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Sin perder la compostura

Sin perder la compostura

Especial para 90minutos.co

Dice la abuelita Edith que la mayor cualidad de nuestra Laurita es que jamás pierde la compostura. Que bajo cualquier circunstancia es aplomada en sus sentires, equilibrada en sus emociones y justa en la proporción de lo que expresa. Prudente, discreta, reservada. En suma, circunspecta. Tanto –digo yo–, que lleva 24 años pensando en qué escribir en las dos páginas en blanco que le dejé en un libro que escribimos los dos hace más de 20 años, A cuatro manos: dos manos y dos manitas, y que no ha podido ser publicado porque el compromiso fue que ella lo completara. Aunque se lo sabe casi de memoria, no se arriesga todavía porque considera que no tiene las reflexiones suficientes para hacerlo. Al fin y al cabo, científica.

Su mamá y yo, ya hubiéramos hecho no sólo esas páginas, sino dos artículos, tres notas periodísticas, cuatro documentales y cinco libros más. Somos comunicadores sociales periodistas de la misma universidad y cuando alguna vez Laurita –acaso pensando en nadar con delfines– dijo que quería ser periodista, me zambullí para sacarla a flote con una sentencia temeraria: Lalis, con dos pobres en la familia es suficiente. Funcionó. Jamás volvió a mencionar el tema. Estudió Medicina. Cuando estaba bien chiquis quiso ser constructora y pintora, pero rapidito se decidió por ser lo que hoy celebramos: doctora… de animales decía entonces. Y tenía razón, porque eso somos no, Homo sapiens, animales un poco más racionales que los chimpancés y los orangutanes. ¡Aunque, me queda la duda!

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En todas las cartas que le he escrito le he dicho prácticamente lo mismo: busca la felicidad, es la distancia entre lo que uno tiene y lo que uno quiere. Cuanto más corta es esa distancia, es mucho más eficaz. Hija mía: cultiva la inteligencia, apenas nos dan la semilla. La inteligencia no se arruga, ni se envejece, no se hace vieja sino sabia. Ella permite la felicidad. Trabaja y disfruta: esa es la clave. Y con la belleza física no te ilusiones preciosa, dura apenas lo suficiente para que entendamos que la muerte es la única certeza y el amor, la única utopía posible. Recorre con firmeza e inteligencia la senda de mujer, pero, sobre todo, la de persona. La de ser social correcto y útil. Princesita de mi vida y de mi corazón, no ames a nadie como te pidan, sino como tú quieras amar.

Antes de tu bautizo, yo leía mientras tú hecha un rollito de pañales dormías sobre el regazo de mi pecho, donde no has dejado ni dejarás de estar jamás. Te escribí cuando estabas en el Colegio Diana Oese, de Cali, donde me gasté uno de los tres grandes ridículos que permite Dios cantando en una kermese Mi muchacho, de Diomedes Díaz, para ganarme dos tiquetes a San Andrés. Todo iba muy bien, el grupo vallenato me dejó saber que yo tenía oído, hubo hasta ovación entre el público. En fin, me creí ganador. Ya me veía con mi chiquita en la playa. Me venció un tipo que debió ser la reencarnación misma de Alejo Durán. Salió de la nada con sombrero vueltiao y todo. Te escribí cuando hiciste la Primera Comunión, cuando recibiste a tu hermano Jesús. “Sí papi, si soy hija de Dios, pues el Niño Dios es mi hermano”. Tenía siete años, cuando escribió eso. Yo todavía no logro disertaciones filosóficas tan profundas.

Te escribí cuando estabas en el Colegio Richmond, de Bogotá, cuando la muerte de Andrés Quebrada les enseñó lo frágil que es la vida, cuando con lágrimas se lavaron el alma que aún no estaba sucia, cuando aprendieron con dolor el valor de vivir la vida. Te escribí para una convivencia, para un día especial en el cole, para un paseo o una jornada de integración, para acompañar alguna tristeza o alguna alegría. Y claro, te escribí en una de las tres celebraciones de tu fiesta de Quince años, realizada el 28 de junio de 2014. No se dejen engañar, mi memoria es frágil. Lo recuerdo con exactitud porque cumplo años el 27 y porque ese día, el sábado 28, Colombia venció 2-1 a Uruguay en el Mundial Brasil 2014. Y porque James Rodríguez se hizo el gol de la vida. Tu reunión se convirtió en una especie de fiesta nacional y el corredor de El Madroño –la finca de la abuelita Edith– en una tribuna del mítico estadio Maracaná de Rio de Janeiro en Dolores-Tolima. Tal vez por eso nos gusta ir a comer en La Calera, al Chori Charrúa.

Y aquí estoy en esta cálida noche de la fría Bogotá, de nuevo leyéndote para que me leas, escribiéndote para que me escribas –así sea con tinta invisible pero sensible–; diciéndote para me digas como tantas veces, que me amas y algunas veces, que me comprendes; viviéndote para que vivas y sigas la senda de tu proyecto de vida que acompañaremos y apoyaremos siempre. Lalis –que hoy debo confesar, es un acrónimo conformado por las letras iniciales de Laura, Adriana y Lisandro– celebramos hoy una certeza: tu grado como Médica, que hace poco más de cinco años era una espesura de dudas e incluso -con algún asomo de dolor– una frustrante incertidumbre. Pero no, tu convicción, tu dedicación, tu esfuerzo y tu disciplina en el tiempo, nos permiten hoy felicitarte y seguirte amando con inteligencia, es decir, como nos has enseñado: sin perder la compostura.

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