Hoy viernes 11 de noviembre, hace 135 años y mientras Cartagena conmemoraba 76 años de ser la primera ciudad en independizarse y en Popayán la Universidad del Cauca celebraba sus primeros 60 años; se estrenaba oficialmente el Himno Nacional de la República de Colombia. Corría 1887 y es probable que algún politiquero de oficio haya comenzado a decir –producto de esa intelectualoide propensión nacional a afrancesarse– que era el segundo más hermoso del mundo; después de La Marsellesa, como si hubiese un Miss Universo de los himnos. Para esas calendas la Constitución Política de Rionegro era una bebita de un añito y como se desprende de tan tierna edad: estaba cagada; pues –hecha para complacer a Rafael Núñez enterrador del federalismo– se declaró centralista, hispánica y confesional. Nos rigió 105 años, hasta el 4 de julio de 1991.
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Lo cierto es que como casi todo en nuestra historia, pareciera que es poco lo que no se ha contado, pero en realidad es mucho lo que se ha ocultado. Mejor dicho, el Himno Nacional; es un buen ejemplo de lo que desconocemos y no porque sólo cantemos –a todo pulmón únicamente cuando juegan los meros machos de la selección Colombia de fútbol– el coro y la primera estrofa; sino porque desconocemos esas otras diez odas llenas de historia glorificada y de versos llenos de rima rebuscada y forzada; amén de una cantidad de detalles entre importantes e intrascendentes. Uno significativo, es que fue a un ser casi anónimo, don José Domingo Torres, un actor –llevado a la condición e director de teatro para darle mayor prestigio y altura histórica– que murió siendo portero del Ministerio de Hacienda; a quien se le ocurrió celebrar la Independencia de Cartagena en 1887 con fragmentos de un poema de Rafael Reyes –a quien admiraba hasta la lambonería– recuperado de unos recortes de prensa.
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El viejo periódico de donde don Chepe recuperó el poema se llamaba La Democracia y relatan los historiadores, con German Arciniegas a la cabeza –que nació y murió con el siglo XX–; que ya se habían hecho por lo menos seis intentos de establecer un himno nacional, pero –como las canciones de Amparo Grisales– ninguno pegó. Lo asombroso es que todas esas elegías no calaron en las clases populares y vino a aceptarse el que hoy entonamos; y que en cada una de sus once estrofas tiene por lo menos una palabra que la mayoría de colombianos no tiene idea qué significa. Si usted tiene que ir a Google para saber qué es inmarcesible; confirmado, hace parte del grupo. Si además no sabe que la melodía del carrito de los helados es un fragmento instrumental extraído de la ópera llamada Il Trovatore; de Giusseppe Verdi, lo suyo no es la música y estará tan asombrado como Rafael Núñez y su esposa, doña Soledad Román –sí; la de Kola Román que primero fue moza y luego esposa– cuando lo escucharon como himno de Cartagena.
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Pero don José Domingo que sabía de teatro y de atajar gente –pero no mucho de música–, buscó a Gioacchino Atilio Augusto Oreste Teofisto Melchor Síndici Topai, que los lugareños para ahorrar energía llamaban simplemente don Ore y los clérigos Oreste Sindici; un profesor italiano de canto en escuelas públicas que se ganaba unos adicionales con los acordes religiosos, para que le hiciera la música del Himno Nacional. Al hombre no le sonó la idea, pero como ya por entonces era la mujer la que mandaba en la casa, su esposa Justina Jannaut lo persuadió para que le hiciera el catorce a don José; que le gustaba animar las fiestas patrias, echarse unos voladores y también unos tragos, porque todavía las polas no habían desbancado a la chicha por decreto. Pero ese es otro cuento. Don Oreste como quien no quiere la cosa no le botó mucha corriente al tema –eso infiero de las letras del historiador Antonio Cacua Prada– no por desinterés; sino por cansancio. Ya había hecho varios, incluso le había puesto música a un himno nacional compuesto por Jorge Isaacs. Sí, yo estoy tan asombrado como Núñez, su señora y usted.
Lo cierto es que después de tantas volteretas, en 1920 se le dio categoría de Himno Nacional. Había tantas versiones que en 1964 Alberto Lleras Camargo –un señor que nunca obtuvo título profesional y es según la historia el mejor presidente de Colombia– y su Ministro de Educación; German Arciniegas –ajá, el señor que nació en 1900 y murió en 1999–, expiden el Decreto 1963 del 19 de julio de 1964 para adoptar la versión para banda y coro mixto de José Rozo Contreras –fiel a las partituras del italiano–; que es la todavía entonamos los colombianos. Entretanto el modesto José Domingo Torres ya desempeñaba otros papeles de menor relevancia en el atribulado teatro de la realidad nacional y de a poco se desdibujaba la leyenda de que él había buscado a don Oreste. De hecho, fue un coro de niños de tres escuelas primarias, todos alumnos de Sindici; los que lo entonaron por primera vez en el Teatro de Variedades de la escuela pública de Santa Clara; en el barrio de la Catedral de Bogotá, el 11 de noviembre de 1887, para celebrar la Independencia de Cartagena. Muchos homenajes para Oreste, ninguno para Chepe.
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Pero bueno, también es cierto que en tiempos de reguetón cualquier cosa que suene es mejor que esa vulgar escandalera, pero con nuestro himno pasa como con el amor filial; uno lo quiere a pesar de la feura y los yerros evidentes. A los parientes, a la progenie, a uno le toca la ascendencia y de cierta forma decide la descendencia, por lo que se sobreponen afectos a la esencia. “Familia es familia. Y cariño es cariño”, cantó Rubén Blades. Lo del himno es una cuestión de identidades y afectos, de esa cosa inasible que se arraiga en otro intangible: la patria. Aquello que se lleva por dentro, que se refleja en los otros y que suele expresarse en lejanía y nostalgia. Nadie –entienda o no el sentido de lo nacional– que escuche el himno nacional de su territorio, puede abstraerse de su significado emocional.
Eran otras épocas sí, pero en qué o en quién estaría pensando Rafael Núñez cuando escribió: “la Virgen sus cabellos arranca en agonía; y de su amor viuda los cuelga del ciprés”. ¿Acaso sufría depresión postparto? La Virgen, obvio, no don Rafael. ¿Estaba a punto de morir por qué, por quién? Uno piensa en un tremendo cuadro depresivo y ansioso, tipo Virginia Woolf, Sylvia Plath, Alfonsina Storni o Idea Vilariño. ¿Viuda de José, de Jesús? Pero además de arrancarse los cabellos; los cuelga de un árbol que por acá no existe –aquí crecen sus parientes, los pinos– y sólo se encuentran en los textos de Nietzsche; frutos de su esquizofrénica genialidad que raya con la locura. Yo me quedo con las 14 palabras del coro y las 30 de la primera estrofa del Himno Nacional, porque las 300 de sus otras diez estrofas; ahondarían en uno más de mis trastornos obsesivos compulsivos y darían al traste con este que pretendía ser un pequeño homenaje.
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