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La arrogancia de las ‘vacas sagradas’

Cuando se escribe y se publica, el sometimiento al escrutinio es inexorable. Y, en consecuencia, también a la crítica, por lo que deben recibirse con beneficio de inventario tanto los aplausos y los abrazos, así como los madrazos y escupitajos.

La arrogancia de las ‘vacas sagradas’
Especial para 90minutos.co

Cuando se escribe y se publica, el sometimiento al escrutinio es inexorable. Y, en consecuencia, también a la crítica, por lo que deben recibirse con beneficio de inventario tanto los aplausos y los abrazos, así como los madrazos y escupitajos.

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Escribió el eminente George Steiner que una de las grandes arrogancias culturales de los judíos es que es casi posible definirlos como aquellos que siempre leen lápiz en mano porque están convencidos de ser capaces de escribir un libro mejor que el que están leyendo. El autor de Pasión intacta (1997), se refiere al judío como su “pequeño y trágico pueblo”; y en un atrevimiento del tamaño del universo me permitiré tomar prestadas sus palabras para referir la actitud de ciertos profesores y escritores caleños que seguro no han comprendido que un intelectual es apenas alguien que lee con un lápiz en la mano, para recoger sólo la mitad de la sentencia leída en medio de los diecinueve magníficos ensayos que componen el libro aludido.

Cuando se escribe y se publica, el sometimiento al escrutinio es inexorable. Y, en consecuencia, también a la crítica, por lo que deben recibirse con beneficio de inventario tanto los aplausos y los abrazos, así como los madrazos y escupitajos. Lo escrito, de muchas maneras, ya no nos pertenece y como afirmó Susan Sontang, otra mente brillante de origen judío, “aunque me lleve y me contenga, aquello sobre lo que escribo es diferente de mí”. Si bien hablar de los propios libros es peor que escuchar a esas señoras que hablan sólo maravillas de sus hijos, una incómoda situación en medio de un conversatorio al que fui invitado para hablar de Si en Nueva York llovía en Cali no escampaba. Migración, salsa y caína (2022), obliga.

Respondo cada que me preguntan cómo surgió la idea de escribir este libro, que el trabajo recoge la experiencia de dos viajes realizados a Nueva York -y a otras ciudades de los Estados Unidos- con la intención de explorar un tridente que sirve de subtítulo al texto y contar de primera mano una primera visión e intención que surgieron con el acercamiento a otros dos libros y autores: La salsa en tiempos de nieve. La conexión latina Cali-Nueva York (1975-2000) del profesor Alejandro Ulloa Sanmiguel; y Allende el mar: crónicas migrantes del también profesor Oscar Osorio, los dos de la Universidad del Valle. Lo anterior no supone una validación absoluta de sus contenidos, sino más bien unas referencias que de hecho luego llegaron a convertirse en fuentes testimoniales. Decir lo contrario, es vana especulación.

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Que me absuelvan los aludidos de ser condenado a las catacumbas del rechazo por osar controvertir su abominable veneración absoluta a personajes relacionados con la salsa, pero en esta Cali convertida -por cuenta de las industrias culturales y sus estrategias de mercado- en ciudad mercancía, ni la salsa ni sus prácticas son lo que eran antes. Y no se trata ojo, de una superficial mirada nostálgica, de querer que nada cambie y todo siga igual, o desconocer la tradición y los aportes, sino de reconocer que, con esta explosión circense, turística y mercantil, alejada de la espontaneidad del barrio que apropió melodías e historia, cadencias y ritmos para elaborar nuevas prácticas culturales, hoy convertidas en simples espectáculos, no se va en contra de la ciudad, al contrario, se procura una nueva visión de la misma. Hay un pequeño y trágico grupo de seres anclados al pasado y a su protagonismo, que pareciera negarse una realidad insalvable: ya no es, ya no son.

Acercarse a un espacio físico, histórico y cultural para conducir al lector por una realidad pasada y confrontarla con las realidades actuales de Nueva York, una ciudad monstruo de más de 20 millones de habitantes donde los caleños se las ingeniaron para construir un pequeño ‘Cali York’ en Queens, a través de la crónica como género que humaniza, no es un tratado de historia o geografía y menos una investigación etnográfica, antropológica o sociológica al compás de salsa, sino un ejercicio de periodismo literario que pone al servicio de la reportería las técnicas de la literatura para hacer más ameno el cuento, menos acartonado que esos libros a los que sólo acuden los ácaros y el comején en los vetustos anaqueles de las lóbregas bibliotecas universitarias. Esta saga de relatos breves en la que se vuelca un torrente de sensaciones de aquellos que migraron de Cali en búsqueda del Sueño Americano y se encontraron en la Gran Manzana con una bonanza producto del narcotráfico, no es una condena ni un señalamiento, menos una sentencia inexorable. Solo la edición de unas voces nostálgicas que me contaron su sentir.

Comprendo que hay cierto desdén con el periodismo y algún tipo de aberrante exclusión con la investigación que este oficio demanda, entre quienes no la reconocen ni validan y en cambio sí, dan por sentado que lo erudito por experiencia o vivencia y lo académico por definición, son más que cualquiera otra consideración narrativa. Debo decirles que no. No señores. El tiempo de las vacas sagradas ha pasado. Ellas pueden pastar, rumiar, bramar y cagar todo lo que quieran, pero hay otras voces que pueden expresarse diferente en torno de un fenómeno que se ha trasformado, que ya no es el mismo, que como todo enfrentó los rigores del cambio social y de las dinámicas de las sociedades.

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Se publica para ser leído, sin que sea condición padecer el ególatra síndrome del aristócrata británico Benjamín Disraelí que afirmaba: “Cuando necesito leer un libro, lo escribo”. Narrar con la naturalidad que suelen tener las historias referidas por las personas cotidianas, sin títulos ni reconocimiento, sin reservas ni prejuicios, fastidia a quienes sólo avalan lo propio, lo académico, lo ilustrado, lo decimonónico, en suma, a quienes no han abierto ni sus ojos ni sus oídos a otros testimonios, a quienes no han pegado el salto poscolonial que permite decires diferentes sobre lo mismo, porque hay quienes aún velan por sostener unas identidades impositivas. La pulsión periodística enciende el fuego de la narración que habita unas historias que no son propias, pues después de escuchar las experiencias de tantas personas, a lo sumo el escritor articula a ritmo tal vez trepidante unas representaciones que ya no son, ni deben ser, comunes.

Hablar mal de un libro que no se ha leído es como hacer lo mismo de una persona que no se conoce. No reconocer el influjo del narcotráfico -que lo permeó todo en este país, pero sobre todo en Cali- en el circuito salsero, es tan absurdo como deliberado. Desconocer que varios de sus protagonistas se lucraron desde diversos escenarios con sus dólares y ayudaron a instalar en el colectivo ciertos aspectos de la identidad caleña, no es sólo injusto sino temerario. Por suerte la vida de los libros es más larga que la de los seres y el tiempo dirá que esta visión que puede si se quiere asumirse como desafío, es apenas un auténtico intercambio de testimonios y letras con caleños que siguen en la Capital del mundo, evocando la Cali convertida en museo vivo de la salsa. Contario a los principios de la naturaleza, señores, el vil metal es menos duradero que la palabra, más fuerte y eterna si logra pasar de la fragilidad del papel a las fibras del corazón de un lector, que a la cabeza enmarañada de un intelectual con intereses. ¡Judíos!

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Armando exposición

Pocas veces un nombre representa tanto y con tanta exactitud a una persona como Armando Rojas Flórez. Va Armando su vida en torno de la captura de instantes con una cámara fotográfica, porque considera que sólo con ella se le arrebata a la muerte aquello que no podemos controlar.

Armando exposición
Especial para 90minutos.co

Pocas veces un nombre representa tanto y con tanta exactitud a una persona como Armando Rojas Flórez. Va Armando su vida en torno de la captura de instantes con una cámara fotográfica, porque considera que sólo con ella se le arrebata a la muerte aquello que no podemos controlar.

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Pocas veces un nombre representa tanto y con tanta exactitud a una persona como Armando Rojas Flórez. Va Armando su vida en torno de la captura de instantes con una cámara fotográfica, porque considera que sólo con ella se le arrebata a la muerte aquello que no podemos controlar. No se le puede quitar todo a la parca claro, pero si con mucha sutileza y nostalgia la fotografía nos deja arañar algunos instantes de inmortalidad. Vive Armando relatos visuales a partir de las imágenes que su ojo mente –y la extensión del mismo, la cámara–, encuentra por ahí en la realidad a la que le toma el pulso. Sus fotos palpitan y hacen que la sangre entre en ebullición. Pueden ser de cualquier color, pero son Rojas, porque la pasión que le imprime a su trabajo y la que éste transmite, son su legado emocional, su transmutación vital, el lugar donde su memoria y su imaginación de funden. Su Flórez es con zeta, pero representa belleza, delicadeza y la certeza de que –en lo profundo de sus raíces–, como las flores, conserva la luz.   

Es viejo desde muy joven y ha debido soportar el chiste flojo de que es la cabeza más brillante de la fotografía, de la docencia, de la familia… de lo que sea. Es calvo y el poco cabello que corta al ras está plateado por las canas y rodea su base craneal. Sobre su frente resplandeciente reposan sus gafas al mejor estilo de los abuelos resabiados y de las abuelitas sabias. Es trigueño, con un bronceado eterno producto no sólo de su mestizaje sino del trabajo de campo. Siempre con chaleco, listo para la batalla de la calle, del caminante. Sus muñecas están forradas con manillas multicolores que hablan de cierto misticismo indígena o acaso de algún vestigio hippie. Su hablar es algo atropellado, trémulo siempre de emoción, apasionado por lo que hace y queriendo con el decir abarcarlo todo. No sabe tal vez que sus fotografías hablan por sí solas y que su dedo índice cuando oprime el obturador también activa su lengua, su emocionante racionalidad.

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Son 44 fotos. 44 jeroglíficos que cada quien interpreta desde su visión y sensibilidad. 44 razones para florecer y pasar por las dos estaciones de su exposición en la biblioteca de la Universidad Autónoma de Occidente: el color y el blanco y negro, con técnica infrarroja. Reconocido por Kodak Latinoamérica con sede en México, como el único colombiano que la ha trabajado desde 1.989 hasta la fecha con notable éxito, haciéndolo merecedor de premios en Inglaterra, España, México y Colombia. Asegura que se necesita una dosis de locura para soportar tanta realidad y muy probablemente se necesite otra como espectador para comprender que detrás de cada fotografía hay además de una historia, un concepto; porque una foto no se toma, se hace, se vive. No es simple intuición, sino conocimiento aplicado. La cámara únicamente es el instrumento a través del cual se expresa la mirada interna e intimista del mundo, las respuestas de la vida.

Lleva 29 años en la UAO como profesor, por supuesto de Fotografía y sus alumnos lo califican como un fotógrafo vehemente, un profesor sin límites en la tarea de generar interés por la materia y un ser que contagia positivismo. Ha dictado clase y talleres en la mayoría de universidades de la ciudad, en la que comenzó a estudiar y cuyos saberes que no cesan complementó en Inglaterra donde estuvo cinco años, a finales de los 80’s y principios de los 90´s. Cuando llegó de nuevo a Cali consiguió trabajo y esposa en Bellas Artes. Conny, es artista plástica, diseñadora gráfica y madre de sus tres hijos: Samuel, graduado en Diseño de la Comunicación; Santiago, bailarín clásico; y Alejandro, “el único cuerdo de la familia”, que estudió Mercadeo y Negocios. Son sus mejores obras, pero con el que danza ha tejido una conexión tremenda entrelazada con los hilos invisibles y potentes del arte. En la exposición hay unas fotografías experimentales impresionantes junto a él y con él; y el único fotomontaje que se atrevió porque la realidad no le era suficiente para expresar todo lo que sentía. No en vano imagen e imaginar tienen la misma raíz etimológica: imago, que significa retrato.

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El ala izquierda de la exposición, es la del color; aunque paradójicamente trate sobre aquella parte sombría que han dado en llamar la ‘Colombia oculta’, la nación marginada por el terror, la patria atribulada por la violencia: el campo, la ruralidad. Espacios y bellezas que la guerra no dejó ver por un buen tiempo, que estuvieron ocultos a los ojos de quienes desde las ciudades veían cielos distantes y plomizos, campos donde llovía plomo, que se encharcaban de sangre y que se inundaron de miseria. Son postales con las heridas del Páramo de las Hermosas, llenas de luminosidad y esperanza; con las grietas compasivas del Páramo de las Domínguez, que con su paisaje bucólico invita a la contemplación y el deleite; con el cerebro y el corazón del fotógrafo alineados con las huellas preciosas que gritan lo vivido y padecido por las personas –y también los lugares– en los límites entre Valle del Cauca y Tolima.

El ala derecha es la del blanco y negro, algunas de ellas en técnica infrarroja, que permite fotografiar uno de los espectros lumínicos invisibles al ojo humano. Una vaina que los mortales sólo habíamos visto que utilizan los militares y los francotiradores en las películas de acción, para ver y acertar en la noche. El blanco y negro invita a interpretar. Hay una fascinación por el pasado en la fotografía en blanco y negro, pero es más grande todo aquello que invita a pensar, a sentir, a evocar lo que sus tonalidades sugieren. El color es la realidad, pero el blanco y negro es la historia toda en una foto. Registro y trashumancia a otros espacios que trascienden lo físico. Algunos desnudos donde la belleza no está en las formas convencionales del cuerpo, sino en la contemplación estética. Amazonas con toda su grandeza y su reserva selvática y cultural. Haciendas fantasmales. En suma, un blanco y negro muy variopinto.       

Es aliado de la tecnología, un convencido del privilegio de tantas y tan trascendentales transiciones generacionales capturadas con la cámara. Eso le permitirá morir tranquilo, asegura. Ha sido el fotógrafo de más de una veintena de libros. Sin ambages afirma que la fotografía comercial es la que le da para la papa, y que la artística le otorga premios y satisfacciones espirituales, le alimenta el buen ego y el brío para no desfallecer. Una es trabajo y la otra trascendencia. Realidad y reflexión. Vida y eternidad. Evidencia y esencia. Expondrá en Cali con la Secretaría de Turismo y adelanta contactos con varias ciudades europeas: Frankfurt, Berlín, Madrid, París y Londres… para seguir Armando exposiciones.

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La Colombia afro no se puede quedar en el atraso

El Plan Decenal ha logrado entre otras, la visibilización de la riqueza y biodiversidad de la cultura afro y su aporte al patrimonio inmaterial, como el Plan de Salvaguardia de la partería y el plan de marimba y música, la gastronomía.

La Colombia afro no se puede quedar en el atraso
Especial para 90minutos.co

El Plan Decenal ha logrado entre otras, la visibilización de la riqueza y biodiversidad de la cultura afro y su aporte al patrimonio inmaterial, como el Plan de Salvaguardia de la partería y el plan de marimba y música, la gastronomía.

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El 21 de mayo el país conmemoró el Día de la Afrocolombianidad para reconocer la contribución de las comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras en la construcción de país, pero también, para hacer visibles los factores de exclusión e inequidad que históricamente han caracterizado a quienes representan el 9,3% de los colombianos.

Según el Dane, el Índice de Pobreza Multidimensional, IPM, de esta población es del 30,6%, es decir, 11% por encima de la pobreza nacional, debido a factores como violencia, trabajo informal, bajo logro educativo y rezago escolar, entre otros.  Y aunque desde el Estado se han hecho esfuerzos para superar estas problemáticas, lamentablemente en nuestro país persisten prácticas de xenofobia, intolerancia y violencia en su contra. Un ejemplo de ello, es que entre 2013 y 2022, el reclutamiento forzado de menores en esta población, pasó del 12% al 17%.

Como vallecaucana conozco muy de cerca esta realidad pues nuestro territorio acoge al 30,4% de esta población en el país, es decir, poco más de 1.420.000 personas. Por eso, durante mi labor como Gobernadora del Valle del Cauca, creamos del Plan Decenal para la población Afro, el primero realizado en el país.

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Esta política se construyó con participación de la comunidad, instituciones públicas y privadas y la academia, para de incrementar el acceso de esta población a los programas sociales y económicos del departamento y mejorar sus condiciones de vida, a través de la implementación de acciones afirmativas. Precisamente, en el marco de esta iniciativa, tuve un gabinete participativo, con un muy alto porcentaje de hombres y mujeres de este grupo poblacional.

El Plan Decenal ha logrado entre otras, la visibilización de la riqueza y biodiversidad de la cultura afro y su aporte al patrimonio inmaterial, como el Plan de Salvaguardia de la partería y el plan de marimba y música, la gastronomía; el Proyecto de Ordenanza para la protección y salvaguarda del viche como bebida ancestral y artesanal, respecto a la producción y la comercialización; las celebraciones de la Virgen de la Asunción en Playa Renaciente y El Hormiguero, y el Festival Folclórico en Buenaventura, entre otros.

También, avanzamos en la educación al consolidar un enfoque diferencial étnico; desarrollamos modelos de atención integral en salud, apoyando la partería para reducir la mortalidad y morbilidad materno-perinatal, y con la academia, apostamos a la transformación, comercialización y uso de plantas medicinales. 

Así mismo, inauguramos el Observatorio contra la Discriminación Racial, con atención técnica, psicológica y jurídica a las personas afectadas, así como el proceso de elección de la Comisión Consultiva de Comunidades Negras Departamental. También, promovimos el emprendimiento, con proyectos productivos en quince municipios del departamento. Esto sin contar importantes proyectos de infraestructura en salud, turismo y transporte.

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Además, en mi calidad de directora de La U, dimos impulso a los nuevos liderazgos de esta comunidad en las regiones, en el marco de nuestro programa ‘Líderes para confiar’, apoyándolos y formándolos para que proyecten mejor su trabajo comunitario. Así también, promoviendo iniciativas en el Congreso para las comunidades más necesitadas.

Sin embargo, en el país quedan muchas cosas por hacer en favor de estas comunidades. La violencia generalizada es un factor que frena muchas iniciativas sociales y económicas. Por eso, es importante propender por una cultura política de paz, que garantice los derechos humanos, el desarrollo y el fin de la pobreza extrema. Para ello, se necesita la presencia integral del Estado, con la generación de desarrollo y oportunidades para la población. También, fortalecer jurídicamente al Sistema Nacional de Atención y Reparación a las Víctimas, con una mayor articulación entre las entidades nacionales y territoriales encargadas de hacer efectivo el goce de derechos de las víctimas.

La Colombia afro no se puede quedar en el atraso. Pienso que tanto desde el Gobierno Nacional como regional deben ponerse al día con esta comunidad en proyectos que incluyen una amplia agenda social, para fomentar la vivienda, salud, empleo, productividad, acueducto, saneamiento, educación, energía y justicia. Todos estos factores deben contribuir al fortalecimiento del tejido social, que permita reducir la pobreza y el abandono.

De mi parte, persistiré en mi compromiso para que, desde el escenario en que me encuentre, seguir trabajando por sacar adelante todo lo bueno que las comunidades negras, afrocolombianas, raizales y palenqueras tienen para dar al país.

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Botando la vida por la nariz

Pondré la aguja directo sobre el vinilo: sin el narcotráfico Cali no habría sido jamás la Capital de la salsa. Si esa es sólo una consideración o un apelativo comercial o turístico, es otra vuelta.

Botando la vida por la nariz
Especial para 90minutos.co

Pondré la aguja directo sobre el vinilo: sin el narcotráfico Cali no habría sido jamás la Capital de la salsa. Si esa es sólo una consideración o un apelativo comercial o turístico, es otra vuelta.

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Pondré la aguja directo sobre el vinilo: sin el narcotráfico Cali no habría sido jamás la Capital de la salsa. Si esa es sólo una consideración o un apelativo comercial o turístico, es otra vuelta. Que sea mundial, es otro cuento que nos metieron por los oídos –a algunos por la nariz– y a veces por la vista, en general por los sentidos, los promotores de eso a lo que hoy llaman ‘industrias culturales’. Lo cierto es que entre la época de los capos visibles del ayer y los traquetos invisibles de hoy, hay más de 1.400 toneladas anuales de cocaína de exportación de diferencia. De Los jinetes de la cocaína (1987) de Fabio Castillo a El cartel de los sapos (2008) de Andrés López, o Sin tetas no hay paraíso (2008) de Gustavo Bolívar, hay muchas similitudes: violencia, muerte, ostentación, cooptación de autoridades, amenazas, excesos, prostitución, etc. y una gran diferencia: el bajo perfil de los ‘señores’ que hoy manejan el negocio de las drogas ilícitas.

Pueden vociferar todo lo que quieran las viejas vacas sagradas de la salsa en Cali –la mayoría experiqueros, entre confesos y clandestinos, peones de los patrones a los que todos querían servir sin vergüenza alguna y de lo que algunos siguen ufanándose–, pero desde el principio, desde que comenzaron a llegar los acetatos por Buenaventura o como parte de la remesas que enviaban los que habían coronado los ‘Yores’, desde que empezaron a sonar las primeras pachangas en los barrios, desde que esta música se instaló en la ciudad porque un bacán quiso gastarse sus ‘lukas verdes’ trayendo desde Nueva York artistas que apenas se escuchaban en la radio, desde que sus primeros cantores que sólo habían bailado recogieron prácticas interpretativas de los soneros de arriba cuyos fraseos eran del pueblo y desde que los eventos comerciales la impulsaron, este mundillo musical y bailable ha estado inseparablemente ligado al tráfico ilegal de drogas.

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Y por todo lo anterior y más, la ciudad le debe a uno de sus primeros narcos, el apelativo por el que hoy la reconocen en buena parte del mundo occidental: a Larry Landa, el muchacho melenudo y pintoso del barrio Calima que fue bautizado y ya casi nadie recuerda como César Tulio Araque Bonilla. Y a cuento de qué evocar a este camaján que –en otra prueba de nuestro provincialismo anclado en el histórico complejo de inferioridad–, fue llamado el John Travolta caleño. A este ‘dandy’ criollo que acéptenlo o no transformó la vida musical del Cali. A este ‘man’ que hizo que Jairo Varela descendiera de su olimpo y le reconociera que su carnaval –el de Juanchito, que ya no existe– sigue siendo el mejor. A este atrevido que en plena 69 East Broadway de Manhattan quería ponerle a su discoteca Perico-Cali-New York, pero se decidió por Canario-Cali-New York, tal vez ‘aspirando frases’ de la canción de Cheo Feliciano: Silvestre felino… que lío se va a formar... Pues a cuento de que en Cali se sigue mezclando salsa y perico, música y narcos, promotores artísticos y lavanderías de dinero mal habido. Es una verdad de Perogrullo. 

No basta la actividad de la ciudad en torno de la rumba como indicador de que el dinero del narcotráfico fluye a raudales en la capital salsera. También hay legalidad y se necesitan muchas más evidencias ahora que el negocio es algo más subrepticio y los patrones menos lamparosos. El dinero no sabe de orígenes, ni de manchas de sangre o fluidos. Sin embargo, la realidad siempre pesa más que los documentos contables y Cali es reconocida por estudiosos del tema y organismos del Estado como un inmenso ‘lavadero’. Basta revisar los informes de la Fiscalía General de la Nación que dan cuenta de operaciones por 2.500 millones de dólares en 2023. Es decir, de lo que se conoce y se publica desde la Unidad de Información y Análisis Financiero, la Superintendencia de Sociedades y la Superintendencia Financiera de Colombia, entre otros organismos encargados de vigilar una economía donde la cocaína aporta el 25% de nuestro PIB (Producto Interno Bruto). No podría justificarse de otra forma que en plena crisis se llenen todos los conciertos y discotecas, sin importar el género; todos los cines, sin importar también el género; y todos los restaurantes, sin importar la calidad de la comida que en estos lugares está más arriba que las nubes. Amén de negocios de finca raíz, moteles, almacenes, gastrobares, joyerías y un etcétera que es tremenda línea.

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Ahora bien, en el momento en el que la salsa transita de la realidad a la leyenda, que sus temas adquieren ribetes míticos a través de clásicos muy recientes, que sus artistas se están muriendo, la agonía del género en términos de producción y sus estertores, han sido aprovechados de nuevo por los ‘señores’ para negociar con las prácticas culturales populares. Que la salsa está más viva que nunca dicen, que no morirá mientras haya bailadores, soneros, coleccionistas, melómanos y bebedores; que somos el museo vivo de esta melodía, que no hay otro lugar en el mundo que nos quite lo baila’o... Lo único cierto es que no hemos escuchado, ni bailado, ni gozado, ni estudiado, ni analizado, ni registrado, buena parte de la salsa que se produjo en su momento de esplendor y que ahora en su decadencia –insisto, en términos de producción– daría para un par de décadas más. Apenas se está develando la cortina férrea y nefasta que sobre muchos artistas y grupos instaló la Fania All Stars que operaba como una verdadera mafia (decidía quién y qué sonaba), fiel a los principios de eliminar (aunque no físicamente) al que no estaba en su cartel o a quien no tributaba a sus arcas insaciables, a las fauces que convirtieron a Nueva York en la ciudad el miedo, porque ningún negocio escapaba del manejo temerario en la Capital del mundo.

La idea de Cali como Capital de la salsa comenzó a abrirse paso en la radio cuando se promocionaban los eventos que incluían concursos sobre todo de baile. Luego, con la ascensión social de los ‘señores’ resultante del dinero producto del narcotráfico, no hubo espacio social que no resultara influido –de manera directa o indirecta– en esta espiral de lo que llegó a tildarse como dinero fácil. La salsa no fue la excepción y la payola (pagar para sonar) una práctica tan común como esnifar coca. Ocurrió desde los 70’s y hoy ha retomado sus pasos con más fuerza y menos visibilidad, como si estuviera recogiéndolos. Lejos está el día en el que Landa trajo a Lavoe, y a Cheo, a Pete, y a Celia, y a toda la Fania, porque ahora los empresarios traen a una pléyade de cantantes venidos a menos, algunos ancianos y en el ocaso de sus vidas, para no dejar morir el negocio al que se le están exprimiendo sus últimos jugos, de los que se escupirá el desecho. Como en Caína, de Rubén Blades, una de las pocas canciones y artistas, que cuestionaron y no avalaron con homenajes sonoros a los ‘señores de la droga’, Cali sigue “Botando la vida por la nariz, corriendo la base eternamente y viviendo pa’ morir”.

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