“Semana compró El País de Cali. Sólo El Tiempo dirá si fue un buen negocio”. Con este trino batí mi exiguo récord en Twitter. Por respeto a ustedes y vergüenza propia no mencionaré la cifra de visualizaciones: una miseria frente a las de Shak y su monetizado despecho. Un simple juego de palabras con el que apenas quería pronunciarme frente al que ya es considerado el gran negocio mediático de Colombia en este año que apenas arranca. Se desencadenaron una serie de comentarios mucho más agudos y graciosos que el mío y, por supuesto, un par de insultos de algunas personas frustradas que lo consideraron un mal chascarrillo. La verdad es que todo será –el negocio y el comentario– menos un chiste. Lo que a continuación refiero, sí es gracioso.
Ahora resulta que el periódico El País es el decano del periodismo vallecaucano, el referente, el registro de la historia de la comarca, el semillero del periodismo regional y no sé qué tatas otras exageraciones. Hombre, no. Este diario es un poco de todo lo anterior es cierto, pero sólo un poco, porque por sobre todas las cosas y esencia es el medio de la godarria caleña, el aparato informativo con el que han manipulado la información a sus intereses y antojo. Ah, otra cosa es que en medio de esos intereses a veces se hizo la tarea: buen periodismo, pero no por decisión de sus dueños o directivos, sino por la calidad y entereza de algunos de sus periodistas.
Es una de las grandes paradojas de los medios de comunicación aquí y en cualquier lugar del mundo donde funciona esta máquina de ponerle precio a la información, que termina sin valor alguno o relativo para los lectores. ¿Cómo puede un periódico llegar a la decrepitud periodística teniendo en sus filas gente tan calidosa? Pues de la misma forma en la que un equipo de fútbol lleno de estrellas fracasa por las orientaciones del técnico y las decisiones de los directivos. La metáfora me parece precisa para El País y la Selección Colombia de fútbol que no fue a Qatar. No me alcanzaría el espacio para hacer el listado de buenos periodistas que han pasado y aún están en este medio. Colegas a los que respeto, admiro y quiero.
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Pero lejos está el periódico de ser un referente de buen periodismo o de mis afectos profesionales. Lo segundo, obviamente en estricto sentido, no le debe importar un carajo a nadie. Nunca trabajé en El País, aunque colaboré con algunos textos y fui varias veces consultado por sus reporteros. Esto me permite pronunciarme sin ataduras de ningún tipo. No les debo nada y no me han hecho ningún favor, al contrario, no soy de los afectos de varias de sus vacas sagradas porque he dicho lo mismo en cuanto escenario de debate público he podido. Ahora bien, no es este periódico diferente a Occidente o El Pueblo, este último ya desaparecido. Sólo más o menos malo, de modo que entre el diablo y escoja.
Tuvo tiempos mejores, claro. Hubo unas calendas donde se dejaba leer el domingo y la Gaceta incluso daban ganas de coleccionarla. Que, dicho sea, se quitaban cuando uno recordaba la soberbia de su editor. Era un periódico con buen contenido y peso editorial. En su ocaso la delgadez es famélica, tanto en el número de páginas como en su vergonzante y descarado contenido que refleja una posición politiquera que raya en la extorsión informativa, que no alcanza para ser alinderamiento ideológico. Cuando le hicieron el último gran rediseño –donde la forma comenzó a ganarle al contenido– le comenté a un gran amigo que consagró su vida a El País que no podía creerle a un periódico que tardó más de medio siglo en ponerle la tilde a país. Era una exageración, pero no lo fue el argumento de su jefe ante un debate ético: “Así son las cosas aquí y esa es la posición del periódico. Usted decide”.
Ocurre en todos los medios y en los regionales con más ahínco, pues no hay muchas opciones laborales en la provincia. Con el tiempo mi amigo decidió irse ante semejante deicidio del mayor de los esbirros del periódico y de la familia propietaria. Siempre ha sido tema vedado en este periódico, demos por caso, la estafa que Álvaro José Lloreda y su hijo Jorge Alberto le hicieron al municipio en beneficio de las empresas de su conglomerado. Es un secreto a voces en Cali que están en los Estado Unidos viviendo a sus anchas y a expensas de las ganancias de sus negocios, que no me compete a mí calificarlos de ilícitos. Todos saben también en la ciudad que sus empresas pagan mal y que son pésimos patrones.
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Ha de ser el lastre de don Ulpiano Lloreda que no trajo el primer carro a la ciudad, pero sí el que primero se estrelló y dejó varios heridos en el Hospital San Juan de Dios. Y la primera estación de servicio que vendió gasolina. Y la primera fábrica de hielo. Y la fábrica de jabones. Y la de velas. Y la de puntillas. Y la navegación por Río Cauca. Y la de aceites. Y el hipódromo. Y el cine. Y la de televisión por cable. Todo había comenzado con tierras, ganado y café. Y fieles a su legado sus descendientes jamás han sacado plata de una empresa para salvar otra de sus mismos bolsillos. En 1925 don Ulpiano tenía 192 empleados y prácticas donde usufructuaba del bien común para sus intereses particulares. Por ejemplo, las aguas del acueducto público con las que se hacía pajas propias.
De modo que es paja eso de que con la venta de El País a los Gilinski se acaba el estandarte del periodismo local. Es otro negocio para sostener más de lo mismo, para defender intereses económicos particulares, para atacar enemigos en los negocios y adular a sus aliados en la política que a su vez defienden sus negocios, en suma, para manosear la información y desinformar a las masas. Y en algún momento, harán algo de buen periodismo y descollará una buena crónica, un perfil enaltecedor o una columna con buenos argumentos y análisis. Las elites no tienen amigos, sino socios. El periódico ha sobrevivido gracias a sus periodistas, a los que les pagan poco y cada vez más lejos. Si este negocio ha de servir para que les paguen lo justo y a tiempo, bienvenido.
Pero me temo que sólo servirá para tres cosas: para inyectarle unos dólares a los Lloreda por un periódico agonizante; para debilitar el impreso y fortalecer el señuelo virtual y de video que hoy todos persiguen; y para ampliar el portafolio del cuatro grupo económico en disputa, en la misión de adueñarse de todo en este país.
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