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Isaacs: ¡Otro año de olvido!

Isaacs: ¡Otro año de olvido!

Especial para 90minutos.co

En abril se mueren grandes escritores. El 17 de abril de 1895 a las 6:00 pm y luego de dos días de sufrida agonía murió, en la más absoluta estrechez económica, Jorge Ricardo Isaacs Ferrer, sin duda alguna el más grande escritor caleño de todos los tiempos. Y también el 17 de abril, pero de 2014, murió en medio de una holgura económica impensable en sus primeras incursiones literarias, Gabriel García Márquez, el más grande escritor colombiano de todos los tiempos. Mañana se conmemorarán 126 años de la muerte de Isaacs y el periodismo ha guardado hasta ahora un silencio sepulcral y vergonzante. Amanecerá y veremos, pero no será nada nuevo sino se dice nada, nunca se refieren estos acontecimientos culturales en un país que atiende más lo urgente que lo importante. Ni los grandes telediarios, ni los periódicos nacionales, pero tampoco los pequeños regionales y locales, preparan reseñas para la fecha.

Tal vez deba agregar que en abril no solo se mueren los grandes escritores colombianos. Un repaso de abriles lejanos me dice que al despuntar la primavera de 1839, otro 17 de abril, se fue la escritora Johanna Trosiener, madre del también escritor Arthur Schopenhauer. Y la luz de Aimé Césaire, el ideólogo del concepto ‘negritud’, se apagó el 17 de abril de 2008. Lo asombroso es que el 22 de abril de 1616, abandonó este mundo Cervantes, la máxima figura de lengua española. Y al día siguiente, el 23 de abril, Shakespeare, la máxima figura de la literatura inglesa. Y ayer no más, hace seis años, el 13 de abril, nos dejaron Günter Grass y Eduardo Galeano. Es un hecho irrefutable: en abril se mueren grandes escritores. Y en cada uno de sus países, los medios preparan homenajes y análisis, ensayos y columnas, documentales y trabajos que recogen el legado de quienes dedicaron su vida a la escritura.

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En Colombia los medios televisivos reseñan tímidamente -por lo regular al final de sus emisiones- la muerte de algún escritor. Se lamenta la partida, pero se desconoce el aporte infinito de sus voces literarias. Solo García Márquez desafió la perpetua invisibilidad que esta civilización otorga a los escritores y se convirtió para los medios en una figura tan rutilante como cualquier estrella de rock o del fútbol. Si bien el mejor y más grande homenaje para un escritor es leer su obra -y el que lo merezca, releerla-, no está de más que en las efemérides las sociedades reconozcan los legados de vidas consagradas al más singular de los oficios que pueda escoger ser humano alguno, la más noble función, esa que asumen los escritores, entregar el testimonio libre del tiempo que les ha correspondido vivir. Y Jorge Isaacs lo hizo con María, la obra cumbre del romanticismo colombiano y latinoamericano con la que se funda el país vallecaucano y de la que se desprenden tantos filones de análisis como capítulos tiene la novela.

No es una cuestión simple de nostalgia o evocación literaria, en el reconocimiento de cómo surge una idea de región, cómo se proyecta un departamento, esa dimensión de lo público que se decide y proyecta desde intereses privados, pero que termina por confirmarse y reconfigurarse con toda la dinámica social a partir de los imaginarios y las representaciones que en este caso el autor esboza con destreza poética. El paisaje, las costumbres, las tradiciones, los influjos, los juegos, el divertimento, las gastronomía, los ropajes, las armas, todo, absolutamente todo el engranaje narrativo de la obra. Detenerse en las 427 veces que nombra Isaacs a María en el texto o los siete besos que le dio Efraín (cuatro en la mano y de a uno en la mejilla, la frente y la trenza) hablan de una simple -y para algunos lacrimógena- historia de amor. Pero María es mucho, muchísimo más. Jorge Isaacs funda el país vallecaucano con la novela y de paso nos inscribe en el panorama nacional, latinoamericano y mundial. Y si a alguien esto le parece exagerado baste con recordar que los chinos llegaron a Palmira luego de haber leído la novela y que familias europeas también emigraron a la comarca atraídos por las descripciones del paisaje y la proyección empresarial alrededor de la caña que plantea la novela.

En Cali Jorge Isaacs presta su nombre a un teatro erigido en el mismo lugar donde se proyectó la primera adaptación cinematográfica de María, el Salón Moderno. Su legado está, como su estatua en el Parque de los Poetas, olvidado. Un Centro Virtual en Univalle lucha contra la indiferencia. Ni en vida ni muerto se le ha reconocido su inconmensurable valor. Y eso que lo hicieron Borges, Carranza, Manuel Mejía Vallejo, Álvaro Bejarano. Y lo hacen Darío Henao, Fernando Cruz Kronfly, Umberto Valverde y Fabio Martínez, entre otros pocos. Su nación, la que ayudó a gestar, no le rinde tributo. No en vano el que debería ser nuestro himno nacional fue escrito por Jorge Isaacs, pero Rafael Núñez -ya como presidente- impuso el suyo por la fuerza de la rivalidad y el poder. Menos su ciudad. Habría que agregar solo la insondable desmemoria que genera la ignorancia provocada.

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Como casi todos ignoran, Jorge Isaacs fue poeta, escritor versátil, activo combatiente, guerrero eterno, inspector de construcciones, político intenso, diplomático prudente, jurista en ciernes, etnógrafo crédulo, explorador minero, soñador de quimeras doradas, y, perseguidor perpetuo de una riqueza que le fue esquiva. Su vida sintetiza todo el espíritu de nuestro siglo XIX y de ahí que le corresponda como hombre de letras un espacio en la historia, pero casi nada en la actualidad, esa capa superficial de la realidad que construyen todos los días los medios de comunicación. No deben los caleños seguir alimentando la idea del ‘calibalismo’ y ese rencor que pareciera perpetuo. Su recio carácter, acrecentado por la decepción que le habían causado sus otrora amigos en Cali, dilataba en él la íntima percepción de ser otro judío errante, trashumante y permanente desterrado.

La Hacienda El Paraíso -en el pasado Casa de la Sierra- es hoy un sitio de culto, no literario sino turístico. Hermoso, pero no tranquilo. Se ofrece y vende de todo, menos literatura. En medio de suvenires, sancochos, helados, obleas, zumos de uva, viajes en parapente, cabalgatas y más, un anónimo lector obstinado musita en medio de la algarabía que este espacio lleva consigo la noción poética. Si atendemos a Gastón Bachelard, deberíamos agregar que, a pesar de todo, esta casa contiene el alma de Isaacs, su topografía; y entre sus relieves, la esencia de la novela. Pero los personajes de María comenzaron a trastocarse en el imaginario colectivo. Ese lugar de tierra, madera y piedra, se convirtió en ideal de amor, paisaje y tragedia. Efraín y María, pasaron de personajes a personas. Emma, Carlos o Nay, desde entonces son objetos de posesión simbólica. Hasta Mayo, el perro fiel de Efraín; y el chamón convertido en el cuervo de los malos presagios, todos sin excepción, han trascendido las páginas de la novela, porque las voces populares los reconstruyen cada día.

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Sin embargo, el autor de nuestra novela nacional, de nuestro canon literario, de nuestro referente fundacional, de la obra más importante antes de Cien años de soledad, sigue como la ceiba vigilante del lugar bucólico que lo evoca, gigante e inadvertido; como alguna rosa extraviada en el jardín del edén, sublime y fatal; como el sauce jadeante que acompaña la palma solitaria en el patio interno de la hacienda, altivo y olvidado; como el silente ganado pastando, sereno y esquivo; como el riachuelo diáfano, vital pero insignificante; y como la piedra donde todos se toman fotografías sin haber leído una línea de la novela: perenne. La tumba de María en el corregimiento de Santa Elena, es la prueba fehaciente de que es posible enterrar una ilusión; y el olvido en el que estas generaciones tienen a Jorge Isaacs, la confirmación de que el tiempo funde las historias y confunde las cosas, que terminan por perderse en los vericuetos de la desmemoria.

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