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Ser amigos de Dios

Ser amigos de Dios

Confiar en Dios es un ejercicio relativamente sencillo. En la mayoría de los hogares, de una u otra forma se nos enseña desde niños que existe un Dios y que ocasionalmente podemos hacer "uso" de Él. Nos enseñan, casi siempre de manera desprevenida, que ese Dios funciona como un Dios bombero, que generalmente viene cuando le llamamos y se encarga de apagar esos incendios grandes o pequeños que vamos provocando a lo largo de nuestra vida.

Y nos enseñan también que para agradecer eso que Él hace por nosotros, basta con ir a una iglesia el domingo por media hora, sin importar si atendemos y entendemos lo que allí se predica, porque lo verdaderamente importante es que los vecinos "nos vean" cuando nos arrodillamos o cuando echamos unas monedas en la canasta de la limosna.

Nos condicionan entonces a confiar en ese Dios pero a la distancia, nos hacen pensar que El sí existe pero está tan lejos, que no vale la pena ni siquiera imaginar que podemos tener una verdadera e íntima relación con Él. Además, como si no fuera suficiente con eso, nos enseñan a temerle, a entender que es un Dios castigador, vigilante, que está listo a culparte y darte tu merecido cuando te portas mal.

¿Y qué sucede luego, cuando ya no somos niños y llegamos a la edad adulta? Pues que sin duda esas enseñanzas de infancia han dejado su huella, y continuamos entonces por la vida con esa imagen distorsionada de Dios, y persistimos en verle como el Dios bombero, el Dios castigador y el Dios lejano e inalcanzable. Por eso no resulta extraño ver hombres y mujeres (muchos) que confían en Dios, e incluso creen en Dios, pero no logran creerle a Dios y menos obedecerle.

Ahora bien. ¿Es suficiente confiar en Dios?: Confiar en Dios no es suficiente, sino que debemos hacer lo que Dios quiere, es decir, debemos obedecerle. Y cuán difícil es esto último, porque nuestra naturaleza nos dice que cada uno de nosotros, con nuestras propias capacidades, podemos resolver todos los inconvenientes que va trayendo la vida. ¿Porqué obedecer, si yo puedo solo, si yo soy capaz, si yo no necesito a nadie?

Esta manera de pensar tan errónea, nos lleva a tener una vida de altibajos. Con logros y éxitos ocasionales tal vez, pero sin duda una vida carente de gozo, de paz, y de tranquilidad. Una vida sin Dios es una vida vacía, pegada tal vez a lo material, al disfrute de lo pasajero, de lo efímero y lejos de esa plenitud que sólo se obtiene al tener el Espíritu Santo de Dios en nuestro corazón.

Y tener a Dios con nosotros y en nosotros, es más que el mero acto de confiar en Él o de creer en Él. Es obedecer sus mandamientos, su guía, es poner a un lado nuestros propósitos para dar paso a los suyos, es abandonar el trono de nuestro propio yo para darle la Gloria a Él, es morir a nosotros mismos y decidir tener una vida nueva, una vida recta, en donde prevalezcan el amor, el perdón, la humildad, la honestidad y todos esos valores que están servidos a la mesa cuando decidimos caminar con Él.

En resumen, no basta con confiar en ese Dios que nos mostraron de niños, es imprescindible obedecerle con absoluta fe, con la certeza total de que Él es Todopoderoso, omnisciente, omnipresente, que no se equivoca, que sabe lo que en verdad nos conviene, que nos conoce mejor que nosotros mismos, y además que nos ama como jamás nadie nos amó.

Y con esas certezas en la mano, podremos entender entonces que nuestra triste humanidad apenas nos da para entender un par de cosas de la vida y para ver tan solo unos pocos metros adelante, mientras Él es capaz de saberlo todo, de comprenderlo todo, de ver toda la eternidad, hacia atrás y hacia adelante, el hoy, el mañana, el pasado, lo que fue y lo que será.

Recordemos a Abraham quien creyó en Dios, le creyó a Dios y también le obedeció, cuando le pidió que levantara el cuchillo contra su hijo : "Así se cumplió la Escritura que dice: Le creyó Abraham a Dios, y esto se le tomó en cuenta como justicia, y fue llamado amigo de Dios." Santiago 2:23 NVI