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¡Aquel 19!

¡Aquel 19!

Especial para 90minutos.co

En Carta a un niño que nunca nació (1975) la periodista italiana Oriana Fallaci escribió algo que se me incrustó en la memoria juvenil más o menos así: tampoco es fácil ser hombre, por tener barba la gente se reirá si lloras. Pues bien, prepárense para reír porque el domingo 19 de junio lloré como hacía mucho tiempo no lo hacía. Y lloro con frecuencia. Leyendo literatura plena, viendo una película superior, por una vil masacre -como todas-, mirando la pobreza en la calle, en el campo o en un documental, por algún amor furtivo o perdido y hasta poniéndole una encomienda a mi Laurita. Soy de lágrima fácil y la recomendación siempre es ocultarlo. Llorar solo. Escondido. Nunca he podido con eso. La fuerza hidráulica de mis lágrimas es más fuerte que todo. Ya saben, los hombres tenemos fortaleza física y debilidad moral. Pero se me había olvidado el maravilloso enjuague del alma cuando se llora de felicidad, cuando la alegría no cabe en el espíritu y comienza a salirse por los ojos, por esos minúsculos orificios por donde salen a flote los sentimientos cuando se desatan los nudos en la garganta.

El día era trascendental. La mañana fría. Unas primeras compras con mi hermana para un almuerzo por el Día del padre. Todo pago por ella era un buen presagio. Brotaron los primeros asomos. Un breve recorrido por una ciudad que se mostraba extraña, pues respiraba incertidumbre y no caleñidad. Rumores. Hay quienes hacen retumbar los coletazos del estallido social para vender más, incluido el miedo. Mercados gigantescos. Filas en las gasolinerías y en los puestos de votación. El sol aparecía y desaparecía como la esperanza y la desazón. Un voto rápido en el Colegio San Francisco de Asís me devolvió la ilusión. No porque el santo predique saber encontrar en la pobreza la alegría, sino porque en mi mesa nadie ocultó su voto. Todos fueron por Petro y Francia. Sin aspavientos. Sin triunfalismo. Sin alboroto. Tengo 53 años -al borde de los 54- y sufrago en la mesa dos; y las primeras son las de los viejos, dicen. Y así es. Sí, aquí se es viejo desde muy joven. Cosas de esta sociedad premoderna.

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Los primeros boletines me arrugaron el alma. Iba ganando el viejito. Sí, el viejito viejito. El viejito rico al que por rico los ricos de verdad y los que se creen ricos o quieren ser ricos de cualquier manera, le perdonan todo. El mismo al que escondieron cuando su ‘mamadera de gallo’ se convirtió en la segunda opción contra toda maquinaria y pronóstico para el tal “Fico”. El ingeniero le iba ganando al economista, al guerrillero de la vendida Revista Semana. Los tres primeros boletines me hicieron creer que la historia volvería a ser la misma. Que 52 años después de haberle robado las elecciones a Gustavo Rojas Pinilla (domingo 19 de abril de 1970) este país no cambiaría. Pero el hombre que cumple años el mismo día que el M-19 comenzó a remontar a partir del quinto boletín, como el movimiento guerrillero que nació el día que Misael Pastrana Borrero fue presidente porque los de siempre arrojaron los votos del viejo Teniente Coronel a la basura, a las alcantarillas, a los ríos y a las quebradas, a cualquier parte con la complicidad de la oscuridad; porque quitaron la energía y el presidente Carlos Lleras Restrepo para evitar un estallido social instauró el toque de queda a partir de las 8:00 pm. Y amaneció vencedor el que en la tarde noche anterior iba perdiendo.

La diferencia crecía lentamente. De a poco. La emoción no me cabía en el pecho. Y pensé en el “gran sancocho nacional” de Jaime Bateman. En la psicología intelectual de Álvaro Fayad. En el “palabra que sí” de Carlos Pizarro y luego del sobreviviente Antonio Navarro. En el llamado a la decisión y participación de los jóvenes que hacía Jaime Garzón. En los médicos Carlos Toledo Plata y Héctor Abad Gómez, en su inteligencia, en su tolerancia y en su medicina social. En la Teología de la liberación que profesaban los curas Camilo Torres y Álvaro Ulcué Chocué. En la oratoria potente de Jorge Eliécer Gaitán y de Luis Carlos Galán que quisieron también el cambio. En José Antequera y los 5.000 asesinatos de miembros de la Unión Patriótica, un partido eliminado física, jurídica y políticamente.  En los hachazos asesinos a Rafael Uribe Uribe por luchar en favor de los trabajadores. En Guadalupe Salcedo y los años sin cuenta. En Alfredo Molano y su mirada infinitamente triste de ver tanta violencia en el revés de la nación. En José Raquel Mercado y el error del Eme, uno de muchos. En Rafael Pardo Buelvas asesinado por su actuación durante el Paro Cívico Nacional de 1977. En el “Acuerdo sobre lo Fundamental” de Álvaro Gómez. En Eduardo Umaña y los profes asesinados. En los defensores de los Derechos Humanos caídos en medio de su lucha humanitaria. En Gloria y Rodrigo Lara, miembros de una familia signada por la violencia trágica. En don Raúl Echavarría Barrientos y en don Guillermo Cano Isaza, hombres del periodismo claro, frentero y valiente. En todos los precandidatos presidenciales muertos a balazos, en Jaime Pardo Leal y en Bernardo Jaramillo Ossa. En todos los muertos del Palacio de Justicia y en los de Armero que los mató la avalancha y la negligencia, en el mismo mes aciago de 1985. En el subregistro de los 6.402 jóvenes presentados como muertos en combate por unos gobiernos indolentes y corruptos. En el millar de líderes y lideresas sociales asesinados en los últimos 50 años de vida republicana y 20 de narcoparamilitarismo. En los indígenas, en los negros y en los campesinos excluidos y marginados. En los excombatientes que creyeron y firmaron la paz. En las personas secuestradas y muertas en cautiverio. En los miles de soldados y policías que han muerto en el cumplimiento de su deber, como carne de cañón en esta guerra entre pobres azuzada y decidida por los poderosos. Pensé en todos los muertos que ha costado este triunfo y lloré...

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Lloré como nunca. Como siempre -tal vez-, pero esta vez de felicidad, de alegría, de esperanza y de ilusión. Y por eso cuando Petro fue proclamado como presidente electo de Colombia, en mi libre albedrío pedí prestado al América de Cali -rival de patio del Deportivo Cali-, una canción que asumieron como uno de sus himnos el 19 de diciembre de 1979 cuando ganaron su primera estrella y derrumbaron la maldición de “Garabato”. Aquel 19 de Alberto Amancio Beltrán, un dominicano que también hizo célebres, Aunque me cueste la vida y Volver a empezar. Ha costado muchas vidas este triunfo y más que volver a empezar, es un empezar no de nuevo, sino con nuevos presidente y vicepresidenta e ideas. No es socialismo ni comunismo, es humanismo pleno.

Aquel 19 será

El recuerdo que en mí vivirá

Ese día

Qué feliz

¡Tan feliz!

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