A Umberto Valverde lo ‘conocí’ a los 15 años. Esa amistad (que él solo iba a identificar varios años después) floreció a través de ‘Bomba Camará’, una novela que me impacto muchísimo porque hablaba de un barrio que se parecía al mío. Unos relatos fuertes, callejeros, muy urbanos que me motivaron a buscar otra literatura similar. Con el tiempo me encontré con Andrés Caicedo, que con su propio estilo. También hizo algo parecido a Valverde, al relatar la rumba más burguesa de los años setenta.
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Unos años después lo vi en el estadio Pascual Guerrero, de la mano de la gran Celia Cruz, un día en el que la ‘Reina Rumba’ se presentó previo a un partido de ‘La mechita’. Pero había otra cosa que teníamos en común con Valverde y era su amor por la música, por las historias. Y allí fue cuando realmente nos conocimos.
Justamente en 1997, yo trabajaba en El País y Umberto publicó un libro dedicado a la Sonora Matancera. Me pedí esta nota y llegué al eterno apartamento de Umberto, allí cerca de la icónica Avenida Sexta. En ese instante le dije que ya nos conocíamos, él se sorprendió, pero luego entendió todo cuando le expliqué que lo sentía cercano desde la primera vez que leí ‘Bomba Camará’. Porque la Calle 25 y el barrio Obrero me eran sectores muy cercanos ya que vivía con mis abuelos muy cerca de esos relatos.
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En una extensa conversación le hablé de las similitudes que creía ver en su literatura y la de Andrés Caicedo. Algo que lo ofuscó un poco porque (era Valverde, no lo olviden) Umberto decía que su estilo fue primero y que lo suyo era del barrio, algo real, no la literatura ‘fresita’ que provenía del norte de Cali y que encarnaba Caicedo. Con el tiempo, yo le recordaba la anécdota y ya simplemente nos reíamos de aquella conversación.
A Umberto había que conocerlo para quererlo. Sus peleas infinitas, radical como pocos, seguro de sus convicciones, Umberto no tenía grises, como cantaba Ismael Rivera: ‘A medias no’.
Hablamos muchas veces de la vida, de la música, del barrio Obrero, un sector que estaba enclavado en su corazón, a pesar de haberse marchado muchos años atrás. Después de la pandemia nos vimos una vez cerca de su casa en la Avenida Sexta y estaba emocionado porque alguien lo había invitado al barrio de nuevo. Incluso, mi colega Miguel Ángel Palta me recordó que alguna vez dijo que si le hacían un homenaje cuando falleciera, ojalá fuera un monumento en su barrio, El Obrero.
Recuerdo que cuando murió Jairo Varela, me enteré porque él me llamó a contarme del triste suceso, su relación con Jairo fue de odios y amores. Me contó muchas veces detalles increíbles y peleas inenarrables con el prolífico director del Grupo Niche. Siempre que llegábamos al tema me decía, medio en secreto, que una mujer enloqueció al maestro chocoano y por eso me replicaba enseguida y siempre me decía en broma, ‘cuidate de las mujeres, Gerardo’.
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La última vez que nos vimos fue hace unos cuatro meses, en su última aparición pública. Estuvimos en un conversatorio en la Biblioteca Departamental junto a un grupo de queridos amigos como Richie Valdés, Ossiel Villada y Leonardo Medina hablando de lo que siempre nos unió, la música. Los 40 años del Cali Pachanguero fue la excusa para reunirnos, sacó fuerzas de donde ya no tenía para polemizar, debatir, aclarar. Tuvo sus consabidos roces de siempre porque fue ‘genio y figura’ hasta la sepultura.
Umberto me decía que ‘El Cali Pachanguero’ era la canción más interpretada por el Grupo Niche en su historia y la única que tenía que ser cantada en cada presentación de la orquesta. Me recordaba que esa canción de alguna forma fue la salvación de Jairo y de Niche y que borró cualquier duda que tuviera Varela sobre la continuación del grupo.
Unos meses antes había sido muy elogioso conmigo en su columna del diario Occidente, luego de que leyera el libro ‘Ecuajey’. “Gerardo Quintero escribe las historias con testigos directos, les da el crédito, reconoce los aportes, no todo el mundo hace eso, es un profesional del oficio, busca la historia, la noticia, la fundamenta y la pule”. Le di las gracias por su amistad y su generosidad. En ese libro y en el nuevo, ‘Traigo de Todo’, le di mis agradecimientos por el apoyo, por contarme sus historias, por compartir sus experiencias.
Nos vimos en varias oportunidades en Zaperoco, su bar de confianza, como yo solía molestarlo. Allí Mauricio Levy lo consentía y le había asegurado una esquina en la barra que estaba a nombre del escritor. Allí hicimos un gran homenaje a Celia Cruz y su influencia en Cali, a propósito de la reedición del libro Reina Rumba, que a bien tuvo realizar el entonces subsecretario de Cultura, Leonardo Medina.
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Precisamente, en su libro ‘Celia Cruz, Reina Rumba’, Umberto Valverde tiene también un recuerdo de aquel momento que parece extraído de las más excelsas páginas del realismo mágico. El escritor, nacido en el barrio Obrero, recuerda que la gran aventura que se comentaba en las esquinas del popular sector fue la que hicieron los hermanos Horacio y Alberto Fajardo, quienes al enterarse de la presentación de la artista en el Club Colombia decidieron que contra viento y marea, ellos estarían en el concierto.
Cuenta Umberto que los hermanos consiguieron los 20 pesos para asistir a la presentación reuniendo el dinero entre toda la ‘gallada’ de amigos; al tiempo convencieron a don Cristobal, el viejo sastre del barrio, para que les facilitara dos vestidos completos con saco y corbata.
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Ese sábado novembrino de 1955, Alberto y Horacio tomaron un bus con algo más que vergüenza; previamente se habían demorado media hora en peinarse y acicalarse para llegar a la rumba soñada; quedaron tan bonitos que ni su hermana Catalina los reconoció. Umberto relata que el viejo Club Colombia quedaba por el norte; por allí por la Avenida Sexta y era un sector que casi nunca frecuentaba la gente del Obrero. Para poder ingresar al club tuvieron que sortear múltiples peripecias, pero que lo que siguió se lo dejo a Umberto para que lo relate:
“Alberto y Horacio trataron de no llamar la atención. Se arrinconaban a las paredes. Entraron al salón y se quedaron todo el tiempo en el baño. Cuando oyeron las trompetas, las trompetas de Pedro Knight y Calixto Leicea, cuando oyeron el piano de Lino Frías, se alistaron por última vez. Alberto sacó la peineta Tres Estrellas y se dio el último toque en su mota, como en esa película que había visto hace poco donde un tipito se engancha con la puerta del carro y se va al barranco”.
Umberto Valverde continúa con el fantástico relato: “Celia Cruz salió con la canción en la boca: se oye el rumor de un pregonar, que dice así, el yerberito llegó. Horacio y Alberto se acercaron al escenario como si fuera un imán, ya no les importó que los descubrieran; y cuando menos pensaron, a la tercera o cuarta canción, ya estaban bailando entre los dos y llamaban a Celia para que los acompañara. Cuando Burundanga terminó, dos empleados del club fueron a sacarlos. Después trajeron a la policía. La gente los miraba con asco. Ya se sentían perdidos en la calle, y de repente Celia Cruz bajó del escenario y los defendió. Amenazó con irse del espectáculo sin cantar más y prometió que ellos no molestarían a nadie”…
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El cronista concluye el increíble relato contando cómo los hermanos se convirtieron en los habitantes más famosos del barrio Obrero y cómo el relato cada vez se fue haciendo más extenso, más lleno de anécdotas y más inverosímil, incluso Horacio llegó a decir que bailó con la Reina del Valle. La historia se mantuvo por años y logró que el mito de una ‘Celia heroína’ que evitó que sacara a unos muchachos humildes del gran Club Colombia sumara adeptos a su gran religión musical.
Regresando a la historia en Zaperoco, en ese magnífico palacio de la salsa también tuvimos un conversatorio fantástico con el destacado trompetista y arreglista Luis ‘Perico’ Ortiz, donde Umberto recordó los trabajos que hizo ‘Perico’ con Rubén Blades, especialmente con ‘Plástico’, en el álbum de ‘Siembra’.
Del América, en cambio, hablábamos en clave de recuerdos. De cómo me inspiró su crónica el día que la mechita perdió la Copa Libertadores frente a Peñarol y cómo yo recordaría por siempre aquel contundente título con el que bautizó su historia. ‘Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé! ”. Un poema del gran vate peruano César Vallejo, que Umberto transformó en la mejor manera de expresar lo que los americanos sentimos durante aquella dolorosa derrota frente a los uruguayos.
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‘El viejo Umber’ me decía que Falcioni había sido lejos el mejor arquero que había visto, pero no ahorraba elogios para el ‘Indio’ Montaño, arquero volador, rumbero y bebedor, buen bailarín que arrasó con los bares de San Nicolás y el Obrero en los años sesenta. Sentía un profundo respeto por el médico Gabriel Ochoa y recordaba con mucho cariño a Willington Ortiz (de quien me dijo que el médico no quería en su equipo, pero que al final la presión de Miguel Rodríguez hizo que terminara vestido de rojo). Umberto me contó que Ochoa se reunió con el viejo Willy, le dijo que la rumba estaba prohibida en su equipo y que si él no podía ser disciplinado, mejor ni entrara al equipo. Al final, Willington fue clave en el pentacampeonato de los escarlatas y se retiró justamente vistiendo la camiseta del América.
La paradoja era que a pesar de haber sido testigo de primera línea de aquel equipo de lujo de los años ochenta y de haber registrado desde la dirección de la Revista del Club las mejores épocas futbolísticas de esa banda, Umberto siempre se quedó con el equipo de 1960, dirigido por el maestro Adolfo Pedernera, que quedó subcampeón por primera vez en la historia, el mismo que anotó 62 goles y ganó 21 veces en esa liga. Ese fue el equipo que quedó grabado en la memoria del entonces muy joven Valverde.
Lo último que hablamos fue de escribir unas memorias, hacerlo de manera conjunta, trabajar en una historia que no pudo ser. Paz en la tumba del gran Umber, para algunos un ‘cascarrabias’, para mí un buen amigo, maestro, conversador, destacado escritor, historiador musical, una máquina de anécdotas y recuerdos y un hombre consecuente con sus ideas, así a muchos no les gustara.
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