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Padua y Letras

Padua y Letras

Blog de Lizandro Penagos

Cuesta creer que en un pueblecito colgado a 2.000 metros de altura en la cordillera central haya nacido quien encumbra la literatura nacional y es considerado uno de los más importantes pensadores latinoamericanos. Y cuesta creerlo no porque en algún punto de la geografía nacional -o universal- pueda nacer alguien con una inteligencia superior, una capacidad de análisis moderada, un escritura cadenciosa y una conversación tan fluida que puede transcribirse y sigue sonando como una cajita musical; sino porque en este corregimiento tolimense no había ni siquiera biblioteca. Se llamaba Guarumo, nombre indígena que designa un árbol típico de estas alturas, pero un cura lleno de prejuicios después de un periplo por El Vaticano le cambió el nombre por el de una ciudad italiana, al lugar donde nacieron y vivieron los ancestros de William Ospina.

Aunque Gabo le colgó un sambenito después de leer su primera novela, Ursúa (2005), cuando dijo que si a alguien le entregaría la antorcha de las letras nacionales sería a este tolimense; y las mismas elites bogotanas que lo azuzaron hoy parecen haberlo vetado por escribir en favor de los menos favorecidos; este hombre nacido en Padua-Tolima, sigue siendo el referente literario del país nacional. Como muchos otros lugares en Colombia, esta es una carretera con caserío. Y con Inspección de Policía. Una hilera de casas a lado y lado que custodia la vía que lleva al Alto de Letras. La cumbre que con 3.500 metros rompe piernas y consagra “escarabajos”, no en vano cuando se llega a la cima una pancarta de Nairo Quintana reza: Coroné Letras. Y William sí que las ha coronado.

Un carnicero de Padua no tiene idea quién es William Ospina. Una señora que vende tintos, en cambio, sabe que es oriundo de su terruño y que escribe cosas importantes. Le reprocha sí, “que se corte esas mechas”. El aroma de café se ha perdido. Ya no hay recuas de mulas cargadas de café a la espera de las vagonetas del cable aéreo que surcaba estas montañas desde Mariquita hasta Manizales, en tiempos de bonanza y que funcionó 45 años, hasta 1967. Ahora huele a gallinaza y a porquerizas. Hasta la densa niebla ha cedido. Un vendedor de dulces y cigarrillos de Fresno se ha leído toda su obra y el dispensario de un pequeño hotel asegura que la familia del escritor era de Herveo y que su papá fue por muchos años el dueño de una droguería en Fresno.

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Un sol radiante acompañó este recorrido entre curvas infinitas que serpentean la montaña. Hace frío, pero no es recalcitrante, se deja calentar con la mirada. Persisten los toldos, la carne expuesta que no se refrigera porque el ambiente es una acogedora nevera. También los caballos que no ceden del todo a las motos y esa influencia paisa que se funde en un deje al hablar que mezcla lo opita con lo montañero. Al pan lo llaman parva y a la ñapa vendaje. Hay banda y corralejas en las fiestas, pólvora y aguardiente. Una iglesia tan antigua como divina y una tranquilidad que refuerza la idea increíble de que aquí haya nacido alguien capaz de cambiarle el rumbo a alguien o a algo en la vida.

William Ospina pudo haberse quedado en Herveo o en Fresno. Pudo haber atravesado Petaqueros y bajar hasta Mariquita, Honda o Armero, que hace medio siglo eran prósperas ciudades. Incluso Ibagué, cuna de prestantes juristas. Pudo atravesar Letras, ofrecerse el paisaje majestuoso del Parque de los Nevados, otear la cumbre majestuosa del volcán nevado del Ruiz -que hoy apenas tiene vestigios de nieves perpetuas- y llegar a Manizales, que todavía no había llenado sus faldones con casuchas miserables como pesebres infinitos que hoy contrastan con la modernidad de la autopista del café. Pero recaló en Cali, adonde llegó a estudiar Derecho a la Santiago, luego viajó a París, de nuevo estuvo en la Sultana y finalmente se radicó en Bogotá. Desde el centro lo conoció la provincia a la que pertenece. Periodista, ensayista, poeta, prosista, intelectual nato, de aquellos a los que su obra les otorga sus títulos. Los Honoris Causa le son tan comunes como la historia de Colombia en su escritura. Ha redescubierto la poesía en medio del mar de sangre del mal llamado “Descubrimiento”, la prosa en las Crónicas de Indias y la fatalidad de nuestro destino por cuenta unos falsos liderazgos políticos.

Su patria chica es minúscula. Padua es un pedacito de país en medio de la inmensidad geográfica de una nación que abandonó el campo a su suerte. Un rincón de Colombia que sobrevive, donde hace apenas 26 años se graduó la primera promoción de bachilleres del Colegio Juan XXIII, donde las hortensias se dan silvestres y el tiempo se ha congelado. Donde los rezagos de tiempos mejores se asoman en la mirada de quienes aún insisten y subsisten de la tierra. Tierra que a veces se les viene encima y los arropa con derrumbes y deslaves. Es una curva ascendente donde hasta el cementerio queda en bajada para el difunto y en subida para los deudos. Padua da la extraña sensación de no tener esquinas, de ser una serpiente con ojos, donde no se acaba la vaina, que huele a agua de panela con canela, donde la brisa sopla en el país del viento y donde nunca es tarde para el hombre.

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Allí, en Padua, nació el hombre que elevó las letras nacionales en el continente. Al que siendo niño le prohibían mencionar el nombre indígena de su territorio. El que ha desnudado con su prosa y con su poesía nuestra historia para atreverse a trazar un mejor porvenir para todos. El que con sus ensayos ha reivindicado la vida y la posibilidad de construir una nación donde quepamos todos, donde sea necesario pedir lo imposible para alcanzar lo justo. Allí, en un lugar abandonado por el estado, pero protegido de la incandescencia arrolladora de la modernidad, nació el bautista de la América Mestiza, el autor de la segunda oración por la paz, el escritor obsesionado con el redescubrimiento intelectual del proceso de conquista arrasador de un conteniente, que aún tiene mucho para decirle al mundo.

Allí, en Padua, nació el hombre que hace 20 años le hizo una pregunta a Colombia que no ha respondido nadie: ¿Dónde está la franja amarilla? Recorro su paisaje maravilloso, su belleza sobrecogedora y pienso que es de tal magnitud la codicia y la mezquindad de nuestros gobernantes, que difuminaron esa franja para que nunca nadie pueda descubrirla.

La opinión de los blogueros no refleja el pensamiento editorial de 90minutos.co

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