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¡Sé bastión… de Belalcázar!

¡Sé bastión… de Belalcázar!

Especial para 90minutos.co

Supimos de la mano de Gay Talese en el espléndido artículo Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas (1960) que “cuando la estatua ecuestre de un general alza del suelo los dos cascos delanteros, quiere decir que el general murió en combate; si levanta uno, murió de heridas recibidas en combate; si los cuatro cascos pisan el suelo, el general probablemente murió en cama”. Por eso cuando los indígenas Misak derribaron a mediados de septiembre de 2020 la estatua ubicada en el Morro de Tulcán en Popayán, Colombia comenzó a conocer detalles macabros de la vida de un asesino con el título de Adelantado de la Gobernación de Popayán, Mariscal y Capitán de la Conquista; y la sarta de mentiras con las que se ha construido nuestra historia. Dicha estatua decapitada -que hoy es restaurada en la sede de Tercera División de Ejército-, tiene la pata delantera izquierda del caballo levantada, cuando en realidad el irascible y sanguinario Sebastián de Belalcázar murió por insuficiencia cardíaca congestiva de tanto tragar carne de puerco, mientras esperaba el buque Santa Clara que lo llevaría a España a apelar ante su Majestad que lo había condenado in absentia a la pena capital tras el informe del visitador Francisco Briceño y las denuncias de Bartolomé de las Casas, por desatender la órdenes de otra joyita, Francisco Pizarro; sus excesos en contra de los indígenas, como el empalamiento y el ataque con perros matones; y el asesinato del Mariscal Jorge Robledo en la Loma de Pozo. ¡Era un cerdo!

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Se cumplen (no hay que conmemorar por respeto a sus víctimas, aunque se hable de los “diferentes contextos históricos”) 470 años de la muerte en Cartagena de Indias de Sebastián Moyano y Cabrera, el fundador de 16 ciudades entre lo que hoy es Perú, Ecuador y Colombia. Otra mentira. Los españoles no fundaron nada. Cuando llegó en el tercer viaje de Cristóbal Colón -huyendo de la justicia por haber asesinado a su propio hermano a garrote limpio, que dejó ensangrentado como todo lo que tocaba-, en lo que hoy es Cartagena ya existía en 1498 una población de 300 mil seres humanos, llamada Calamarí; y en Cali, los Lilies y otras tribus podían llenar hoy el Pascual Guerrero, con 40 mil almas. Lo que hacían estos bellacos era levantar una capilla doctrinera y esgrimir el tridente macabro con el que arrasaron en América 80 millones de indígenas en un siglo: la espada, la cruz y la palabra. Cuando murió, el 30 de abril de 1551, a los 71 años, Belalcázar tenía seis hijos: Sebastián, Francisco, Lázaro, Catalina, María y Magdalena. Y una prole incalculable, pues uno de sus pasatiempos era desflorar doncellas indígenas, cual traqueto ebrio y encabronado. Nada se sabe de las madres de sus vástagos reconocidos, pues luego del tal “Descubrimiento” los españoles duraron casi 80 años sin traer a sus mujeres a estas tierras inhóspitas. El que la debe la teme. De ahí que el lógico mestizaje sea otra mentira, pues hubo abuso, violación y vejámenes.

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A María, una de sus hijas, la casó con el capitán Alonso Diez de Fuenmayor fundador de Almaguer, Alcalde y Regidor de Cali; y a Magdalena, con el capitán Francisco Trejo, rico hacendado fundador y vecino de Guadalajara de Buga, que lejos estaba de saber que su descendencia fundaría Expreso Trejos. Vivieron y murieron en la Encomienda de Yumbo y en Cali con la comodidad propia de quienes recaudan impuestos y viven del trabajo de los demás en sus extensas dehesas. A Francisco y Catalina los desposó con hidalgas familias españolas; y del pobre Lázaro, poco se sabe, solo al parecer que se murió sin probar de aquello. En general, el rancio y rico General, autonombrado propietario vitalicio de Popayán en 1940, trató de lavar su homicida imagen y de criador de marranos, emparentando sus crías con familias prestantes en España y en el Nuevo Mundo. Supongo que como hoy, eran prestantes porque se prestaban para semejante deshonra a cambio de aumentar su caudal de riqueza con esas dotes. Nada que no pueda verse desde siempre hasta en las peores familias, pues de todo hay en la ‘riña’ del Señor y no precisamente de los Milagros.

Lo mismo hicieron otros señores como Hernán Cortés, Francisco Pizarro y Gonzalo Jiménez de Quesada. Suertudos desgraciados que fueron recibidos por los nativos con amabilidad y cierta reverencia, a la que respondieron con infamia. Los que hoy denominamos aztecas esperaban la llegada de Quetzalcóatl (el nombre que dieron los pueblos de habla náhuatl al Ser Supremo y que traducía serpiente emplumada) y eso favoreció a Cortés. Según el testimonio de Alvarado Tezozómoc, Motecuhzoma (Moctezuma Xocoyotzin), movido por los presagios hizo llamar sabios y hechiceros. No le dijeron nada. Pero sí un pobre macehual, un hombre del pueblo, que venido de las costas del Golfo relató lo que jamás había visto: torres o cerros pequeños que venían flotando en el mar, en ellos venían gentes extrañas de carnes muy blancas, barba larga. Fue entonces amable el líder azteca, pero ante el oro la masacre fue inminente. Algo similar ocurrió en Perú. El Inca Atahualpa salió en Cajamarca al encuentro de Pizarro, con 8.000 hombres ataviados solo de plumas, regalos y viandas para los seres recién llegados. Fueron todos masacrados en una sola tarde aciaga. En lo que hoy es Colombia, López de Galarza hizo lo mismo con los pijaos, los indígenas más aguerridos, tanto que fue sólo hasta la Colonia, cuando fue declarada la guerra de exterminio total, que se logró más que su sometimiento, su destierro en el mismo territorio. Nuestra Cajamarca es otro nefasto homenaje, con masacre incluida.

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Pero volvamos a Sebastián de Belalcázar y más que a él, al derribamiento de su estatua en Cali, que desde 1937 señalaba hacia el Pacífico y es parte del tradicional mirador de turistas y enamorados, además de meadero de cerveceros empedernidos. El miércoles pasado los Misak lo hicieron de nuevo. Apenas despuntaba el día y el Paro Nacional en contra de la Reforma Tributaria, cuando en medio de algunos rituales y arengas lo enlazaron del cuello -como él hacía con sus ancestros- y lo halaron hasta que sucumbió en medio de la algarabía y el alborozo de la minga, por una nueva reivindicación de la visión de los vencidos, como parte del testimonio indígena acerca de la mal llamada “Conquista”. Lejos está el pueblo Misak de la idea decimonónica, ilustrada y eurocentrista de la historia oficial que desconoce tantas otras visiones y puntos de vista. Una historia que pareciera reducirse y limitarse a la mentira, a la confusa y mal intencionada tergiversación de los hechos, pero que los viejos herederos de la palabra nos dejan ver en medio de nuestra complejidad social. Nuevos matices de una percepción hasta hace poco generalizada por la educación hegemónica.

Se ha desconocido de manera sistemática la visión de los indígenas, lo qué pensaron y sintieron, cómo actuaron, qué sentido tuvo este choque cultural y cómo concibieron su propia derrota y la barbarie sobre ellos acaecida. La verdadera historia de este proceso apenas despunta como el sol en lo alto de las pirámides cuando los aztecas teñían con sangre lo que nosotros consideramos sacrificios y ellos, una suerte de escogencia divina. Es probable que la estatua de Belalcázar sea de nuevo empotrada en su pedestal de cemento y falsedad por las elites y la tradición, pero siempre es preferible tumbar símbolos que asesinar personas. Algo que sin duda no le han enseñado los gobiernos a ningún miembro del ESMAD. Cayó otro símbolo impuesto. No ha caído hasta ahora ningún opresor con los impuestos, porque nuestros gobernantes son ante el clamor del pueblo como las estatuas: inertes y, por supuesto, sordos.

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