No faltará la desdichada que haya padecido mi lecho que diga que siempre lo supo. O el enclosetado que trémulo de emoción confiese para sus adentros que ojo de loca no se equivoca. E incluso la persona seria que a partir de este título resuelva todas las incógnitas que mi abyecta personalidad le planteaba. Cualquier mujer pasada por armas en campos horizontales –con verticalidad proba– intuirá que sobreviene alguna extrañeza sosegada o, de cualquier modo, inocua. Todos esos conocidos que optaron por otras preferencias mundanas –contrarias a natura– estarán seguros de lo contrario. Y hasta aquellos que me admiran de una forma vedada e irrefrenable –es decir, que me odian– sabrán de buena tinta que no es posible. Pero sí, he dejado de ser hombre: ya no me emociona el Mundial de fútbol.
He perdido el interés por un espectáculo donde pareciera que lo que menos importa es el travieso que se sale del libreto y los contextos que trazan derroteros que trascienden la simpleza del juego y alcanzan gestas épicas consideradas sobrehumanas. Eso por lo menos es lo que hacen sentir los periodistas que embelesados con nimiedades atosigan a las audiencias con una producción de contenidos detenida en las idolatrías, el mercado y los sesgados análisis históricos, que es –para recoger una metáfora vomitiva– como atiborrar a los comensales de comida chatarra cuando lo que se necesita es deleite, balance y buena nutrición. Con todo y el fresco que recorrió mi ser con la derrota de Argentina, genera escozor que los medios insistan en centrar todo en la impotencia y vergüenza de Messi; y desconozcan las virtudes de Arabia Saudita.
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Siento lástima por ‘el mejor del mundo’. Me conmueve este hombre circunspecto y apocado que no ha dejado de ser el niño pequeño que sólo quiere jugar con la pelota. Silente y cabizbajo, al que a veces –cada vez menos– un gol le dibuja una sonrisa y lo saca de ese confinamiento obtuso en el que vive en diálogo silencioso con sí mismo. Como un Atlas que debe llevar sobre sus hombros el peso de toda una nación cuyas desgracias trata de tapar con el fútbol y sus dioses hechos a las patadas. Es muy evidente que a pesar de toda su fama y riqueza no es un ser feliz. Y no digo que no pueda serlo como esposo o padre, hijo o hermano, como humano cualquiera y no como la figura rutilante de ese planeta fútbol, que han armado los simios que convirtieron todo en negocio.
Sólo en una sociedad como la argentina pudo conformarse una iglesia y declarar como dios a un hombre como Maradona. Un gran jugador de futbol sin duda, sino el mejor uno de los mejores, pero más que el fútbol son las condiciones humanas exacerbadas a través de su juego y logros, las que hacen que las multitudes encuentren válvulas de escape para que una nación no estalle socialmente, sino de júbilo. Para que una sola virtud borre todas las debilidades de un ser humano y las masas sean llevadas a esa especie de paroxismo. Esas son las razones que han llevado a los deportistas a convertirse en los héroes de estos tiempos, en los semidioses modernos que la publicidad fortalece y la economía exprime hasta desecharlos cuando ya no sirven a sus intereses. A las utilidades del Olimpo. A pesar de sus millones, sus mansiones, sus yates y sus aviones, son unos pobres condenados al éxito –unos millonarios prematuros, dice Bielsa y le dicen loco– que aún caídos en desgracia son estrujados hasta la saciedad por unos medios ante una sociedad a la que ellos mismos convencieron de que eran invencibles y de otro mundo.
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Valdría recordar a Sócrates, el médico brasilero que consideró el fútbol un medio pasajero para lo más importante en su vida: acercarse a las clases necesitadas. El ideólogo de la Democracia Corinthiana, un modelo que llenó de títulos al equipo y de miedo a los dirigentes, en plena dictadura. Un centrocampista elegante, inteligente y eficaz. Cuando llegó Italia para jugar con Fiorentina le preguntaron los periodistas cuál era su principal objetivo y respondió: leer a Antonio Gramsci en su idioma. Unos días después organizó una fiesta en su casa y espero a sus invitados en la puerta con unas tijeras para cortarles la prenda inútil: la corbata. Murió un 4 de diciembre, como Hobbes, otro filósofo al que leía con profusión. Vale recordarlo porque para él, el fútbol no era sólo un juego, como tampoco fue para los soldados alemanes y ingleses que, en la Navidad de 1916 en plena trinchera, compartieron cigarrillos y un partido, porque debajo de los uniformes eran los mismos y les gustaba lo mismo.
Siento mucho decepcionar a quien se haya creído este título desgraciado, pero he dejado se der hombre en la convencionalidad, en esa imagen creada y recreada del hombre calvo, panzón y cervecero que intenta -sin vergüenza- emular junto con sus amigotes, a sus ídolos. Que juega o intenta jugar fútbol para ratificarse en un juego de varones, de machos, de choque y pasiones, de sudor y tensiones. Que se niega a dejar el fútbol, aunque este lo haya dejado a él. Pero al que le queda la televisión y la cerveza. Y bolas para rascarse. He dejado de ser hombre de pollas, que gane cualquiera así no sea el mejor, al fin y al cabo, ya ha pasado. He dejado de sentir esa pulsión por ver todos los partidos. Ninguna camiseta me encabrona y jamás he llenado un álbum, pero me hincha el corazón que se derrumben mitos, que se conozcan sobornos, que la fetidez de los muertos incomode. Que todo cambie para que todo siga igual, como nos dejó dicho Giuseppe Tomasi di Lampedusa, de la Italia ausente.
Tal vez sea todo lo contrario a lo plateado en el título. Tal vez ahora sea menos hombre y más ser humano. Tal vez ahora comprenda mejor el pundonor y el patriotismo. Tal vez ahora tenga la certeza de que en el fútbol a veces lo de menos es el juego y que esos 22 hombres son muchos más hombres, mujeres y seres del mundo; y mucho más que un resultado o un título. Tal vez ahora vislumbre que, en medio de la opulencia, muchos hijos de la pobreza llegan a patear idolatrías mediáticas para levantar a su patria y sacar a sus pueblos de las impuestas miserias cotidianas. Tal vez tantísimos millones sirvan para reconocer que ese intangible llamado patria es más que unos símbolos. Tal vez ahora entienda más a Albert Camus: “Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”.
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