Con todo lo que la amo, me ha dado, e intento darle cada segundo de mi existencia -desde todos los escenarios que me son posibles-, ya va siendo hora de que modifiquemos el manido discurso de lo que es Cali y de lo que significa ser caleño. Y me atrevo a proponerlo desde la certeza inexorable de no haber nacido en esta ciudad, pero haberla vivido 48 de sus 486 años. Era otra Cali cuando llegué con apenas 6 años y será otra cuando la abandone, aspiro a que justo sea cuando expire, muy probablemente, no dentro de otra media centuria. Somos producto de la colonización, pero parece que no quisiéramos descolonizarnos. Es preciso derrumbar algunos mitos y cimentar otras leyendas que se tejen en la actualidad y con otros actores y saberes. Se debe por supuesto respetar el pasado y la tradición, pero es menester construir sobre lo construido; y erigir sobre las ruinas. Sobre ese tridente aborigen, europeo y negro que trinchó todos nuestros destinos.
Comenzaré por el fútbol. Ese pasado glorioso anclado en la empolvada elite verde y la traquetería roja, murió. Ni el Cali ni el América son hoy grandes protagonistas del rentado nacional y a ninguno de los dos su pasado les alcanza para destacarse en el concierto latinoamericano donde hicieron historia. Un estadio tan grande como su déficit, para el primero; y una Lista Clinton tan dañina como la Lewinsky, para el segundo; socavaron el futuro. El jugador de potrero ya no existe, tampoco el atrevido del barrio, de la calle. Ya quedan pocas canchas con hierba y tierra, con barro cuando llueve, polvero en el verano y con el hueco central sin gramilla bajo los tres palos. Ahora se juega contrarreloj en las sintéticas, donde el fútbol es tan ficticio como el césped y tan dañino como el cemento. Y las mujeres, creciendo en el balompié, dejándose ver como las que lo dejan todo en la cancha y les reconocen poco, medios de comunicación y directivos. Sobreviven un par de torneos en barrios populares y pululan las escuelas de fútbol, donde castran a los pequeños esa vocación auténtica de divertirse y jugar, solo jugar, por abrumarlos con complejas tácticas y repetidas estrategias en la pretensión de convertirlos en atletas de alto rendimiento y máquinas de hacer dinero.
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Sigamos con la gastronomía, con la cocina, el verdadero espacio de la nostalgia. Esto ya no es cuestión sólo de pandebono. Ni de chontaduro o champús. Y menos de atollaos, marranitas, sancochos en Pance o luladas en El Obelisco. Ni de papas o maduros aborrajados donde Las Collazos. No. Cali por la razón que sea –y dentro de ellas se deja ver apenas asomada la de inmenso lavadero- es un destino culinario de alta cocina fusión donde se consigue de todo y a unos precios que quitan el apetito. San Antonio o el Oeste. Ciudad Jardín o los restaurantes campestres. Claro que la fritanga de barrio todavía suda la gota y escurre su grasita, pero el picadillo de ají ha viajado a otras dimensiones y se codea en otros paladares con suficiencia y esplendor. Eso de hacer fila para comer se ha vuelto costumbre en las altas mesas y se ha perdido en las cuadras de barrio. Apenas Alameda con el circuito rumbero que desbancó a Juanchito con la ayuda de Menga; y algo de El Porvenir con sus mesas largas, se sostiene como el lugar de los manjares en las galerías que agonizan, desplazadas por los almacenes de grandes plataformas donde las plazoletas de comidas son otro escenario tragón. Fabio, el negro de las chuletas gigantes que vivió en Nueva York y dice que allá le pegaron lo marica, asegura que ya no se vende lo mismo y eso que con una de sus chuletas comen diez borrachos hambrientos. Y otro negro que les movió los tizones a los asados argentinos y llaneros, el gran Segundo, sigue humeándose más a fuego lento. De El Bochinche apenas queda el cuento. Apolo ya no reina, porque fue estilizado o elitizado; y el Buda, adelgazó con peligro de desaparición hasta que se reconvirtió. Las pizzas volaron a Cristo Rey y las rellenas cayeron en el olvido.
Y llegamos a la salsa. ¿En serio alguien cree que nos pertenece como para ser declarada Patrimonio Inmaterial de la Humanidad? ¿Qué dirán Cuba o Nueva York? Aquí lo que hemos hecho es unas apropiaciones desde el baile y las relaciones socioculturales, pero con Jairo Varela parece haber muerto el sincretismo musical que recogía y fusionaba para proponer. Tal vez Niche no tenga una identidad sonora, pero sí una propuesta comercial que terminó convirtiéndose -esa sí- en identidad de la caleñidad. Sobre los hombros de Marc Anthony -dijo el productor Sergio George- reposa el último bastión de música afrolatina, esa salsa a la que los nostálgicos se empeñan en esconderle el certificado de defunción. Se produce mucha música en Cali, pero ya no es salsa. Esa discusión que en México o en Brasil se dio para separar las uniformes industrias culturales de la diversidad cultural auténtica y espontánea, aquí no se ha dado. Petronio es un paria al que reconocen cada año y que como el carnaval detiene la violencia del Distrito que se reúne para gozar y ver cómo terminada la semana de libertad condicional vuelve a caer preso de la estigmatización y la marginalidad. No hay más negros en corrinche en las calles o las emisoras. Sus claves musicales las copian los que manejan el mercado y se proyectan ante el mundo discográfico, pero ellos vuelven al oscurantismo de sus regiones olvidadas.
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El debate queda apenas planteado, ahora que somos también dizque la Capital de la resistencia. Hay muchos otros ítems que pueden abordarse: arte, educación, deporte, arquitectura, barrios, parques, conjuntos, microtráfico, violencia, turismo, fiestas, política, etc. Cali fue grande cuando era pequeña y dialogaba con el mundo, cuando era un villorrio con ganas de ser metrópoli. Hoy es probable que se haya insertado algo en la cuenca del Pacifico, en términos económicos, pero está aislada de la conversación intelectual internacional, incluso nacional, aquella en la que la incluyeron -entre otros-, artistas plásticos, dirigentes y escritores, y claro, también los patrones del narcotráfico. Hay un desencuentro de visiones y saberes que la han transformado sin que desde las políticas públicas se reconozca esa diversidad y más bien se repitan esquemas y modelos de representación de lo que es y lo que somos. Bien lo recuerda la cuentera africana convertida en escritora por el impulso de las universidades estadounidenses y el reconocimiento de las redes, Chimamanda Ngozi, es peligrosísima una sola historia.
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