Escribió el eminente George Steiner que una de las grandes arrogancias culturales de los judíos es que es casi posible definirlos como aquellos que siempre leen lápiz en mano porque están convencidos de ser capaces de escribir un libro mejor que el que están leyendo. El autor de Pasión intacta (1997), se refiere al judío como su “pequeño y trágico pueblo”; y en un atrevimiento del tamaño del universo me permitiré tomar prestadas sus palabras para referir la actitud de ciertos profesores y escritores caleños que seguro no han comprendido que un intelectual es apenas alguien que lee con un lápiz en la mano, para recoger sólo la mitad de la sentencia leída en medio de los diecinueve magníficos ensayos que componen el libro aludido.
Cuando se escribe y se publica, el sometimiento al escrutinio es inexorable. Y, en consecuencia, también a la crítica, por lo que deben recibirse con beneficio de inventario tanto los aplausos y los abrazos, así como los madrazos y escupitajos. Lo escrito, de muchas maneras, ya no nos pertenece y como afirmó Susan Sontang, otra mente brillante de origen judío, “aunque me lleve y me contenga, aquello sobre lo que escribo es diferente de mí”. Si bien hablar de los propios libros es peor que escuchar a esas señoras que hablan sólo maravillas de sus hijos, una incómoda situación en medio de un conversatorio al que fui invitado para hablar de Si en Nueva York llovía en Cali no escampaba. Migración, salsa y caína (2022), obliga.
Respondo cada que me preguntan cómo surgió la idea de escribir este libro, que el trabajo recoge la experiencia de dos viajes realizados a Nueva York -y a otras ciudades de los Estados Unidos- con la intención de explorar un tridente que sirve de subtítulo al texto y contar de primera mano una primera visión e intención que surgieron con el acercamiento a otros dos libros y autores: La salsa en tiempos de nieve. La conexión latina Cali-Nueva York (1975-2000) del profesor Alejandro Ulloa Sanmiguel; y Allende el mar: crónicas migrantes del también profesor Oscar Osorio, los dos de la Universidad del Valle. Lo anterior no supone una validación absoluta de sus contenidos, sino más bien unas referencias que de hecho luego llegaron a convertirse en fuentes testimoniales. Decir lo contrario, es vana especulación.
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Que me absuelvan los aludidos de ser condenado a las catacumbas del rechazo por osar controvertir su abominable veneración absoluta a personajes relacionados con la salsa, pero en esta Cali convertida -por cuenta de las industrias culturales y sus estrategias de mercado- en ciudad mercancía, ni la salsa ni sus prácticas son lo que eran antes. Y no se trata ojo, de una superficial mirada nostálgica, de querer que nada cambie y todo siga igual, o desconocer la tradición y los aportes, sino de reconocer que, con esta explosión circense, turística y mercantil, alejada de la espontaneidad del barrio que apropió melodías e historia, cadencias y ritmos para elaborar nuevas prácticas culturales, hoy convertidas en simples espectáculos, no se va en contra de la ciudad, al contrario, se procura una nueva visión de la misma. Hay un pequeño y trágico grupo de seres anclados al pasado y a su protagonismo, que pareciera negarse una realidad insalvable: ya no es, ya no son.
Acercarse a un espacio físico, histórico y cultural para conducir al lector por una realidad pasada y confrontarla con las realidades actuales de Nueva York, una ciudad monstruo de más de 20 millones de habitantes donde los caleños se las ingeniaron para construir un pequeño ‘Cali York’ en Queens, a través de la crónica como género que humaniza, no es un tratado de historia o geografía y menos una investigación etnográfica, antropológica o sociológica al compás de salsa, sino un ejercicio de periodismo literario que pone al servicio de la reportería las técnicas de la literatura para hacer más ameno el cuento, menos acartonado que esos libros a los que sólo acuden los ácaros y el comején en los vetustos anaqueles de las lóbregas bibliotecas universitarias. Esta saga de relatos breves en la que se vuelca un torrente de sensaciones de aquellos que migraron de Cali en búsqueda del Sueño Americano y se encontraron en la Gran Manzana con una bonanza producto del narcotráfico, no es una condena ni un señalamiento, menos una sentencia inexorable. Solo la edición de unas voces nostálgicas que me contaron su sentir.
Comprendo que hay cierto desdén con el periodismo y algún tipo de aberrante exclusión con la investigación que este oficio demanda, entre quienes no la reconocen ni validan y en cambio sí, dan por sentado que lo erudito por experiencia o vivencia y lo académico por definición, son más que cualquiera otra consideración narrativa. Debo decirles que no. No señores. El tiempo de las vacas sagradas ha pasado. Ellas pueden pastar, rumiar, bramar y cagar todo lo que quieran, pero hay otras voces que pueden expresarse diferente en torno de un fenómeno que se ha trasformado, que ya no es el mismo, que como todo enfrentó los rigores del cambio social y de las dinámicas de las sociedades.
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Se publica para ser leído, sin que sea condición padecer el ególatra síndrome del aristócrata británico Benjamín Disraelí que afirmaba: “Cuando necesito leer un libro, lo escribo”. Narrar con la naturalidad que suelen tener las historias referidas por las personas cotidianas, sin títulos ni reconocimiento, sin reservas ni prejuicios, fastidia a quienes sólo avalan lo propio, lo académico, lo ilustrado, lo decimonónico, en suma, a quienes no han abierto ni sus ojos ni sus oídos a otros testimonios, a quienes no han pegado el salto poscolonial que permite decires diferentes sobre lo mismo, porque hay quienes aún velan por sostener unas identidades impositivas. La pulsión periodística enciende el fuego de la narración que habita unas historias que no son propias, pues después de escuchar las experiencias de tantas personas, a lo sumo el escritor articula a ritmo tal vez trepidante unas representaciones que ya no son, ni deben ser, comunes.
Hablar mal de un libro que no se ha leído es como hacer lo mismo de una persona que no se conoce. No reconocer el influjo del narcotráfico -que lo permeó todo en este país, pero sobre todo en Cali- en el circuito salsero, es tan absurdo como deliberado. Desconocer que varios de sus protagonistas se lucraron desde diversos escenarios con sus dólares y ayudaron a instalar en el colectivo ciertos aspectos de la identidad caleña, no es sólo injusto sino temerario. Por suerte la vida de los libros es más larga que la de los seres y el tiempo dirá que esta visión que puede si se quiere asumirse como desafío, es apenas un auténtico intercambio de testimonios y letras con caleños que siguen en la Capital del mundo, evocando la Cali convertida en museo vivo de la salsa. Contario a los principios de la naturaleza, señores, el vil metal es menos duradero que la palabra, más fuerte y eterna si logra pasar de la fragilidad del papel a las fibras del corazón de un lector, que a la cabeza enmarañada de un intelectual con intereses. ¡Judíos!
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