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A tres bandas

El desfalco del erario es casi nada comparado con el más grande de todos los hurtos que se perpetra cada día en este país de miseria.

A tres bandas
Especial para 90minutos.co

El desfalco del erario es casi nada comparado con el más grande de todos los hurtos que se perpetra cada día en este país de miseria.

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“En el juego de la vida

Nada te vale la suerte

Porque al fin de la partida

Gana el albur de la muerte”…

Mundito Medina (Canta Daniel Santos)

Hay cosas que la modernidad no ha podido derrotar y una de esas es el billar. No importa si es en algún recóndito lugar perdido entre la maraña selvática o rociado por una tormenta de arena o de nieve, en algún suburbio profundo de la capital del mundo o en alguna ciudad de provincia y pacotilla en cualquiera de los tres mundos, o en alguna mansión anónima de un nuevo rico tropical o de un millonario reconocido en Wall Street, una mesa de billar es a veces el único escenario donde rueda la vida impulsada nada más que por los golpes y una banda sonora. Donde se analiza y se entiza. Donde se apunta y se golpea.  Donde se acierta o se desconcierta. Donde -sobre todo los hombres, pero también las mujeres y otras yerbas- se entretienen y divierten. O donde se pierde o se gana. A veces la vida. ¡Y no es una exageración!

Baste con releer a Manuel Mejía Vallejo y su Aire de tango (1973), Las muertes ajenas (1979), Tarde de verano (1980) y El mundo sigue andando (1984). La tradición oral llevada a la escritura y a esa especie de costumbrismo modernizado al que no le es ajeno el billar que no ha cambiado en siglos aunque cada quien crea reinventarlo continuamente. Nunca es posible el empate en este juego y siempre, siempre, absolutamente siempre, se refleja en la mesa la condición humana. La calma o la inseguridad, la tranquilidad o la codicia, la personalidad o la avaricia, la seriedad o la desfachatez, la palabra o la cobardía, el conocimiento o el azar, la realidad o la fantasía. Y donde una carambola libre o a tres bandas –por sencilla que sea-, es el resultado de combinar lo adverso y en apariencia imposible para lograr la victoria y el asombro de quien ignora el juego. No releo, pero evoco con nostalgia El día señalado (1964) de Vallejo y esa cruz cansada de tener los brazos abiertos.

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El billar es como la vida: mirada serena, para analizar el contexto y diseñar la jugada; entreno constante, para afinar el pulso; precisión imperiosa, para reducir el error porque la perfección es imposible; cálculo absoluto, para no depender el azar; talento trabajado, para forjar el carácter y la humildad; física plena, para propinar la fuerza necesaria; una pizca de suerte que nunca sobra; y ese acierto satisfactorio para agacharse y continuar jugando. Y ojalá, vencer. Esa también es la vida, no quedarse en el logro, trascenderlo, porque ella continúa, porque los triunfos son historia, porque un palmarés es sólo estadística y cifras que deben revalidarse cada día. O sino, simple pasado, todo día lo será, pero contra eso se lucha. En el billar hay física, geometría, matemática y hasta filosofía, pero quien sabe jugarlo puede no saberlas y aplicarlas. Ocurre lo mismo con la vida: no siempre vive mejor el que más sabe, sino el que mejor juega. El billar envuelve con el asombro, con la invocación de lo posible por difícil que sea, con las infinitas posibilidades de acierto y falla, esa maravillosa revelación del acertijo de los movimientos en el limitado rectángulo verde.

Jugó Fernando VII y Francisco de Paula Santander. También Laureano Gómez y hasta Brigitte Bardot. Al primero, todos los súbditos lameculos lo dejaban ganar para congraciarse con el monarca cuya habilidad no radicaba precisamente en la fálica pericia de hacer fantasías con el taco y con las bolas; y el segundo -que fue el primer colombiano en tener mesa de billar propia en casa-, pasó a la historia como ‘El hombre de las leyes’ cuando en realidad era un rufián que hacía negocios a tres bandas con ellas (con las leyes) para engordar su pecunio. Hacía una, cantaba dos y corría tres. (Si no entendió, usted jamás ha jugado billar) Como el préstamo para la mal llamada “Campaña Libertadora” (lucha por el poder liderada por los criollos considerados con “mancha de tierra” por los españoles ‘de bien’) que le supuso ‘abudineables’ ganancias. O Hato Grande, la hacienda que le expropió Bolívar (robó es el término adecuado) al sacerdote español Pedro Martínez en nombre de la “Independencia”, se la ‘adjudicó’ a Santander “en pago de sus favores a la libertad” y que hoy funge como la casa de campo de los presidentes de la república. ¡Eso explica tantas cosas! En fin, sólo espero dispense usted abnegado lector tantas comillas dobles y simples para explicar tanto agravio. Del “monstruo” Laureano Gómez sería mejor no hablar, pero diseñó el Frente Nacional carambola a carambola. Y B.B. el mito erótico de los sesenta, sin duda supo de bolas.

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Pero volvamos a agacharnos y a jugar. El billar por extensión es el lugar donde se juega y como tal tiene su propio argot, ese lenguaje único que sólo se aprende allí y funciona como un código específico que se descifra en medio de la barahúnda de música, tintineo de botellas y copas, algunos tintos, cigarrillos, mucho humo y una que otra ‘putalacha’, esas chicas descomplicadas del insecto aquel. Bueno, de ahí que la sociedad haya visto al billar como un espacio de vagancia y perdición, de vulgaridad y malevaje, cuando en realidad es una escuela de la vida, ese difícil arte en el que todos somos aprendices. Si el contrincante juega mucho: juega más que niño chiquito amasando mierda. Si se rebusca las carambolas por difíciles que sean: más peligroso que una pelea en un billar. Si a pesar de haber hecho todo lo posible la carambola no se hace: se fue por puta porque no le hacía falta nada. Si es bueno para el golpe de corrido: yo corro pero ‘nuncacorro’ como vos. Si bueno para el retroceso: jala más que pelo e’ cuca. Una carambola producto de la suerte: un chimbazo o un arepazo. Si la bola tacadora toca sutilmente la primera bola y es carambola: más fino que calzoncillos de marica. Si la mujer que atiende tiene piernas bonitas: Tiene más patas que una mesa de billar. Dichos burdos y machistas –todos o casi todos-, pero quién dijo que la cultura popular deja de copular metáforas para entregarnos lo que luego se estiliza. Por ejemplo: “El matrimonio es como las bolas de billar, todo el día chocan y luego duermen tranquilas”.

No importa si son las dieciséis del billar pool -la blanca tacadora y las quince con un color y número definidos- o las tres del billar, una roja y dos blancas. Una de las blancas tiene un punto. Las primeras bolas fueron de marfil y debieron rodar muchas lágrimas de elefante y miles de paquidérmicos morir para que ellas rodaran y corrieran los billaristas a limpiarlas como si no hubieran significado tanta sangre. Ahora son de una resina de poliéster que el británico Bill Yar no debió ni siquiera imaginarse, como tampoco Henry Devigne, el artesano de la corte de Luis VX, que elevó el juego del suelo. Se pueden caminar kilómetros en una noche de billar. El cálculo habla de un kilómetro y medio por cada partida de cincuenta carambolas, que es la extensión del “chorizo” donde se marcan los puntos y las chiripas. Y agacharse tantas veces como tacadas se hagan en un “chico”. Y a pesar de eso y de todo, no es deporte Olímpico aunque si mundial. Los antiguos egipcios terminaban con el culo y las rodillas lastimadas porque lo jugaban en el suelo. Ya en los salones de las cortes francesas se estilizó y se hizo acompañar de otras prácticas más mundanas y menos sanctas.

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El billar requiere la concentración del ajedrez, la elegancia del golf, la plasticidad de la danza, la fuerza de los bolos, la sensibilidad de la esgrima, la astucia de los delincuentes y la frialdad de los criminales. Por eso lo jugaron Luis XI, Napoleón, el cardenal Richelieu, Abraham Lincoln y George Washington; y lo pintaron Vincent van Gogh, Paul Gauguin y Toulouse-Lautrec. Pero ahora que me acuerdo les iba era a hablar (en realidad eso es escribir) del cuento de Gabriel García Márquez, En este pueblo no hay ladrones (1962) y su relación metafórica con las jugadas de carambola a tres bandas de esta oligarquía putrefacta ‘en cabeza’ de un Duque tan inferior como descarado y provocador, que tienen al nefasto exministro de hacienda, Alberto Carrasquilla, como codirector del Banco de la República; y a la funesta exministra de la TIC’s Karen Abudinen como alcaldesa ad-hoc para Sincelejo-Sucre. Verdaderas bofetadas a la ‘opinión pública’, si esa vaina existe.

En este pueblo sí hay ladrones y no sólo gobiernan sino que les importa un soberano rábano ser descubiertos porque aquí no pasa un ¡masculino de Ana! aunque pase de todo. Al fin que el billar también es ambición y resistencia. Turbación y descaro. Interés y concupiscencia. Políticos como la bola roja, que no se toca pero todo lo condiciona. Desgraciados que no sienten culpa, ni siquiera cargos de conciencia por sus desfachateces frente a una sociedad que se acostumbró a la obscena corrupción, a ese yugo maldito que comparte con cierto beneplácito, porque también ella es corrupta. Tan ladrón Dámaso como don Roque, tan ladrona Ana como el negro forastero acusado de robarse las bolas del billar de ese pueblo miserable. Tan ladrón Duque como Carrasquilla, tan ladrona Abudinen como Martha Lucía. Porque en cualquier país del mundo roban los ladrones, pero aquí roban todos. El desfalco del erario es casi nada comparado con el más grande de todos los hurtos que se perpetra cada día en este país de miseria: se roban la esperanza a más de tres bandas.

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“El falso feminismo es una gran lacra”

Lo que me lleva de nuevo a exponerme es la polémica por el beso de Luis Rubiales y Jenni Hermoso. Un beso catalogado como violencia sexual.

“El falso feminismo es una gran lacra”
Especial para 90minutos.co

Lo que me lleva de nuevo a exponerme es la polémica por el beso de Luis Rubiales y Jenni Hermoso. Un beso catalogado como violencia sexual.

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Primero lo primero. Nadie debe besar a nadie en contra de su voluntad. Eso debe estar claro y no amerita discusión alguna. Ni hacer absolutamente nada que no sea acordado, aunque ese acuerdo en las relaciones interpersonales suele ser tácito.

De lo contrario, estaríamos al frente de la deshumanización y la automatización de lo idílico, de los flirteos iniciales del romance convencional, los galanteos o ligues precedentes, previos al enamoramiento. Valga decir que estamos ante la sexualización de las relaciones interpersonales en una sociedad “datasexual” e “infómana”, que todo lo publica y debate en redes por íntimo que sea.

Segundo. Ante la sexualización de relaciones entre humanos que no necesariamente buscan un encuentro sexual o una relación de pareja, tocará conocerse a través de una aplicación y llenar un formato donde se pida autorización para dar el primer beso, que se da con la mirada y tiene una profundidad que llega hasta lo más insondable del alma y lo más recóndito del espíritu.

O salvoconducto para tomar una mano entre las nuestras, que es la forma más genuina de la caricia. O una licencia para abrazar, la maniobra más efectiva para unir los pedazos de un corazón roto. Porque hay lenguajes del cuerpo que trascienden todos los lenguajes.

Tercero. Un amigo entrañable dice –para casos como el de esta columna y su título– que sale flote mi vocación de sparring, esa propensión a pelear para que otro mejore sin más recompensa que recibir golpes como opositor invisible.

Lo anterior, por supuesto, no alcanza para una disposición permanente al suicidio por mano ajena, sólo una provocación reflexiva esporádica –belicosa si se quiere, una pulsión del pensamiento crítico que siempre será mejor que agarrase a golpes– que espero no se convierta en inmolación.

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Cuarto. El motivo que me lleva de nuevo a exponerme es la polémica alrededor del beso de Luis Rubiales, presidente de la Federación Española de Fútbol, a la jugadora de la selección española, Jennifer Hermoso, tras la obtención del título mundial en Australia.

¿Impulso emocional o agresión razonada? Opinar es una moderna y novedosa forma de suicidio social, pero qué carajos, cuando uno tiene más pasado que futuro, madrazos y aplausos se reciben con la misma actitud: usted piense lo que quiera que yo escribo lo que pienso.

No hay quinto malo. En España y en buena parte del mundo occidental, la situación ha dado para todo. La condena social ha sido una cacería mediática que tiene visos de melodrama y película de terror.

Un beso catalogado como violencia sexual, que el acusado ha considerado un pico espontáneo y consentido, dos términos que de entrada encierran una gran contradicción o, por lo menos, un ingenuo contrasentido. Y la mamá de la implicada, califica como algo intrascendente frente al título mundial.

“Que el hecho no quede impune”, ha manifestado la jugadora y el sindicato de jugadores pide la cabeza del calvete que ha dicho que “el falso feminismo es una gran lacra en España”. Y ahí fue Troya. Lacra es un escupitajo. Por supuesto, lo que no se cuenta en los medios ni se ventila en las redes, es que detrás del hecho está la disputa política por un cargo con unas implicaciones económicas y sociales tremendas.

Les va bien entonces a las aves de rapiña y a las jaurías de hienas, propiciar y esperar la muerte del atacado para acceder sin reparos al sanguinario festín.

El escándalo del beso siempre es carroña para los medios. Con este, el ingrediente adicional es la llamada “violencia de género”. Los picos entre Britney Spears y Madona, y entre la reina del pop y Cristina Aguilera, confirman que las ninfas son adorables. Entre Johnny Deep y Jimmy Kimmel, ratifican una amistad sin prejuicios.  

Entre Sandra Bullock y Scarlett Johansson, que ya quisiera era uno ser el labial. Y entre Miguel Bosé y el colombiano Manuel Medrano, un mensaje de amor artístico, según afirmó en su momento el cantante de Una y otra vez.

Todos, besos entre personas del mismo sexo, algunos de los cuales no se han declarado bisexuales u homosexuales. Al fin que –para los dos casos: la elección de su sexualidad o la revelación pública– es su decisión.

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Pero volvamos a la pelota, sin más enumeraciones, pero sí con cifras. En el pasado mundial un medio de Sidney registró 30 casos de jugadoras lesbianas o bisexuales. Y lo hizo para argumentar de manera contundente que señalar a todas las futbolistas como lesbianas, es como asegurar que no hay hombres futbolistas homosexuales.

En los dos vestuarios habrá todavía quienes no se atrevan a salir del closet y eso debe respetarse. Una sociedad llena de prejuicios, manipulada por la tecnología, no es el mejor indicador de equilibrio. Amén de la “demencia libertina” que padece esta sociedad, para evocar la condena al Marqués de Sade.

El pecado de Rubiales fue darle un pico a una mujer (dice él que, con su consentimiento, afirmación que ella ha negado); una mujer que si bien no ha declarado su orientación sexual (no está obligada a hacerlo) es vocera LGBTI+ y tiene gran influencia en su país pues es la goleadora histórica de su selección.

Hay nuevas formas de masculinidad, mucho más afines y respetuosas que el legado patriarcal. Pero también –hay que decirlo sin temor a ser lapidado– equivocadas formas de feminismo que rayan en lo que algunos han llamado ‘hembrismo’.

Es un fenómeno en boga, tal vez ese “falso feminismo” al que se refiere Rubiales con el infeliz adjetivo al final. Mujeres en apariencia empoderadas que basan su vida en actuar como actúa un hombre machista, porque con esa actitud creen reivindicarse.

No, no es imitando a los hombres que una mujer se libera de las formas atávicas del machismo pasado. Es con inteligencia, no con superioridades ficticias ancladas en prácticas culturales también condenadas a los hombres.

El alcoholismo y la promiscuidad –para citar sólo dos ejemplos– no está bien ni para hombres, ni para mujeres, ni para nadie.

Los niños pueden llorar y jugar con muñecas; y las niñas pueden jugar fútbol y con carritos. Los estereotipos nos han hecho mucho daño y siguen haciéndolo. Un vocabulario soez es vulgar en la boca de cualquiera, independientemente de su sexo y sexualidad.

La agresión sexual lo es al margen de quién la ejecute. La agresión física es tan grave como la agresión verbal o psicológica, venga de quien venga. El feminicidio debe condenarse tanto como el masculinicidio o androcidio, aunque el último no tenga aún soporte jurídico.

No es una cuestión sólo semántica, es un asunto social que debe atenderse en aras de la convivencia.

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La sola andanada de insultos e improperios que desencadenará este texto, son una prueba misma de lo que aquí se plantea. Emergerán reencarnaciones de Lilith, de la femme fatal, que fue todo lo contrario de la esposa fiel y la madre abnegada.

La mujer que se rebeló contra Adán, la que lo desafió, la que sólo quería copular encima de él y gustaba de la sangre de los niños y el semen desperdiciado de los hombres. La que tuvo muchos amantes por su sexualidad desenfrenada, ilícita y morbosa; y que la llevó a terminar desterrada a orillas del Mar Caspio al lado de Asmodeo, un monstruo horripilante con lujurioso deseo carnal similar al de ella, con el que se dedicó a engendrar miles de demonios.

¡Habrá algo más machista! Sí, que cualquier género se considere superior a otro en el aspecto que sea.

Ya está bien de tanta satanización. Ya está bien de tanta guerra de sexos. El listado de los futbolistas que se han besado con sus compañeros da para una enciclopedia y no han hecho tanta escandalera. No armen más tormentas en aras del respeto y de la igualdad.

Mujeres y hombres son infieles. Hombres y mujeres maltratan. Mujeres y hombres quieren imponer dominio. Hay buenas y malas personas en los dos sexos y en las múltiples sexualidades. Inventen los géneros que quieran, que cuando de genitalidad y enfermedades se trate irán sólo adonde dos especialistas: ginecólogo y urólogo. Ahí les queda pues. ¡Pasen al festín!

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El zar de Puerto Tejada

A muy pocos les rinden homenajes en vida. A muy pocos los medios de comunicación respetan y consienten. Y uno de ellos es Pedro Antonio Zape Jordán.

El zar de Puerto Tejada
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A muy pocos les rinden homenajes en vida. A muy pocos los medios de comunicación respetan y consienten. Y uno de ellos es Pedro Antonio Zape Jordán.

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A Pedro Antonio Zape Jordán le cuesta pararse, poner de pie su humanidad para recordarle a la vida que los robles son mortales, pero inquebrantables en su porte y robustez. Es el peso y el paso de los años que sin embargo no le impiden erigirse como uno de los más grandes arqueros del fútbol colombiano de todos los tiempos. Es de pocas palabras y de muy buen humor. Maneja un doble sentido que, como debe ser, se mueve entre la simpleza y la perversión. Como todas las leyendas vivas, parece más grande de lo que es y a sus 74 años los brazos todavía se le descuelgan de sus hombros como los dos largueros de las porterías que protegió cual cancerbero del infierno durante 22 años, del 66 al 88.

Como en el cuento de Gabo, El ahogado más hermoso del mundo, este hombre desde siempre ha tenido cara de llamarse Pedro, Pedro el grande. Así se llama el documental que le hizo Héctor Fabio Grueso, para rendirle homenaje. Podrá no ser el título más original –así era llamado Pedro I, el zar de la dinastía Romanov de Rusia–, pero es verdad. El que sí es muy original es el nombre de la productora: Grueso calibre. Este hombre nacido en Puerto Tejada-Cauca, estaba condenado a la grandeza en la dinastía Zape. Todos sus hermanos jugaban fútbol y para Pedro Antonio –el más entrañable de ellos, Constantino, ya fallecido–, era mejor que él. Su inspiración. El modelo que quiso seguir.

Por eso, porque no ser creía el mejor, cuando llegó al fútbol profesional no jugaba con el número uno en la espalda, como la mayoría de los guardametas, sino con el 24 o con el 22, o con cualquier número o camiseta que no tuviera dueño. El número nunca tuvo nada de especial, sólo que estuviera disponible. Pedro Antonio no era el más alto, pero sí el más ágil. No era el más fuerte, pero sí el más corajudo para enfrentar a las tribunas del Pascual Guerrero cuando lo silbaban. Afirma sin titubeos que cuando lo ofendían atajaba de todo. Su partido era una lucha aparte contra la dignidad. Jamás sufrió delirios de grandeza y todavía hoy, mira al piso como buscando respuestas ante el que considera un inmerecido homenaje. Tal vez por esa humildad que nunca fue necedad, era un tipo cuya calidad en aquellos tiempos a casi nadie le cabía en la imaginación.

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A él tampoco le cabía ni en la cabeza ni el corazón que el auditorio principal de la Escuela Nacional del Deporte estuviera tan lleno y que tantos amigos del fútbol hubieran acogido el emocionante llamado de la distinción reservada para aquellos que sobresalen de la manada. Varias veces los ojos de los asistentes auscultaron detrás de las gafas del portero, si las lágrimas se asomarían en los ojos algo apagados pero pícaros de un hombre sinigual; o atendieron con sigilo si la voz se le quebraría, pero el arquero estiraba su espíritu con un silencio breve y despachaba la nostalgia con una sonrisa, que es como uno de esos saques que promueve un contragolpe certero, que por supuesto, termina convertido el gol.

Cada vez es más extraño encontrar a una persona a la que todos quieran sin reparo alguno. Hasta sus regaños y ‘putiadas’ en medio del juego y los entrenamientos, se recuerdan con cariño. La mayoría lo considera el número uno. Sí, el mismo que nunca buscó tener en su espalda y ahora porta como estandarte en el espíritu, en el corazón, en el alma, en cualquier de esos lugares intangibles donde se guarda lo que no se puede tocar, pero se puede sentir. Son cosas del alma, dice. Guarda silencio. Parece melancólico. Baja la cabeza. Se acerca el micrófono y remata: “Son cosas de alma, del almanaque”. Como buen humorista, no se ríe. El auditorio estalla en una sonora carcajada.     

A reventar, así estaba el lugar en el que se dieron cita viejas glorias del fútbol. Muchos merecen iguales o mejores homenajes. Le dieron todo al fútbol y éste les devolvió un par de monedas y muchas patadas, algunas de ellas con nombre propio: indiferencia y olvido. Algunos como Jairo el Maestro Arboleda y Ángel María el Ñato Torres se conservan bien, atléticos y con una figura longilínea. Aunque canosos y con los pliegues de la vida como medallas en el rostro. Eduardo Niño, como si no hubieran pasado los años y el Profe Barragán, en lo suyo, el liderazgo. Norman Emilio el Barby Ortiz, Oscar el Moño Muñoz y Pedro Nel Ospina, unos abuelitos adorables que evocan sus años mozos con una picardía apenas comparable con la del ahora reposado Jairo el Tigre Castillo.

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A muy pocos les rinden homenajes en vida. A muy pocos los medios de comunicación respetan y consienten. Y uno de ellos es Pedro Antonio Zape Jordán. Su agilidad ahora es mental y no física. Ya no se abalanza como un felino sobre la pelota, pero sí sobre un suculento sancocho o cualquiera de los platos típicos de su Puerto Tejada del alma, cuyo estadio lleva su nombre. Es otro tributo en vida, otro reconocimiento a su grandeza y a su nobleza. Ni su guayabera azul cielo ocultó su prominente panza, ni su voz la inmensa nostalgia por una vida deportiva que toma visos de leyenda. Una y otra vez aseguró no tener palabras para expresar lo que sentía, mientras su economía verbal sentenciaba sabiduría. Varias veces manifestó no merecer tanto y cada vez que lo hizo el público grito: “Claro que sí y mucho más”.

La suya –como subraya el subtítulo del documental, es una historia de fortaleza y victoria. La primera, una condición menoscabada por los años y los achaques de la edad; pero la segunda, una condición reservada para los elegidos, para los ungidos por los dioses para ganar aun en la derrota, para vencer siempre, incluso cuando la vida de a poco se va yendo y llegará la derrota final a manos de la parca. Pero los ídolos nunca se mueren del todo. Pedro el grande lo sabe y se mofa del comentario de otro grande de los tres palos, Julio César Falcioni: “Estamos viejitos y por eso nos hacen homenajes”. No es sólo por viejos Julio, es por grandes. Y entonces las manos fuertes y firmes que atraparon tantos balones –ahora un poco temblorosas y rígidas- se unen en un acto de sumisión sobre su pecho para agradecer a toda la concurrencia. Gracias a vos Zape por las atajadas, por las voladas, pero, sobre todo, por el pundonor y el arrojo como ejemplos para la vida. ¡He ahí tu grandeza!

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Infómanas y datasexuales

Ni hombres ni mujeres somos imprescindibles. Apenas a lo sumo indispensables y reemplazables en los fugaces instantes de la felicidad. Ni Adanes ni Evas.

Infómanas y datasexuales
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Ni hombres ni mujeres somos imprescindibles. Apenas a lo sumo indispensables y reemplazables en los fugaces instantes de la felicidad. Ni Adanes ni Evas.

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“Se desprecia a las mujeres, se les consume, se les desecha, se les estigmatiza,

se les cuelga para siempre al árbol patriarcal y allí se les ahorca”.

Elena Poniatowska

En el primer Diccionario ilustrado de la risa con frases de políticos, machistas, feministas, vivos, tontos y alguno que otro animal, se lee –obediente a los principios de la Santa Madre Iglesia– que Adán es el único hombre verdaderamente imprescindible que ha tenido la humanidad. Y del que todavía no se sabe si tenía o no ombligo, pues si nadie lo parió se elimina de un tajo a la mujer en el proceso de la creación al no haber tenido el primer hombre cordón umbilical. Y de su costilla y la creación de la mujer mejor ni hablar. Todos sabemos que los señores fieles a la cruz y a sus maderos sagrados; y al dinero, son patriarcales hasta los tuétanos, pues la tríada Padre, Hijo y Espíritu Santo; y el cuentazo de la Virgen, son más machistas que todos los hombres del planeta juntos. ¡Dios jamás tuvo mujer!

En el ensayo La puta de Babilonia, Fernando Vallejo –el último genio de Colombia– escupe toda su erudición en contra la sagrada institución: su machismo, su homosexualismo, su esclavismo, su pederastia vergonzante, sus imposturas, su enriquecimiento, sus crímenes, sus contradicciones, sus mentiras y, por supuesto, su misoginia: su aversión a las mujeres a las que relega a un purificado y subordinado papel. Mientras aplica toda su maledicencia y se refiere al Papa como un “marica con sotana” (si su sensibilidad fue herida puede dejar aquí esta lectura y ni se le vaya a ocurrir leer Memorias de un hijueputa), se refiere a las mujeres con un candor apenas equiparable con la aversión que le genera la reproducción humana.

Como buen provocador jamás toma el camino de calificarlas como los seres más maravillosos de la creación, y menos, cuestionar que si no fuera porque para estar en sus brazos hay que caer antes en sus manos, la cuestión con ellas sería más espontánea, tolerable y llevadera. No, eso se entiende porque Vallejo se ha declarado públicamente bisexual, –con sarcástica ironía testifica (término que deriva de testículo) que le gustan los muchachos y los pelaos– y entonces confiesa que al que coincide con él le abre de inmediato un campito en el corazón y le otorga la categoría de poseedor indiscutible de la verdad. Y esa, es una revelación de una ternura inconmensurable. Así sea mentira.     

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Como la de la mujer imán, que atrae pero es incapaz de retener. Porque no quiere –y eso es respetable–, pero también porque a veces no puede –y eso es lamentable–. Los espacios en el corazón son limitados. Y se cansan los ojos de ver tanta desfachatez y los oídos de tanto oír las mismas peroratas sin acciones concretas para avanzar en la vida y el corazón de tanto comprobar que se necesita hacerse el imbécil para ser feliz, asumir un estado de inconsciencia y de silencio para evitar molestar a quien no puede mejorar porque pierde su esencia. Argumento este derivado de la filosofía de WhatsApp, que no sirve para un carajo. O sí, para ocultar el ser en el parecer de las redes. (Insisto, antisociales).

Cuando una sociedad, la mujer o el hombre (incluidas todas las alternativas), tasan su valor social en el cuerpo, la estatura ética queda reducida a prácticamente nada. La pobreza espiritual de esta sociedad se refleja cuando consagra su existencia únicamente a rendirle culto a buscar el canon de belleza impuesto u ocultar sus defectos, bien sea con maquillaje, con cirugías, con ejercicio (que mejora cuerpo, pero no cara), con palabras, con actitudes, o con esa propensión a enviarle mensajes de la conciencia al mundo que sólo revelan las heridas de su inconsciente y las ausencias y vacíos afectivos que llena con cualquier cosa, actividad, vicio o persona. De ahí que una y otra vez se fracase en las relaciones. Ahora bien, alejarse del abismo nunca será un fracaso, pero no intentar construir un puente es de una insensatez suprema.

Coincidiremos eso sí, en que mucho va de Elena Poniatowska a la Bichota y tanto más de Idea Vilariño o Alejandra Pizarnik a Shakira. De Francia Márquez a la Cabal, de María Jimena Duzán a Vicky Dávila e incluso de Catalina Usme a la mayoría de hombres. Hay imanes diferentes y cada quien atrae con fuerzas magnéticas propias. Pero lo cierto es que en tiempos de la virtualidad las relaciones fracasan fundamentalmente porque la sociedad impone comportamientos a través de los medios masivos y las redes que socavan la individualidad. Considerar –demos por caso–, que al igual que los personajes el jet set o los grandes artistas de la farándula, uno puede saltar de cama en cama sin afectar la imagen en su entorno y contexto, es sin duda una expectativa irreal para las mayorías y una situación idealizada por hombres y mujeres que buscan legitimar su promiscuidad.

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Hoy cualquier perico de los palotes o fulana de tal supera con creces las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud que vaya uno a saber de dónde saca sus cifras y dictámenes: “Una persona es promiscua cuando mantiene relaciones sexuales con más de dos personas en un periodo inferior a seis meses”. El que esté libre de pecado que tire…  y bastante, porque ese es un canon de una rigidez impuesta que llega a ser ridículo para todos, por exceso o por defecto. Las redes están llenas de lugares comunes, de infómanas datasexuales –para utilizar dos términos acuñados por el exitoso filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han–, personas obsesionadas con la información que proyecte de ellas una imagen propia ideal que la mayoría de las veces está lejos de su realidad interna y vital.

Si uno se lee Mujeres, Una dama salvaje, y Se busca una mujer, de Charles Bukowski, entiende su realismo sucio, su estilo soez y su exhibicionismo literario. Comprende por qué afirmaba que es posible amar a otra persona si no la conoces demasiado, por qué cuando el amor es una orden el odio se puede convertir en un placer y por qué el amor es una niebla que se quema con el primer rayo de luz de la realidad. Si en cambio lee La mujer, del chileno Isidoro Loi, mientras sonríe se asombra de las injusticias que lo largo de la historia la humanidad ha cometido en contra de las mujeres. Cuando lee El matrimonio, del mismo autor, lo que descubre no son las injusticias, sino las infamias de los hombres.

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Ni hombres ni mujeres somos imprescindibles. Apenas a lo sumo indispensables y reemplazables en los fugaces instantes de la felicidad. Ni Adanes ni Evas. Entretanto el lenguaje se ensaña con la mujer. Un célebre desconocido se refiere a la prensa nacional como “fea, puta y bruta”. Y argumenta: es antiestética, se vende al mejor postor y no sabe que su valor radica en su decencia. ¿Y por qué no referirse al periodismo como feo, puto y bruto? ¿Por qué debe ser ella y no él?

Vale entonces reflexionar en torno de otra acertada definición de Fernando Vallejo: “El amor es una quimera de un sólo sentido como la flecha, que sólo tiene una punta, no dos. ¿Cuándo ha visto usted una flecha que vaya y venga? El amor es para darlo, no para pedirlo. No pida amor. Delo, si tiene. Y si no, pues no”.

Agregaría –para finalizar– que a Dios, como al negro del WhatsApp, el amor se le salió de las manos.

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