“La historia de lo que hoy es Colombia comenzó mal desde que la conocemos,
con los horrores sangrientos de la Conquista. Y siguió peor.
Esperemos que empiece a mejorar antes de que termine”.
Antonio Caballero Holguín
Uno termina de leer el último libro de Caballero y le quedan dos sensaciones: la primera, una impresión abrumadora de su erudición. Alguien podrá refutarla y decir que es muy fácil hablar desde la casta a la que se pertenece –pocos pueden darse el lujo, que para para él era algo vergonzante, de ser descendiente directo del mismísimo arzobispo y virrey Antonio Pascual de San Pedro de Alcántara Caballero y Góngora-, pero es bien sabido de buenos para nada que llegaron a este mundo en cuna de oro y no han sido capaces ni de contar sus propias monedas y desgracias. Y la segunda, la certeza irrefutable de que hay seres que no se mueren del todo. Antonio murió el pasado 10 de septiembre y estará vivo mientras haya lectores para sus textos. Historia de Colombia y sus oligarquías (2018) es un manjar exquisito de lectura crítica adobado como se debe, con buen humor, sarcasmo e ironía.
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Su voz era tan profunda como su mirada y su escritura tan punzante como esas máquinas de tatuar que, si bien causan algo de dolor, lo compensan con la creación artística de quien la esgrime y manipula, y conceden la satisfacción del tatuado que la contempla y exhibe. La escritura de Caballero es profundidad y estilo, pensamiento crítico y manejo excelso del lenguaje; y claro, verdades, opinión, visión, y debe reiterarse hasta la llaga con sal y limón, sarcasmo e ironía. Como en la tonada del nonagenario Oscar Agudelo, “con voz aguardentosa y de amargura lleno” le habló a Colombia a través de sus escritos. Bebió güisqui con fruición y el cigarrillo fue otro apéndice de su mano derecha, que le aclaraba la mente y le tiñó los dientes de amarillo. Era de pocas palabras, mientras su interlocutor no fuera alguien con alguna virtud para el diálogo y sin la escasez de cultura general que cunde. De pocos amigos. De poca risa. De muchos datos históricos reveladores.
Resulta difícil creer que detrás de su rostro adusto, circundado en la cumbre por una calva que lo hizo ver viejo desde muy joven y una barba como de pirata silente (una etopeya singular para quien a través de sus textos vociferaba en este mar de babas), estuviera el dramaturgo de los monachos, de las caricaturas con las que volvía comedia la realidad nacional, con las que rompía la idea de hombre adusto y descendía al ‘populacho’, a la muchedumbre marginada y excluida, pues jamás caricaturizó a los personajes de la vida pública (¿política?), sino que recreó toda la cultura popular que incluye al cardenal y al traqueto, al militar y al narco, a la señora y a la prostituta. Por eso en las primeras dos líneas de la presentación del libro en cuestión, martilla su sentencia inaugural. “Este libro de historia, aunque vaya ilustrado con caricaturas, no va en chiste: va en serio”.
Y muy en serio, aunque con algunos chascarrillos propios de la cachaquería. Y datos insulsos más propios de un magazín de variedades que de un intelectual de abolengo. Caballero se encarga en este libro de actuar como el único indio que ha sido presidente de Colombia: el general José María Melo, que no tenía pelos en la cara, ni en la lengua. Junto con Bolívar, fueron los únicos presidentes colombianos del siglo XIX que no tuvieron barba ni bigote. Al primero porque los pijaos somos feos con dignidad; y el segundo, porque era un niño rico, muy rico, el más rico de América (¡ahora comprenden algo!), que soñaba con Europa y sus monarquías y al que, por su estatura, la barba lo hubiera convertido automáticamente en un gnomo de las leyendas celtas. Como Melo, que antes de firmar su rendición -en la romántica tentativa de democracia socialista que instaló y fue tildada de “guaches contra cachacos”-, mató de un pistoletazo a su caballo favorito para que no lo fueran a montar sus vendedores, Caballero mata de un plumazo su pasado oligarca para desenfundar y ejecutar toda su artillería retórica contra las oligarquías colombianas.
Y comienza por el principio, como deber ser, porque nada viene de la nada si atendemos la locución latina ex nihilo nihil fit, atribuida al griego Parménides y de la que se han prendido todos los filósofos y algunos críticos literarios. Excluido del primer parche y destacado del segundo, Antonio Caballero, un hombre tan pragmático como pesimista, arranca por el cataclismo sin precedentes que fue el mal llamado ‘Descubrimiento’, un genocidio que no se iguala a ningún otro en la historia de la humanidad que despobló hasta los huesos un continente y que -para nada-, fue el bucólico encuentro de dos mundos que la historia oficial enseña. Que un siglo después de la llegada de Colón haya muerto el 95% de los aborígenes, da cuenta de semejante catástrofe humanitaria. Salvo un par de cronistas, dos o tres sacerdotes piadosos y algún poeta sibilino, los españoles de Castilla “andaban del demonio revestidos”, cuando llegaron por acá, como escribió Juan de Castellanos.
Y comenzó entonces este baño de sangre que no se detiene. Porque hasta entre los tales conquistadores se mataban. Y entre los nativos desconcertados. Y entre los unos y los otros se fue gestando la vergonzosa idiosincrasia colombiana. Todo era nuevo para todos. Asombroso y peligroso. Los caballos y la espada. Los venenos o las frutas. Y la palabra. Se ha calculado que tres de cada diez españoles no sobrevivieron a su primer año de estancia en las Indias. Sólo 80 años después se atrevieron traer a sus mujeres. ¿Cuál mestizaje? Abuso. Violación. Y mientras narra, Caballero perfila personajes claves. Colón, por ejemplo, del que todavía no se sabe si fue un charlatán genial o el primer contratista de Colombia. Mercachifle. Porque hasta lo de las tres carabelas fue imprecisión o mentira. Era sólo una, La Niña, las otras dos, embarcaciones de otra clase y poca monta. Un timador que engañó y tumbó a sus financiadores, los Reyes de Castilla –que aún no eran llamados Católicos-, que a su vez querían tumbar a todo el mundo para financiar sus guerras expansionistas.
Y los indígenas, que estaban aquí hace treinta mil años, conformaban entre 80 y 100 grupos con estructuras sociales muy bien definidas. Sin escritura, pero con jeroglíficos. Por eso en Colombia –a diferencia de lo ocurrido en México y Perú- no hay una versión escrita por los sometidos, por ‘los vencidos’. Escasamente una exigua y oculta tradición oral, porque hasta la lengua les fue arrebatada, arrancada, literal y simbólicamente. Hay más registros sobre los negros esclavizados traídos para paliar en algo la hecatombe frenética provocada por la avaricia, pero se ha invisibilizado, a que no adivinan por quién, sí, por la historia oficial. Bien cita Caballero al poeta Juan Manuel Roca, que cinco siglos después asegura: la historia de Colombia se ha escrito con el borrador del lápiz. ¡Canallas! Un tapen tapen. Destruyan destruyan. Oculten oculten. Una olla podrida, plato típico español que bien representa la tradición dirigente de esta nación atribulada y maloliente.
Aquí desde siempre se obedece, pero no se cumple; y con el oro, se hace tesoro. Se busca El Dorado desgraciado. Triunfa el papel y el leguleyo. Las alianzas y las trapisondas. Las puñaladas traperas al pueblo y el desorden generalizado para dominar. La resistencia, primero se desconoce y luego se criminaliza. El asistencialismo se dirige, para perpetuar el poder. Es el imperio, no de la ley, sino de la corrupción. El vencimiento de términos como estrategia. El todos contra todos, para el beneficio de algunos. El peso de los apellidos y las cuentas bancarias. El bipartidismo aún latente. Los monopolios ocultos y las todas las hegemonías disfrazadas. La división para reinar. La violencia como método y la muerte por asesinato como el viejo remedio. La mediocridad como destreza. La ignorancia y la pobreza como bases del remedo democrático. Los impuestos como bastión de los políticos hambrientos. Dios como escudo y el diablo como aliado. En suma, una patria que dejó de ser boba, para ser estúpidamente convencida. Hay que leer Historia de Colombia y sus oligarquías (2018). Después vomita y decide por quién votar, para que todo siga igual.
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