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'Aquel 19': El recuerdo que en mí vivirá

'Aquel 19': El recuerdo que en mí vivirá

Por Gerardo Quintero Tello - Jefe de Redacción 90 Minutos

Hay hechos en la vida de cada uno de nosotros que nunca se olvidan, sobre todo aquellos recuerdos de la niñez, felices o desafortunados que quedan como una huella indeleble en el alma de cada persona. Para aquellos que amamos el fútbol, la primera vez que fuimos a un estadio se convierte en uno de esos hitos que nunca olvidaremos. Tenía seis años y terminaba la década de los setenta cuando mi tía María Eugenia, mi Nana, mi querida Nana, decidió que era hora de presentarme el Pascual Guerrero.

Oriental segundo piso era nuestro destino y, desde esa altura, yo contemplaba por primera vez un escenario que me parecía gigantesco, como un dinosaurio que amenazaba con tragarme. Ahora que lo pienso, solo puedo comparar aquella ansiedad, esa emoción y la expectativa que sentí aquel día con los nacimientos de mis cuatro hijos, los mejores goles de mi vida, sin duda. Con el feliz arribo de cada uno de ellos, siempre advertía unas sensaciones que se repitieron: desde la alegría desbordante por el presente, hasta aquella zozobra por no saber qué nos iba a deparar el futuro, pero en suma, un único amor descomunal atrapado en no más de 55 centímetros.

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Era ‘La mecha’, el equipo rojo, el que solo había visto en las páginas deportivas del recordado periódico El Pueblo. La misma escuadra de la que eran hinchas mis abuelos (que antes habían sido seguidores del Boca caleño y que trasladaron sus amores a ese otro equipo del pueblo que eran los escarlatas), mis tíos y mi mamá, pero no mi tía Nana, que se había marchado a la vecindad de enfrente y por eso el gran valor de que ella, justamente, fuera quien me hubiese llevado al Pascual aquella tarde dominguera. 

Mi viejo había fallecido unos meses antes y mi tía, como tantas otras veces, ‘se puso la diez’ y entendió que el chiquillo que armaba partidos imaginarios en el patio de la casa había que llevarlo al estadio. Ella, que me enseñó a leer, a escribir, y que me trazó el camino para conducirme a un buen libro, también me enseñó aquella cancha que sería como mi segunda casa.

Era el equipo de Constantino en el arco, Pascuttini en la zaga, el motorcito Cervantes en el medio y el gran ‘Pinino’ Más en la delantera. Los diablos enfrentaban a Bucaramanga y si mi memorioso recuerdo no me traiciona, el juego terminó como todo en aquella época para el América, en un lánguido empate 1-1.

Sin embargo, para mí el resultado fue lo de menos. Embelesado por la enormidad de la cancha, el sol de la tarde caleña que se acostaba sobre la tribuna y la extraña complicidad que se manifestaba entre gente desconocida que se abrazaba y sonreía, comprendí esa tarde que el rito del que ahora hacía parte era más que un partido de fútbol, que aquí se sembraba la semilla de una pasión que no tendría descanso.

Puedo decir, como lo advirtió el gran escritor Premio Nobel de Literatura, Albert Camus, que “todo lo que sé de moral y obligaciones del hombre se lo debo al fútbol”. Este intelectual, que a través de las letras engrandeció el deporte de las multitudes, se fajó unas frases de esas que quedan invictas a lo largo de la historia: “Pronto aprendí que la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre lo que se dice derecha”.

Como no amar a ese hombre y como no amar el fútbol. A diferencia de las relaciones de pareja en la que no pocas veces resulté lesionando corazones y en otras también padecí la pierna fuerte de un amor escurridizo, el fútbol siempre fue leal. Sincero hasta en las dolorosas derrotas.

Pude disfrutar del mejor América de todos los tiempos, aquellos años ochenta, década dorada en la que poco importaba de dónde procedieran los recursos porque disfrutábamos de una gloria jamás alcanzada. La cascada de títulos nos hizo grandes y la pasión aumentaba al ritmo que llegaban aquellos ídolos como Bataglia, González Aquino, Falcioni, Gareca, Cabañas y el gran Willington Ortiz. 

Y fue el año 1979 el punto de quiebre de aquella ‘Mechita’ que todos veían con cariño, pero sin respeto porque su historia era de derrotas y sed de triunfos. Ese miércoles 19 de diciembre quedó grabado en mi memoria de infante. Una vez llegó ese pitazo final que confirmó el triunfo por 2-0 ante Unión Magdalena, nos fuimos con mi mamá y mi hermana a la Carrrera Primera a presenciar ese desfile único de automóviles, buses, banderas y camisetas rojas que jamás volví a ver posteriormente.

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También en ese momento no entendía por qué en cada casa de mi barrio tronaba un disco en las viejas radiolas que en mi ingenuidad me preguntaba cómo habían hecho para componerlo tan pronto América quedó campeón por primera vez. Pero aunque luego supe la verdad, nadie pudo quitarme la idea de que Alberto Beltrán fue un vidente que llegó del futuro para revelarnos un secreto y decirnos suavemente al oído:

“Oye, lo que quiero decirte,
fechas hay en la vida
que nunca podemos
jamás olvidar

Esa, lo sabes alma mía,
la llevaré prendida
en mi ser como ayer

Aquel 19 será el recuerdo que
en mí vivirá,
ese día que feliz, tan feliz,

Esa, lo sabes alma mía,
la llevaré prendida
en mi ser como ayer…”

Fue en ese momento que comprendí que lo de América era una pasión descomunal que iba más allá del simple cariño a un equipo de fútbol. Hoy, cuando se cumplen 43 años de aquella épica majestuosa, de aquel maremágnum que envolvió a una ciudad que deseaba el título de la mitad más uno, entiendo que aquello se convirtió en una verdadera marea roja que se tragó a una ciudad entera.

Una fiera que se devoraba el Pascual


Mi primer gran ídolo del fútbol fue el indio Jorge Ramón ‘La Fiera’ Cáceres. Después de llegar de la escuela Manuela Beltrán, mi ritual era dirigirme hacia un amarillento recorte de periódico, con la imagen de una fiera sudorosa en primer plano, que había pegado con cinta en el cuarto de mi tío Jorge, otro americano irremediable.

En 1980, ya con la primera estrella cosida en la franela escarlata, tuve uno de los domingos más felices y recordados de mi entonces corta vida. Con Lekson Maquilón, un amigo del barrio Santander, populoso fortín rojo cercano al Obrero, nos colamos en el camerino sur y mientras a él lo atrapaba la ‘guardia pretoriana’ que evitaba el contacto con los jugadores, yo logré flanquear la férrea custodia y agarré fuerte la mano del goleador, sin decirle nada, mientras él sorprendido miraba al ‘pibe’ que lo apretaba sin ganas de soltarse y que no era capaz de decirle una palabra.

La paradoja fue que tres décadas más tarde saldé una deuda personal y lo entrevisté para el noticiero en el que ahora trabajo como periodista. Pero debo confesarles algo… Como el delantero que despilfarra una segunda oportunidad debajo del arco, esta vez tampoco fui capaz de recordarle que un domingo yo había sido el niño que alguna vez lo tomó de la mano, no le dirigió la palabra, pero que conversaba imaginariamente con él contándole que en unos años sería el otro goleador de raza de los Diablos.

Por supuesto nunca pude coronar la ilusión, a pesar de los buenos augurios de todos aquellos que me veían driblar, hacer un caño, amagar por derecha y salir por izquierda o tirar un sombrero en las canchas de ‘Siete Cueros’, La Isla o la ‘Chontadurera’, allá en el barrio Popular. Era una época en la que anhelaba con hacer realidad ese ‘sueño del Pibe’, el tango que escuchaba mi abuelo Liborio Tello y que inmortalizó el gran Enrique Campos, con una interpretación que parece grabada en el mismísimo potrero.

Pero mientras el sueño de jugar en el Pascual se desvanecía con el paso de los años, la afición por los rojos no decrecía. Y es que como dice el escritor inglés Nick Hornby, “me enamoré del fútbol igual que más tarde me enamoré de las mujeres: de repente, inexplicablemente, sin crítica, sin pensar en el dolor o los trastornos que traería consigo”.

Y es que en el dolor que desgarra las entrañas y en la infinita tristeza que produce una desilusión donde es que se conoce el verdadero amor por un club. Porque al final no es en la masiva alegría donde todos nos fundimos en un abrazo que se conoce al verdadero hincha sino en la inconmensurable soledad que deja la derrota.

Jorge Luis Borges, a quien le gustaba decir que el fútbol era popular porque la estupidez era popular, tiene, sin embargo, un verso que parece hecho para todos nosotros, esos locos que amamos una divisa:

“Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente,
ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido
los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.

Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el
horror de vivir en lo sucesivo. Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”.

El que triunfo y la amarga derrota siempre han estado presentes en el fútbol, como un Yin y un Yang. Y los fanáticos rojos somos testigos de que a pesar de los éxitos contemporáneos, una buena parte de la historia americana está fundada en la tragedia. Décadas de derrotas, hexagonales a los que no se entraba, eliminaciones ‘in extremis’, propuestas para no desaparecer, apelativos lastimeros, ‘el jugamos como nunca y perdimos como siempre’ o colectas de dinero en el propio estadio para comprar a uno de los grandes ídolos de los setenta, La Fiera Cáceres, hicieron que el hueso rojo se fortaleciera de calcio escarlata.

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Pero cuando creíamos que éramos los reyes de América sobrevino la tragedia. Fue el 31 de octubre de 1987, cuando ‘La mechita’ mordió el polvo de manera dramática, en el último segundo, en una final de Copa Libertadores inexplicable. Diego Aguirre, el alero derecho de Peñarol, el delantero más odiado por la hinchada americana, arrancó de tajo la ilusión de ser campeones del Continente.

“Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,

la resaca de todo lo sufrido

se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras

en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.

Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas:

o los heraldos negros que nos manda la muerte.

Hay golpes en la vida, tan fuerte… ¡Yo no sé!

Todo lo que haya que decir sobre ese partido, sobre ese aciago día, simplemente está condensado en este trágico poema del vate inca César Vallejo. Y así lo recogió el escritor Umberto Valverde en una maravillosa crónica escrita con llanto que publicó en la recordada revista del América donde narra el incomprensible desenlace.

Y no sería el último sufrimiento. Luego llegó 1996 y por cuarta vez en nuestra historia, la Copa Libertadores nos fue rapada. Esta vez, como en 1986, por un viejo enemigo, el River Plate. Pero el ‘Annus horribilis’, esa expresión latina traducible como el año terrible, vendría tres lustros después, en el 2011. Fue el año del descenso y yo estaba en el estadio, con mi compadre, el periodista deportivo César Polanía.

Mientras veíamos como América transitaba hacia el verdadero infierno, el estadio parecía un ‘pandemónium’ donde reinaban la confusión, el ruido y el griterío. El estadio era como una gigantesca sala de velación, en la que en vez de color negro la gente iba vestida de rojo. No había un lugar hacia donde se fijara la mirada en el que no se viera a alguien derramando lágrimas, escondiendo el rostro, maldiciendo o denotando un trágico gesto de dolor que solo puede provenir de un corazón destrozado.

La resurrección


Y cuando ya creía que no había esperanza, la resurrección llegó de la mano de mi hija. Sí, mi hija, porque ella fue la que me devolvió la alegría por el fútbol. María Camila, mi consentida mayor, hizo todo lo que yo soñé realizar alguna vez. De buen porte, aguerrida, veloz, de tranco largo, vertical, talentosa, fuerte como un camión, con una zurda potente, Camila coronó lo que siempre anhelé.

Se puso la camiseta 15 del primer equipo profesional del América, jugó todos los partidos de aquella primera liga femenina y quedó para siempre fijada en la historia de los Diablos Rojos. Desde los tres años era quien me acompañaba a todos los torneos empresariales que disputé con el ‘dream team’ de El País, mi querida casa periodística. Cuando descubrí que era zurda natural, le ponía el balón más pesado para que fortaleciera su pierna izquierda.

Trotábamos juntos, veíamos los partidos internacionales, me acompañaba al estadio, se convirtió en mi sombra y en mi cómplice del balón. No fue extraño, entonces, que Camila poco tiempo después integrara la plantilla del equipo femenino de la Escuela Carlos Sarmiento Lora y paseara su talento por todas las canchas de futbol aficionado de Cali y del Valle del Cauca. Con la Sarmiento ganó todos los títulos imaginados, regionales y nacionales. Por eso cuando América conformó el primer equipo femenino y se fijó en la potencia de esa lateral, le dije sin dudarlo: “Es tu equipo, es tu destino, es todo lo que yo hubiera querido, amor, dale, vete de cabeza”.

La primera vez que la vi en competencia profesional fue en Palmira, jugando contra Orsomarso. El calor era agobiante y me acompañaba una sensación que conocía muy bien. Esa misma que hace que tu corazón corra más rápido que tus pensamientos, mientras sientes que cada 30 segundos resbala una gota de sudor más grande que la anterior. La paradoja es que, al mismo tiempo, tus manos de manera inexplicable están frías como si acabaras de recoger nieve y tu cabeza juega un partido aparte en el que sentencias el duelo con un gol que sale de tus botines. Sí, sé qué están pensando, esa sensación que solo la puede percibir quien está a punto de jugar el partido más importante de la vida, ya sea en la sagrada cancha de cemento del barrio, en el Pascual Guerrero o en el estadio Rivera Escobar, de Palmira. Y allí estaba yo, junto con mi otra hija Laura, el 18 de febrero del 2017, con toda esa adrenalina brotando, moviendo mis piernas y tenso, como si ya fuera a salir a ese gramado verde que invitaba a una tarde de buen fútbol.

Pero la gran diferencia era que quien jugaba el partido era mi hija y no yo. Hinchado de orgullo miraba a la tribuna que alentaba a las futbolistas y cuando se asomó ese número 15 a la gramilla fue inevitable que no pudiera contenerme más, abrazara a mi hija Laura y dejara escapar esas lágrimas que rodaban mientras intentaba unos gritos de apoyo que se desvanecían por la emoción. Y ese mismo día en que veía a mi hija vestida de escarlata, volví a regresar a mi niñez, a la primera vez que me llevó mi tía al Pascual. Pero en esta oportunidad ya no necesitaba imaginar que era ‘La Fiera’ Cáceres o el ‘Pinino’ Más, ahora era claro que yo tenía puesta la camiseta número 15 en la espalda, era zurdo natural, le pegaba a la pelota con un fierro, siempre llegaba al cruce perfecto y jugaba para mi equipo de alma…

Ahora contemplo a mis pequeños Jacobo y Matías, y entiendo que el ritual debe volver a comenzar. Como aquella vez que mi querida Nana me llevó al templo de San Fernando, esta vez soy yo el que sueña con llevar a mis hijos de la mano y presentarles la que será, también, su nueva casa. Y esta vez, otra vez, será el momento de soñar con que los hermanos Quintero se pondrán la roja y sellarán con sus goles algún campeonato rojo.

Tal vez, al final, todo sea como lo advirtió Sir Walter Scott, el escritor escocés autor del clásico Ivanhoe, que “la vida en sí misma no es más que un partido de fútbol”.

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