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Toribío Hilfiger

Toribío Hilfiger

Especial para 90minutos.co

Después del puente Guillermo León Valencia que divide al Valle y al Cauca, la zozobra comienza a respirarse y todas las miradas exhalan desconfianza. A los lados del viaducto que rinde homenaje al nefasto poeta y no menos funesto presidente de Colombia -abuelo de la equiparable Paloma Valencia-; ya no venden pescado y lo que hay son barricadas del Ejército construidas con bolsas llenas de arena, lo único que ahora se saca del río. Bueno, eventualmente, muertos. Y algún bocachico, diminuto, solitario y ahogado. Antes del peaje se cruza a la izquierda y el asfalto de la Panamericana se pierde para convertirse en una trocha que parece cualquier calle ucraniana después de un bombardeo.

La vía que conduce a Guachané y Caloto (también a Villa Rica, a la que le dicen dos mentiras) es una vergüenza. A pesar de ser una zona plana –por ello, dicen los ‘expertos’- su deterioro se incrementa con el invierno. Lo cierto es que entre frondosos cañaduzales los cráteres, la desolación y el abandono se llenan de lodo y transitarla es serpentear entre la opulencia y la indigencia. La mixtura entre la tierra y el agua salpica la vida de un territorio que es prueba de la profunda, estrecha e histórica brecha social. En la vereda El Sauce una solitaria cancha es el espacio de las ilusiones. Por aquí sólo es posible labrarse un buen futuro a las patadas: con el fútbol. Como Yerry Mina o Dávinson Sánchez. O a las brazadas: cortando caña. O como jornalero de algún galpón o una porqueriza.

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Aunque lejos están los tiempos de la gran Hacienda, en Caloto los vestigios de la “muy noble y leal” se palpan por doquier. En su arquitectura, en sus casas coloniales y su iglesia consagrada a la Niña María, en el blanco impoluto de esa Popayán de la que se abrió en 1809 tras el grito de Independencia de Quito, declarándose ciudad confederada junto a Cali, Buga, Cartago, Anserma y Toro. Como en la última estrofa de la canción ecuatoriana Dolencias, la tierra se desmorona y el calicanto falsea. Hace más de 30 años hay que ingresar al centro del poblado para seguir hacia Toribío, pues el histórico puente sobre el río Grande está cerrado y se sostiene apuntalado con guaduas. Se derrumba así otra joya del patrimonio arquitectónico ante la desidia administrativa.

Un hombre negro con ínfulas de blanco republicano, sentado en un costado del parque que como los mil y pico de municipios de Colombia tiene el letrero ‘Yo amo a…’, nos advierte que Toribío es un hueco, una olla. Ascenderemos hasta los 1.700 metros. Caloto está a 1.100. Apenas salimos del casco urbano de la otrora Nueva Segovia de San Esteban de Caloto, cuando nos sorprende La Emperatriz. Hasta hace poco una gran Hacienda del siglo XIX. Hoy está convertida en una pequeña base militar, una sede de batallón. Es un objetivo de recuperación del territorio ancestral de los indígenas, que pretenden anexar al resguardo de López Adentro, en un principio de 1.730 hectáreas, 7.186 metros cuadrados, sus fértiles tierras usurpadas.

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Como dice Darío Fajardo, nuevo viceministro de desarrollo rural, “para sembrar la paz, hay que aflojar la tierra”, y por eso resulta tan complejo para la mayoría entender el fenómeno, si uno de los argumentos del Pueblo Nasa es que 12.000 años antes de Cristo esta era su tierra, su Pachamama. Derecho de prexistencia. Hoy esta comunidad habita 1.300 km cuadrados y más del 80% son improductivos. Irónicamente hace 30 años exigían tierra para la gente y ahora ellos mismos claman gente para tierra. Los frutos de las luchas de Juan Tama de la Estrella y Manuel Quintín Lame, no sólo se recogen, sino que todavía se siembran, ya no en terrenos tan fértiles. La tecnología, los medios, el desarrollo, cada uno o todos juntos, han erosionado de a poco a sus nuevas generaciones.

El ascenso a Toribío comienza en El Palo, lugar donde Bolívar derrotó a los españoles el 5 de julio de 1815, con la ayuda de los indígenas. Les pagó con tierra. Un siglo después el gobierno los declara “terrenos baldíos” y arranca un proceso violento de recolonización a cargo de exconvictos. La vía está en buen estado, aunque con pasos estrechos por pérdida de bancada. Estratégicamente en los puntos donde se reduce la velocidad hay publicidad de las Farc-Ep. “Camarada Yonier, con tu ejemplo venceremos”. “Columna móvil Dagoberto Ramos presente”. “58 años de lucha. Seguiremos defendiendo el territorio y sus comunidades”. “Todo carro con los vidrios polarizados llevarlos abajo. Gracias”. No hay una sola señal de tránsito limpia. Dos retenes de la Guardia Indígena -que ahora se llaman Puntos de armonización- y cuatro estaciones de servicio.

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La temperatura desciende y en el ambiente se respira el aroma de la marihuana, apagada claro. El olor impregnó estas “montañas de la tierra adentro” como las llamaron los españoles, porque todos alumbran sus cultivos para subir los niveles de su componente activo: el tetrahidrocannabinol. Sembradíos y bultos a la vera del camino. Ya no hay casuchas miserables de bahareque. Ahora todas son en ladrillo y baldosa, con estructuras metálicas y techos de zinc. Automóviles sencillos y también camionetas de alta gama en sus parqueaderos. Las motos son enjambres que zumban en todos los sentidos y también el comercio.

El pueblo es apacible y no cuesta creer que haya sido tomado y hostigado tantas veces. Nadie sabe a ciencia cierta cuántas. Las ruinas alrededor de la Estación de Policía –el edificio más grande de Toribío- son testimonio silente. Allí sólo se escucha el cacareo de 40 gallinas ponedoras en un improvisado galpón entre los escombros. Son coloradas, con el pescuezo pelado y, como todas las gallinas, cobardes. Casi en secreto de confesión, una señora me dice que son de la Policía. Y con la malicia indígena resultado de tantos siglos de ultraje, sentencia: “Se necesitan muchos huevos para ser policía en Toribío”. Hay zozobra es cierto, pero también una exagerada percepción mediática del peligro.         

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Los niños y jóvenes son manada en Toribío. Sólo en el Cecidic (Centro de Educación Capacitación e Investigación para el Desarrollo Integral de la Comunidad) estudian 700 y 600 han obtenido un título universitario. Fue una de las 87 haciendas del lugar. Tiene 80 hectáreas y fue el sitio donde los terratenientes y las autoridades planearon el asesinato del Padre Álvaro Ulcué Chocué, ocurrido en Santander de Quilichao el 10 de noviembre de 1984, por difundir entre su pueblo los principios de la Teología de la Liberación. Ahora allí se planea la vida, tal vez con más arraigo que en las otras 19 instituciones educativas que tiene el municipio.

Aquí los jóvenes escuchan reguetón y también andan cabizbajos sumergidos en las redes sociales… de su teléfono. Hay Wifi gratuito en el Parque y además de punto de encuentro es escenario de primeros amores furtivos. Cae la tarde y en un parpadeo los uniformes y las sudaderas dan paso a la ropa de calle. Lucen jeans, chaquetas, blusas, sacos, tenis, buzos y gorras de todas las marcas. Adidas, Nike, Gucci, Versace, Tommy Hilfiger... Todas las marcas. Todas ‘chiviadas’ e ilegales. Todas chinas o ecuatorianas o paisas. Los almacenes han crecido exponencialmente. En menos de una década pasaron de dos, tres, a una veintena. Celulares, bafles, portátiles... Un ‘corrientazo’ vale entre 12 y 15 mil pesos. Debieron imponer Ley seca de lunes a viernes. Ya hay incremento en el consumo de bareta. Los mayores añoran la autodeterminación y la resistencia.

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En Toribío nadie habla, pero todo el pueblo grita. Ya no es el mismo. Esa vaina llamada progreso entró con todo y arrasó con la pobreza y por ahí derecho llevaron del bulto la identidad y las tradiciones. Y lo hizo de nuevo de la mano del tráfico de plantas alucinógenas: la coca, que siempre ha estado en el territorio ancestral; luego la amapola, que rayaron y ordeñaron por años; y ahora la nueva bonanza marimbera. Se estima que en los resguardos de Toribío, San Francisco y Tacueyó puede haber 9.000 cultivos. Legales, se registran 350 hectáreas (podrían ser 940) de todas las variedades creepy: red tangerine o mandarina, gorila, banano plus, uvita, tangelato, blanca o amnesia y la patimorada, a la que los muchachos lugareños llaman Hilfiger.

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