Hasta el 2022 Colombia ha recibido a aproximadamente 2 millones 200 mil migrantes venezolanos, para que nos hagamos una idea de la magnitud, es la misma cantidad de habitantes de Cali que reportó el DANE también en este último año. 2 millones de personas que dejaron su hogar y su vida, no por gusto, sino por la imposibilidad de vivir disfrutando sus libertades y gozando de condiciones mínimas de dignidad. Grave, porque como en la mayoría de países del mundo, en Venezuela tanto la pobreza como la desigualdad tienen rostro femenino y, a pesar de la ilusión con la que muchas de ellas decidieron llegar a nuestro país, hoy sus condiciones de vida son similares a las que tenían o incluso peores.
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Desafortunadamente para ellas (y para nosotras también), aunque Colombia es uno de los países que a nivel jurídico más protege a las mujeres, la realidad nos muestra cada vez peores cifras de feminicidios, denuncias de acoso sexual callejero e incluso más y más casos de violencia intrafamiliar. Nuestro país, en su generalidad, no es un espacio seguro. Mucho menos para las mujeres migrantes, quienes no solo se enfrentan diariamente a situaciones xenófobas sino también machistas, una combinación fatal que pone en peligro sus vidas y las de sus familias.
En los últimos años, según datos de Amnistía Internacional, los casos de violencias basadas en género (VBD) en contra de mujeres refugiadas en nuestro país casi que se duplicó de 2018 a 2020, alcanzando 4.165 denuncias a pesar de los altos niveles de subregistro que se presentan. En Colombia es un infierno buscar apoyo y protección en las instituciones del Estado, es generalizada la sensación de impunidad alrededor de acosadores y abusadores que son denunciados ante el sistema y eso, combinado con la vulnerabilidad de algunas migrantes que todavía no regularizan su estatus, nos tendría que poner a pensar en la falta de efectividad del sistema y los pocos (o nulos) incentivos que tiene su uso.
Necesitamos fortalecer los sistemas de protección y justicia para las mujeres migrantes. Es urgente pasar la voz, multiplicar mujer por mujer la información sobre las líneas de acceso a las rutas de atención para las personas sobrevivientes de VBD, qué instituciones atienden, qué mecanismos existen y por qué es valioso e importante que se haga uso de ellos. Es vital coordinar jornadas de capacitación a las funcionarias y los funcionarios de aquellas instituciones para que a la hora de atender sobrevivientes no repliquen estereotipos ni revictimicen, tengan claros cuáles son los derechos de quien acude y sepan implementar toda medida de protección disponible. ¿Quién en Cali y el Valle se está encargando de eso? No lo sabemos.
Podría ser Casa Matria, por ejemplo. Sin embargo, durante los meses más críticos de la pandemia se evidenció que no existía preparación alguna para acoger a mujeres que buscaron estos albergues públicos como ruta de escape de sus esposos / novios o familiares maltratadores, no existía la infraestructura ni la capacidad para recibir a tantas que lo necesitaron. Si nosotras, teniendo acá amistades y familia, a veces nos quedamos cortas en nuestras redes de apoyo y nos vemos en la obligación de recurrir al Estado, ¿Cuántas mujeres migrantes venezolanas habrán tenido que soportar abusos al no encontrar refugio lejos de sus casas?
La ola migratoria hace años es una realidad y es penoso decir que nuestras instituciones no se han preparado para atender a las más desprotegidas dentro de esta población vulnerable, que no se ha hecho el intento de diseñar al menos una política pública local que evidencie la necesidad de un abordaje diferenciado para ellas, o peor: que todavía tengamos que lidiar con subregistros de cuántas mujeres migrantes tenemos en nuestra ciudad, en qué estado se encuentran y cuáles son realmente sus más sentidas necesidades.
Esta administración y todas las que vienen deben entender que hoy Cali, muy a pesar de su eslogan, no guarda la vida de las mujeres, vuelvo y repito, mucho menos de las migrantes. Todos los mecanismos de protección deben activarse, todas las formas de comunicación sobre las rutas y sus abordajes deben fortalecerse y todas las investigaciones que logren prevenir cualquier caso de VBD deben profundizarse. Que la caleñidad sorora nos sirva también para ver más allá de nuestro privilegio: en nuestra ciudad hay quienes la están pasando mal y no tienen a quién acudir. Nos ufanamos de que en nuestra ciudad “las mujeres sean como las flores” mientras día a día a más de una la cortan, deshojan o arrancan.
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