Mi pueblo se llama San Antonio Abad del Páramo de Nuestra Señora de los Dolores, pero todos le decimos Dolores. Así, a secas, de puro cariño, para evitar la fatiga. Y como se puede leer en el extenso –y no menos desconocido– nombre, está consagrado a un santo egipcio que lo dejó todo por irse a predicar al desierto y a combatir las tentaciones del demonio –y como estipendio moral hoy es el santo de las mascotas, qué ingratitud por Dios–; y consagrado a una pobre virgen que entre todas las advocaciones es la más abnegada de todas ellas, pues padece lo indecible ante el sentimiento de dolor que una madre puede profesar por el sufrimiento de su hijo. Le dicen la Dolorosa o de las Angustias o de la Amargura…en fin.
El fin de semana que acaba de pasar fueron las fiestas de San Pedro allá en el “pueblito de mis amores” –cantó el poeta, compositor y empresario de la música, el doloreño Fabio Polanco– y nadie se acordó ni del santo ni de la virgen. Ni del poeta. Es más, me atrevería a decir que absolutamente nadie actuó este fin de semana allá como un santo y, menos, como una virgen. Sí como poetas, borrachos, pero al fin y al cabo poetas. Pero tranquilos, la idea no es aventar a nadie sino intentar comunicar algo de lo que significan estas fiestas para alguien nacido en las otrora tierras del Tolima Grande. Algo de frío hubo, en las noches, pero nada cercano a los glaciares del Nevado. Sólo vientos gélidos de los superados páramos sanjuaneros y las siempre renovadas calderas de esta especie decarnaval.
Nada que el aguardiente Tapa Roja en sus tres colores –rojo, verde y azul, porque los negocios son los negocios y hay que bajarle al azúcar para subirle al consumo– no apacigüe un poco. En Dolores se bebe como televisor viejo: ¡sin control! Según la Industria de Licores del departamento, es el municipio con el más alto consumo per cápita de aguardiente de Tolima. El lema pareciera ser el dicho de un amigo entrañable cuando está algo copetón y entrado en gastos: “Bebamos que adonde nos van enterrar no hay agua”. Yo ya no estoy para aprender, sino para olvidar; pero esa frase me supera. La bebida corre a raudales y al trago se suma la cerveza nacional como pasante y todos los licores posibles como símbolo de cierto estatus.
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No faltan el whiskey, el tequila, el ron con cola, algún vodka con juguito de naranja y las cervezas importadas, para demostrar algo de poder adquisitivo, así sea sólo un festival de apariencias. Obviamente, también fluye el autóctono aguardiente chucho, con toda su variedad de cocteles. Ese sí, para demostrar verraquera y apego por el terruño. La vaina comienza con el Día del tamal y se acaba con el lunes de remate, cuando todas las presas están más agotadas que las achiras, el queso asado y las cucas batidas, en la plaza de mercado. Seguro habrá un par de vírgenes menos y un buen número de crucificados que seequivocaron de semana y se creyeron que era la de la pasión del señor.
Las fiestas de San Pedro –Saint Peter, le dicen algunos avezados haciéndose los chistosos– no son sólo un espacio de reencuentro con la familia, los amigos y los coterráneos, sino un reencuentro consigo mismo, con el pasado propio que nos conforma y nos confronta allende las fronteras del pueblo, con las prácticas culturales pueblerinas enraizadas en lo más profundo de la ancestralidad, el territorio y el ser. Allí se funde todos lo que somos, porque fuimos interculturales en el pasado remoto y algo reciente; y somos y seremos multiculturales y más, desde las ciudades donde cada uno habita un espacio, pero de alguna manera vive en la nostalgia. Todos sabemos que el corazón está donde está la memoria –a donde va ésta cuando soñamos despiertos–, que vivimos el presente y habitamos donde están los buenos recuerdos, la infancia y aquellos momentos que se le confiesan sólo a la almohada en las terribles noches de insomnio.
De modo pues que en las fiestas cada quien se pone su máscara para salir a disfrutar de todo aquello que la sociedad permite en estos días de carnaval. Y esas máscaras por supuesto ya no son literales, ahora son sombreros, ponchos, ropa para la ocasión, maquillaje y todos los atavíos e indumentarias que el infierno grande del pueblo chico deja hacer para ser. Todos bailan y cantan. Las reinas lanzan dulces y besos. Los cantantes repiten una y otra vez el par de canciones que la gente ha convertido en himnos. Hay risa y también llanto, todas las emociones juntas desde las empolvadas alboradas mañaneras, hasta las noches intermitentes e interminables donde vuelve a comenzar el ciclo de no querer perderse nada y vencer el tiempo, el sueño y el cansancio.
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Nadie quiere que le ocurra lo que a San Juan, que se perdió su propio cumpleaños el 24 de junio porque lo celebró un día antes con todos los fierros y se despertó cuatro días después –el día de San Pedro–más arrepentido que el que no hace lo que debe, cuando toca hacer lo que toca. Con estas fiestas del santoral católico se le rinde culto a nadie menos que al bautista de Jesús y al primer apóstol que reconoció en él al Mesías. Pero como ocurre en Navidad, en medio de las fiestas de lo que menos se acuerda el pueblo es de la Iglesia o del apostolado, porque es el diablo el encargado del jolgorio y la barahúnda, de las bebidas espirituosas y de la carne, del aprovechamiento de cada segundo como si fuera el último, en suma, de la vida que no se vive y se escapa mientras se sobrevive en la cotidianidad del trabajo y las responsabilidades que impone la modernidad en la ciudad.
Las fiestas de mi pueblo son la esencia cultural de cientos de rincones de Colombia donde retornar es sinónimo de pertenecer y no simplemente de volver, porque no se habita un país sino un terruño, ni siquiera un territorio. Un espacio que, si bien es geográfico, tiene sus coordenadas en el alma. Las raíces culturales están entreveradas y emergen en estos pocos días donde todas las personas están dispuestas a las tentaciones del demonio, a los excesos permitidos, a la lujuria como acto libertariorepresentado en el baile, incluso a la gula, porque los tamales y las lechonas, los caldos especiales y todas las frituras y delicias de nuestra gastronomía tolimense, alimentan algo más que la barriga, llenan el espíritu y la nostalgia, que sin duda alguna nace en la cocina.
Que ha habido mejores, sí. Que faltó organización, sí. Que se dinamiza la economía del pueblo, sí. Que quienes las viven, son quienes las gozan, sí. Que quedan toneladas de basura, chismes, botellas y personas desocupadas, también. Pero tal vez lo más importante, es que el pueblo ha avanzado como sociedad, pues hace unos años las peleas, los heridos e incluso los muertos, eran un sello indeleble visto como la calidad de las fiestas. Eran buenas si había bonches y peloteras. Yo no vi riñas, pero sí niñas fungiendo de reinas. No vi reyertas entre machos, pero sí muchos muchachos jugando a mayores. No vi trifulcas, a pesar de las montoneras en los conciertos. Yo vi mucha gente feliz en estas carnestolendas. Las fiestas populares son un verdadero museo de vivo de nuestra cultura que se levanta cada año y muere para nacer al siguiente con la misma ilusión y algarabía.Eso que incluso en medio de la muerte sigue siendo vida, no puede dejarse, ni abandonarse, ni olvidarse nunca. Una persona sensata no renuncia jamás a su esencia.
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