Desde que este territorio fragmentado, explotado, complejo, heterogéneo y multidiverso se llama Colombia, una treintena de familias tradicionales primero; luego un centenar de partidos que se nombran políticos y son la metástasis del bipartidismo histórico; y ahora una docena de clanes de la contratación, se han repartido la riqueza con menos delicadeza de la que tienen los matarifes cuando destazan una res o cualquier otro animal. No importa por supuesto si el dineral es legal o ilegal, del erario o de alguna caleta, pues se reparten también las sobras que les arrojan los capos del narcotráfico o los corruptos en carrera de ascenso, antes de que cualquier remedo de justicia exhiba algunas cabezas para el escarmiento de la muchedumbre ignorante y el deleite de algunos ingenuos justicieros. El tridente en mención arriba -no sobra la explicación- es sólo un trincho con tres puntas que inmoviliza la presa mientras la abundante gula del amo del servidor público en ciernes se prepara para engullir. El verdadero problema del país ha sido ese: la contratación pública. La cuestión es que ahora salen a la luz, se descubren y conocen más, gracias a la profusión de medios y redes, aunque no pase mucho.
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Esta jauría no le teme a la justicia, que está en su bolsillo también, sino a la pérdida del poder que no les permitiría de manera directa seguir con el festín de la contratación. No sobra decir que en Colombia todos los organismos de control lo son para sacar del juego a los adversarios y no para investigar si quiera a quienes detentan el poder y los pusieron en dichos cargos. Estamos en campaña y la consigna es por sobre todas las cosas no perder ese privilegio. La mayoría de los candidatos son instrumentos -algunos meros artefactos- para permanecer en el poder o hacerse con él. Las excepciones son escasas y el sistema tan permeable a la corrupción -casi diseñado para ella- que incluso varios pueden terminar engullidos por esa constrictor de la contratación. El mecanismo se ha pulido de tal forma que son redes ante las cuales la mafia que lo manejó absolutamente todo en Nueva York por décadas, palidece ante el asombroso poderío de las organizaciones para contratar. Los contratos son pues, objetivo y sustantivo de la corrupción. Con ellos se financia la permanencia en el poder, se hacen obras para mostrar y demostrar; y se enriquecen estas organizaciones, que tienen mucho de criminales.
El ejército de ‘profesionales’ a su servicio es tan amplio como el dosier de ‘torcidos’ que se hacen. Abogados, contadores, ingenieros, arquitectos, etc. que reciben esquirlas de la inmundicia con la que no pasan de ser simples rémoras del gran tiburón. Son los que andan por estos días haciéndoles campaña a los intermediarios del poderoso para no perder tampoco la pizca de privilegio que les corresponde: un puesto para que firmen, cobren y hagan una contribución al partido; otro contrato a menor escala, para que el botín quede repartido y sea más difícil rastrearlo; una interventoría para aprobar mediocridades y donde se cobra por arriba y por abajo; el nombre para una licitación amañada, que ya tiene nombre; una empresa de papel o cualquier otra figuración de rutina en la que el porcentaje es el pago, el estipendio por prestarse para robar a sus iguales, al pueblo y creer que tienen la cabeza más alta que el resto de miserables. Son pobres mezquinos que se prestan para esquilmar erarios y los únicos imbéciles que irán a la cárcel cuando se necesiten mostrar resultados en la lucha contra la corrupción, bandera de cualquier político corrupto en los últimos 200 años. Son las mulas de la corrupción.
Exprimir cualquier apoyo en estos momentos para después de las elecciones escupir el bagazo, es la realidad de estos sórdidos personajes. En una semana, bien sea porque fueron electos o quemados en la derrota, todos sin excepción abandonarán el contacto con el pueblo para unirse a la cofradía de los gobernantes y los contratos. Digamos que no todos se olvidarán del pueblo, pero insisto, este acercamiento físico que hoy vemos a pesar de las redes sociales, es una cuestión de vieja estrategia que aun funciona. Recorrer el país más allá de los centros urbanos y comerciales, visitar barrios deprimidos y pueblos olvidados, hablar con la gente a la que consideran gentuza, abrazar pobres que son mayoría, besar niños con cáncer o leporinos, sonreírles a todas las mujeres y hablarles de inclusión, chocar puños con los negros y compartir manillas con los indígenas, hacen parte del cerro de sacrificios que un político en campaña hace en compañía de un grupo de lameculos para hacerse con la suya.
Que hay excepciones. Claro, por supuesto, están en el imaginario y en el deber ser que no es, que no puede ser. Y no puede ser porque la política, lo mismo que la religión, en esencia se basan en ideales que al final son sendas utopías. Otra cosa es que perseguir las utopías nos puede acercar al cambio de realidad y, como escribió Eduardo Galeano, todos tenemos al menos ese derecho: el derecho a la utopía y a la ilusión de cambiar por lo menos el mundo propio. Nuestro entorno y con ello aportar en el cambio de nuestro contexto inmediato. Votar por un candidato es como comprar la lotería, el precio que se paga por una ilusión. Mejor lo expresa el escritor israelí, Yuval Noah Harari, en Sapiens. De animales a dioses: Una breve historia de la humanidad (2011). “El homo sapiens domina el mundo porque es el único animal capaz de cooperar flexiblemente en gran número, gracias a su capacidad única de creer en entes que existen solamente en su imaginación, como los dioses, las naciones, el dinero o los derechos humanos”. Añade que todos los sistemas de cooperación humana a gran escala -incluidas las religiones, las estructuras políticas, las redes comerciales y las instituciones jurídicas- se basan, en última instancia, en la ficción. ¡Putin, oprime ese maldito el botón! конец.
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