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Espinas y Rosas

Espinas y Rosas

Especial para 90minutos.co

Dormí una noche en Rosas. Fue hace 24 años. En un arrebato irresponsable –como casi todos los que han rodeado las grandes decisiones que he tomado en la vida– nos dio con unos vecinos pastusos por irnos ya bien carnavaleados para los Carnavales de blancos y negros con las primeras luces y sonidos de cualquiera de los primeros días de 1999. La nave era un flamante Chevrolet Chevette modelo 1988 color blanco al que mi mamá había rebautizado Copito y que mis compañeros en el Noticiero Notipacífico acogieron como propio, no sin antes aclarar que era un remoquete muy maricón. Era tierno. Nada que ver con su dueño. Fue famoso. Aún lo recuerdan. El último automóvil con transmisión, es decir, tracción trasera. Un tractorcito. Pero nos dejó tirados.

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En el trayecto hasta Rosas-Cauca le apreté todos los tornillos posibles, todas las arandelas y tuercas que mis ojos jamás le hubieran visto y escuchado. Yo era su segundo dueño. Se lo compré a un señor de Santander de Quilichao que lo tenía como nuevo. Le di media vuelta a Colombia con ese carro. Media vuelta varias veces, valga la precisión. Y con cada hallazgo mecánico creíamos haber superado el ruido que nos preocupaba. Y entonces brindábamos con mis amigos para arrancar de nuevo. Pero nada. El ruido era persistente. Un golpeteo incesante, exasperante, como esas goteras gruesas sobre las tejas de zinc en una noche de insomnio. Taque-taque-taque. Y nosotros amanecidos pero cuerdos.

Éramos seis. En realidad, casi siete. Un amigo, su esposa y su hijo pequeño. El papá de la mujer: abuelo del niño y suegro de mi pana. Mi compañera. Y mi hija, que viajaba en la bodega. Sí, en la más segura y tierna de todas: en el vientre de su progenitora. Debió ser ella la del milagro de no poder seguir avanzando en semejante estado de irresponsabilidad. Ya me imagino los reproches que a esta altura usted debe hacerme, pero eran otros tiempos. No es para excusarme, sólo para reconocer que algo he avanzado como persona y todos como sociedad. La Policía de carreteras era permisiva con la ingesta etílica para contrarrestar el frío y el sueño. ¡Vaya contradicción!

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La última parada fue al frente de la entrada al municipio en cuestión. Ubique el carro detrás de un camión con placas de Pasto que estaba parqueado en la berma. Nadie como los pastusos camioneros. Reparan un motor con un cortaúñas. Su fama nacional en bien ganada y su conocimiento de las vicisitudes en la carretera insuperable. La berma era una especie de canaleta –ya se sabía de la intensidad de las lluvias en época de invierno– que funcionaría como cárcamo para auscultar debajo del carro qué podría estar generando el sonido. No fue necesario. El camionero en silencio se acercó al motor, lo escuchó atentamente y sentenció su veredicto: “Son las bielas, pare el carro o funde el motor”. Y se acabó el paseo.

La neblina no dejaba ver casi nada. Serían las 7:00 am. Los carros zumbaban en la vía. No son buenos los recuerdos en ese lugar. Años después un sonidista que asistía al canal regional para apoyar a un grupo de trovadores del programa Amaneciendo –que yo dirigía– murió en ese sitio. No viajó en el transporte de Telepacífico porque llevaba a su novia para que conociera y disfrutara de la fiesta popular mientras él trabajaba. Ella también murió en el accidente. Iban en moto. Cuando pasó el personal que iba a transmitir desde Pasto, todos vieron la macabra situación, pero nadie se percató de que fuera el amigo. Los cadáveres ya estaban cubiertos. Cauca es el departamento de Colombia que registra el mayor número de sinestros fatales en motocicleta en el país. Cuando el sol despejó los nubarrones buscamos un lugar para desayunar. Después transporte y el arrebato terminó. Todos de regreso a Cali, menos yo. Estaba en pits y debía buscar un mecánico.

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Rosas era por entonces un municipio tranquilo. Los más antiguos le decían todavía La Horqueta, por la forma que dibujan en su horizonte dos de sus cerros tutelares. Desarmaron parte del motor –por debajo primero– y ahí estaba el daño. Luego la culata y un pistón frenado, ya con óxido. No se explicaba el técnico cómo ese carro funcionaba con sólo tres pistones e igual número de válvulas. Menos yo, que de mecánica sé lo que usted de mayordomía. Hice un par de contactos con la alcaldía para visitar el municipio con las cámaras de televisión y me dispuse a viajar a Cali. La reparación se llevó los recursos del paseo en ciernes y el retorno obligado, me entregó la posibilidad de dictar clase en la Universidad Autónoma de Occidente. ¡No hay mal que por bien no venga!

Narro esta historia que acaso me importe sólo a mí porque con el derrumbe en Rosas-Cauca se me revolcaron algunos recuerdos y la reafirmación de que informar sobre las vidas de las personas, su trabajo, su hogar, sus familias, las formas de ganarse la vida, sus rutinas normales, confirman que los momentos cruciales de la vida diaria son más interesantes que aprovecharse de un desastre natural para atacar políticamente a un gobierno y culparlo de una serie de sandeces que están muy lejos de la verdad. Informes que se valen de imágenes logradas por los campesinos, las mismas víctimas, y que se acompañan de textos escritos desde la distancia física, social, económica y humanística de estos seres. No quiero imaginar qué hubiera pasado si la avalancha cobra víctimas fatales. Si se lleva las hileras de carros que armaban trancones monumentales en esta vía, con todos sus ocupantes a bordo.

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No ocurrió y eso es lo más importante. El resto es historia patria. Un país que dependa de una única vía como la Panamericana es un país atrasado. Una nación del Tercer Mundo que puso en evidencia Arturo Escobar. Una república que trazó sus carreteras para unir caminos de indígenas y poblados; y no polos de desarrollo. Un estado que no ha unido sus pueblos costeros porque apenas tiene trochas que buscan el centro. Unos gobiernos que desde Bolívar han mirado con desdén a Nariño y a los pastusos; y desde Valencia con repudio y asco al Cauca y a los indígenas. No le sirvieron al departamento vecino los diecisiete presidentes de la república, más bien le hicieron un daño profundo. Rosas hoy no es ningún lecho. Es un epicentro del narcotráfico que corroe al Cauca y tiñó de rojo a la Ciudad Blanca. Popayán es una rumba traqueta, con caballos, camionetas y tetas.

La situación es compleja. Sólo se habla de placas tectónicas y fallas geológicas. Desaciertos del gobierno. Medidas tenues. Y de afectación económica. Salirse de la Panamericana es auscultar la periferia, otro mundo desconocido para el centro. Es volver la mirada sobre poblaciones olvidadas y carreteras sin Dios ni ley. Gentes que viven, sobreviven y superviven porque vencieron la marginalidad y la exclusión históricas. Y qué importa si es a punta de marihuana o coca, de amapola o minería ilegal. O de miserables cultivos y actividades legales. Señores periodistas y medios de comunicación, hay mucha historia y muchas historias a los lados del derrumbe. Dejen de esperar las migajas que caen de la mesa de quienes sólo les importa el impacto sobre sus economías particulares.

!Despierten!

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