y deleitar la retina de los espectadores. Una especie de pequeño rey, de monarca de casino, que enfundado en la camiseta con el número diecisiete, pero jugando de diez, repartía juego con elegancia y algo de soberbia.
Ya no hay muchos de esos. Escasean. Ahora lo que abundan son dizque atletas polifuncionales. Jugadores que crean, que marcan, que anotan, que destruyen, que hacen de todo y a los que casi no se les ve nada. Cuando Mayer nació -en 1977- el Deportivo Cali era una tromba conducida por Carlos Salvador Bilardo. Un equipo inolvidable que al año siguiente sería el primer subcampeón colombiano de la Copa Libertadores de América. Zape, Miguelito Escobar, la mosca Caicedo, Umaña, Landucci, la tortuga Otero, Scotta, el tigre Benítez, Ángel María, el cococho Álvarez y el pecoso Castro… quien lo haría debutar en 1996. Jugó en once equipos, cinco de ellos extranjeros: en Perú, Chile y Argentina. Levantó seis títulos y hoy carga a cuestas dirigir la peor campaña del Cali en los últimos 25 años.
Candelo es el último gamín del fútbol profesional colombiano. Sí. Gamín. Leyó bien. Y no por su apariencia o su forma de hablar. Y menos porque reconozca haber sido vago y desordenado en su juventud temprana. Sino por la calle que desplegaba con su fútbol. En el Cali coincidió con otro igual –o peor, o mejor- Arley Betancourt. Un par de gamines del fútbol, que más que una ofensa, en Cali es un tributo a quienes llevan el fútbol a una expresión sublime de las barriadas empobrecidas que pueden encontrarse en cualquier lugar del mundo. Jamás fue un miserable y menos un muerto de hambre. Nunca. El Bretaña es un barrio popular. De los viejos, como Junín, Aranjuez y Belalcázar, que no cayeron en desgracia como el Sucre o Guayaquil. En Bretaña vivía con sus papás, pero en el sector de La Luna se parchaba con sus abuelos, más bacanos y permisivos.
El Bretaña fue y es un barrio de náufragos sociales. De gente que llegó arrojada del campo por la Violencia y comenzó a gestar su futuro en medio de lodazales. De ahí que Mayer haya crecido en un espacio cuyo pasado de marginalidad encierre algo de rabia y de rencor, convertidas en fuerza y valor en el fútbol callejero. Un peleador de barrio, sudoroso y suspicaz, astuto y temerario, que lo desafiaba todo y a todos en la cancha, hasta caer rendido sólo ante su majestad el fútbol. Con uno o dos jugadores de su calidad el Cali saldría de semejante debacle. Levantaría la cabeza y desplegaría buen fútbol y goles. Se agarraría el equipo de los barandales de la historia reciente para rendirte homenaje y tributo a este gran gamín, a este portento del juego, a este carasucia tropelero y perspicaz.
No siempre el gran jugador es técnico exitoso. No siempre el destino cuelga medallas en el pecho de quienes en un mismo escenario asumen diferentes roles. No siempre coinciden en un ser el virtuosismo de hacer y el de enseñar, liderar, transmitir o comunicar. Puedo enseñarte a volar, pero no seguirte el vuelo, canta el genial Alfredo Zitarrosa. No siempre el camaján que con astucia sabe sacar provecho para sí de una situación, puede hacer lo mismo para los demás. Mayer asume con estoicismo su responsabilidad. Hay destellos del buen fútbol en el onceno verdiblanco, pero no de resultados. La crisis financiera rueda como una pelota… pero de nieve. Le tocó bailar con la más fea, con la tragedia.
Debe ser muy triste para un héroe acostumbrado a la gloria descender al plano terrenal de los malos resultados. Ojalá le vaya mejor. Ojalá le ponga otro efecto al equipo. Ojalá recuerde esa finta bautizada como “la pascuala” y se reinvente otras jugadas. Ojalá el cuadro azucarero no deba probar el sabor amargo del descenso. Pero ojalá significa Dios quiera y todos sabemos que a Dios no le gusta del fútbol. O, por lo menos, no anda haciendo milagros en cada partido por el sólo hecho de que unos hinchas mendicantes se lo imploren. Ahora es cuando el gamín debe sacar su casta y hacer de lo aprendido en la calle su estrategia para sobrevivir.
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