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El peligro del lenguaje excluyente

El peligro del lenguaje excluyente

Qué difícil es comprender, aún en contextos académicos y universitarios, en qué consisten las violencias simbólicas. A lo largo de mi experiencia académica e investigativa y con la mirada entrenada por los lentes de los estudios de género, veo con claridad cómo esa violencia simbólica es la base de las demás violencias. Lo que pasa es que las violencias simbólicas no se ven, se expresan, pero no se ven, porque al igual que los cimientos de una casa, son la base de una estructura, y una vez bien instalados, la estructura se erige y se mantiene en el tiempo sin que nadie advierta lo que está debajo. El lenguaje, por supuesto, hace parte del universo simbólico con el cual crecemos y un uso excluyente del mismo resulta haciendo parte de las violencias simbólicas y culturales, por tanto invisible.

Con dificultad, un sujeto masculino, aunque sea académico, advertirá el uso excluyente del lenguaje, en este caso, el castellano, cuando ha sido un sujeto de privilegio. Al fin y al cabo se le ha nombrado desde el principio de los tiempos. ¿Por qué habría de incluir a quien ha sido sujeto de exclusión? Si nadie lo había advertido hasta hace unas cuantas décadas y eso, en la larga historia, es un grano de arena en el desierto. Pero resulta que quienes hemos estado excluidas del lenguaje y, por tanto, de la representación social, política, económica y cultural, sí que sentimos lo que implica la exclusión, de tal forma que nos queda más fácil comprender cómo el lenguaje excluyente funda las violencias simbólicas, aprendizaje situado que llaman, tatuado en la piel, en la historia, en el linaje, en el pasado. De manera triste en el presente y con buena gana luchando para que no se perpetúe a futuro.

Así como la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie advirtió sobre el peligro de una sola historia, me resultó necesario advertir el peligro de un lenguaje excluyente. Sobre todo cuando me festejan el día del profesor, siendo yo profesora, y contando con la riqueza del castellano, que tiene femenino para gran parte de sus palabras. También fue desafiante tener que explicarle a mi hija de 8 años que no habría un día de la niña, tal como ella lo reclamaba al ver como felicitaban a los niños; al explicarle en la medida de su alcance este asunto, ella me inquirió: Entonces debería ser el día de la infancia. Es correcto, le dije, pero la fuerza de la costumbre, cuando le conviene a una parte de la población, es difícil cambiarla. Mi hija de 13 se va resignando y solo levanta los hombros, porque ya va viendo cómo es complicado remover esa estructura lingüística que no la nombra.

Exageradas nos dicen, porque reclamamos el derecho a un lenguaje incluyente. Nos ridiculizan y de manera simbólica nos violentan con el eufemismo del uso correcto del lenguaje, citando una autoridad adusta, anacrónica y anquilosada. Como si el lenguaje estuviera muerto, como si no pudiéramos inventar nuevas palabras, como si la cultura fuera un mandato y no nuestra posibilidad de emancipación. Pero claro, como es invisible, como es maleable, como se ha naturalizado y como ha privilegiado a la mitad de la población, el resto debemos guardar silencio para no incomodar sus domesticados oídos y por esa misma vía su domesticada psique que, presa de pánico, reacciona ante la posibilidad de que el poder histórico le sea removido.

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Y lo comprendo, yo sí le puedo comprender ese miedo, claro. Si desde el siglo XVIII, para no ir más atrás, hizo parte del grupo a quien le declararon los Derechos del hombre y del ciudadano. Si creció escuchando desde la etapa escolar que el hombre era el sujeto de la historia y continuó abonando ese camino hasta hacerse profesional, no habría razón para ceder, ni siquiera en el plano simbólico, un ápice de ese poder. El miedo es profundo, máxime cuando las nuevas generaciones de mujeres, que han estudiado el asunto, que lo han comprendido y que se atreven a posicionarlo, le desafían en un salón de clases o en un auditorio. En serio, lo comprendo. Y me gustaría tanto que la comprensión se ampliara a todas las demás personas del entorno, por lo menos académico, para reconocer las injusticias que los privilegios de unos, han generado en la vida de otras.

Intento aquí contribuir a esa comprensión. El peligro de un lenguaje excluyente es que ha fundado, soportado, sostenido y alimentado una cultura de opresión, injusticia, desigualdad y por lo tanto, de violencia. El lenguaje excluyente ha borrado de un tajo, el lugar que ocupa la mitad de la población en el devenir histórico de la humanidad. Y no es un lugar común o una frase de cajón. El lenguaje excluyente ha operado en la cultura como si el sujeto histórico fuera solo uno. Con unas ciertas particularidades y características, dejando por fuera, negando, desconociendo, invalidando palabras, pensamientos, intereses, sentimientos, lugares de representación en el mundo. Y claro, las personas excluidas reclaman, sin otro propósito que exigir reconocimiento. Pero claro, las personas incluidas per sé, se asustan, porque creen que el empezar a nombrar va a remover estructuras. Pero este miedo, como todos los miedos, es irracional, también es simbólico, también es invisible, pero cuando se activa reacciona y ataca.

Una vez activado el cerebro límbico, el visceral, el primario, el que está a la defensiva, es casi imposible llamarle a la razón y hacerle comprender que no hay nada en riesgo, por el contrario, la riqueza de las palabras, traerá riqueza del pensamiento y por tanto, de la vida, pero quien está amenazado no puede verlo ni comprenderlo. El peligro de ese lenguaje excluyente es la promoción de unas violencias irracionales, que atacan por sospecha a quien está moviendo las estructuras.

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