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¡A la mierda!

¡A la mierda!

Especial para 90minutos.co

Sucedió en la portería de la universidad donde trabajo. Le decía un estudiante -vamos a llamarlo así porque su carné obliga- a su imberbe compinche en el pasillo que lleva al parqueadero: “Yo siempre asisto a las primeras clases para ver si uno puede dejar de ir a esa mierda y no pasa un culo”. Así se refería este rufián en potencia ¿o en formación? a las clases que seguramente pagarán sus padres, vaya a saber uno si con esfuerzo o por una simple especie de rutina social: pagarle a su vástago una carrera para que se haga profesional. No se puede juzgar la condición del estudiantado o de la juventud entera por el comentario de uno, es cierto; como tampoco la situación humanística de este pillín sin pensar qué tipo de educación o ejemplo ha recibido en el hogar, la familia y su casa. Y la salvedad es precisa, pues se puede tener casa, pero no hogar y vivir en grupo sin tener familia. Me llamó la atención que no había transcurrido una hora desde el inicio de la jornada e iban rumbo a la salida. Supuse que la clase de donde emigraron efectivamente les había parecido una mierda.

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Con los valores trastocados de nuestra sociedad -es un error decir que se han perdido, lo que están es vueltos mierda- la macondiana sentencia de este perezoso obliga alguna reflexión. La primera y más obvia recala en la palabra mierda, que tiene tantas acepciones como marrones hay en el excremento. Su polisémica funcionalidad le permite ser interjección o sustantivo y tener tantos significados que nos volveríamos locos tratando de explicarlos todos. Y del consecuente culo, ni se diga. De modo que será cuestión de inferir qué quiso decir este pequeño bribón con los dos términos y la frase. Lo primero, sería la contrariedad expresada con las metáforas en la que mierda es igual a clase y culo sinónimo de poca jerarquía. Si no le gusta estudiar, resulta lógico que no le guste ninguna clase, o las considere sin importancia y de allí su desprecio. Lo otro sería que quien escribe le esté poniendo mucha tiza a un par de expresiones de uso coloquial en la jerga de la mayoría.

Pero como también somos lo que hablamos, considero por lo menos sensato especular al respecto y compartir algunas ideas. Como rezan los cánones de la calle, del bajo mundo, del hampa y de las altas esferas de los negocios, el mozalbete está midiéndole el aceite a la clase, que no es otra cosa que medírselo al profesor. Quién lo creyera –porque es un gran contrasentido-, le está haciendo inteligencia. Estudia su comportamiento, su nivel de rigurosidad, sus procesos pedagógicos, sus contenidos teóricos, su manejo conceptual, su sistema de evaluación y sus criterios; entonces el bellaco evalúa sus probabilidades de holgazanería académica y ausencia física e intelectual sin detrimento de la nota, que es en últimas su botín. No el conocimiento, que le parece una absurda entelequia, algo innecesario en el mundo de los vivos, de los avispados, de los que siempre toman atajos para conseguir sus objetivos y se saltan y asaltan las normas, las leyes y la buena fe. Y lo caña, lo prueba retirándose.

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La cacareada virtualidad dejó unos vicios que tomará un tiempo reconocerlos, ponerlos en evidencia y erradicarlos; o darles manejo, como sugieren los que ven la educación como un negocio donde el cliente siempre tienen la razón. Uno de ellos, la rígida flexibilidad, entendida como la posibilidad de hacer en la clase y con la clase lo que se les dé la gana. Aplica para alumnos y profesores, por supuesto. Ya no media una pantalla donde el ausentismo era latente aún bajo el eufemismo de la ‘presencialidad virtual’; ahora de nuevo la relación con el otro genera unas dinámicas insuperables que se han resignificado con la crisis, provocada o no. Si todo sigue igual o peor, no sirvió para repensar el ser y estar en este mundo. El aula no es un simple salón de clases, no debe asumirse así. Es un espacio de enseñanza y aprendizaje, de relaciones que se mueven entre lo cultural, lo afectivo, lo político y hasta lo económico; de encuentros y a veces desencuentros que deben trabajarse para aportar en las competencias en procura de una proyección verdaderamente profesional con sentido social.

Un profesor no es un recreacionista que deba entretener a unos jovencitos que papito y mamita malcriaron porque les inculcaron poco o nada de compromiso, disciplina, orden, honestidad, trabajo, lealtad, esfuerzo, perseverancia u otros valores. Un docente debe ser un guía que oriente y acompañe un proceso donde cada persona descubra lo quiere ser y cómo quiere serlo. Qué le gusta y cómo aportará ese gusto a su progreso, a su desarrollo en diversos ámbitos, sobre todo el personal; y a la construcción de nación y de mundo. Despertar ese poder que cada ser humano tiene de cambiar la realidad que le ha correspondido vivir y hacerlo consciente de que es un sujeto social e histórico, que será único e irrepetible si y sólo si logra ser consecuente entre lo que piensa, lo que dice y lo que hace. Eres lo que hagas, así de simple. Salirse de clase hace parte del libre albedrío y si los argumentos son válidos y expresados, es probable que sea el actuar necesario para cambiar la historia de esa clase. Pero cualquier otra actitud es una insolente vagabundería.

Viene a mi memoria con esta coprológica anécdota una práctica cultural de los artistas franceses surgida en la París de la Edad Media, que era literalmente una mierda. En esos tiempos sólo podían ir al teatro las personas de las clases más pudientes, que acudían al mismo en coche de caballos. Entonces, si en la puerta del teatro había gran cantidad de mierda, significaba un lleno total, lo que podía suponer mucho éxito. De ahí que todavía muchos artistas se deseen suerte repitiendo la palabra mierda. Hoy en Colombia pagar una universidad privada es un privilegio. Ya no se ven montones de mierda, de caballo claro.

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