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El lenguaje y el discurso

El lenguaje y el discurso

Los medios de comunicación suelen pregonar que su papel en la democracia es higiénico. Es decir, limpio, transparente, diáfano, y -como si todas esas lindezas fueran pocas- libre e independiente. Ya está bien de tanta… de posición. Esa retórica, como bien lo dejó entrever Gerardo Reyes, sirve a lo sumo para escribir apasionados y lacrimógenos discursos para el día del periodista. Santos propone desescalar también el lenguaje y los medios desempolvan su discurso moralista, juzgador y esa prédica impostada contraria a su práctica cotidiana.

Un discurso lleno de comodines del lenguaje para crear eslóganes y montar promociones en radio o televisión, pero falso de cabo a rabo. Como el que reza: “Estamos cubriendo esta noticia desde todos los ángulos”, o “Somos la red independiente”, o la que en el colmo de la desfachatez toma una frase de un periodista íntegro como el argentino Jorge Rodolfo Walsh, desaparecido desde el 25 de marzo de 1977, para promocionarse: “El periodismo es libre o es una farsa”.

        Los medios de comunicación son organismos vivos, y como tal, atienden las dinámicas del entorno en el que nacen, viven y mueren, cada vez con más frecuencia. Son negocios -la mayoría de ellos privados- que atienden las lógicas del mercado, de la producción, de los intereses económicos que los fundan, las políticas que los rigen, las ideologías a las que pertenecen y, por encima de todas las cosas, los públicos a los que ofrecen un derecho por el que cobran.

En cada país de Latinoamérica dos o tres familias son las dueñas de los medios de comunicación. O de incomunicación, como sentenciara Eduardo Galeano. Las mismas que en la Colonia trajeron las primeras imprentas. Las mismas que lucharon por la independencia de sus castas y no la de sus pueblos. Las mismas que hoy difunden la información con sesgo, manipulada, manoseada, acomodada con calculada estrategia, con la intención de provocar una reacción, una caída, una imposición, una percepción, un comportamiento.

La información no es inocente, ni limpia. La vocación no es de servicio a la comunidad, sino de comercio través de ella. Los temas gruesos, trascendentales, no están en la agenda de los medios. Llenos de banalidad y espectáculo. Urgencias superfluas donde lo importante no importa, no tiene cabida. De ahí que no recojan la sugerencia presidencial de hablar -así lo asumo- con más sensatez y menos sensacionalismo. No se trata de cambiarle el nombre a las cosas y los hechos, sino de matizarlos con interpretación, análisis y rigor histórico. Todo se espectaculariza y nada se contextualiza. Pareciera que la información nace y muere con cada emisión, en cada tema, con cada hecho o suceso, sin antes ni después, sin explicación alguna de las causas y las consecuencias. Como hechos aislados, desarticulados. Informados de todo y enterados de nada.

Los noticieros de televisión han sido arrollados por la ilusión tecnológica. Por el aparataje ilusorio que trasmite la idea de acceso a todo, cuando en realidad no sabemos de nada y estamos en los tentáculos del pulpo mediático que lo determina todo. Y son ellos sobretodo, los telediarios -por el influjo activo de la televisión y el consumo pasivo y acomodaticio de la misma-, donde el lenguaje sufre los peores embates y los más furibundos desafueros lingüísticos, sociológicos, antropológicos, sicológicos incluso, que dan cuenta del poder y el abuso del poder y cómo éste es producido y reproducido por el texto, la imagen y el habla.

El asesino será siempre el asesino. Tanto como guerrillero el guerrillero o secuestrado el secuestrado, pero como la realidad -todos deberíamos saberlo- es una construcción del lenguaje, cada bando nombra y renombra las situaciones y las cosas, en procura de construir una imagen propia y deconstruir la del otro. La de la contraparte, la del adversario, la del enemigo. Hace parte de la vieja estrategia de dominación discursiva. Y en esa dinámica, han caído no solo todos los actores armados, legales e ilegales, sino la sociedad y los medios.

Un ejemplo tan simple como contundente. Cuando muere un jefe o cabecilla de las FARC-EP en combate o en algún operativo y tenía estudios o título profesional, se despliega el nombre de la universidad con morbo, son saña, que por lo regular es la Universidad Nacional. Pero si cae en desgracia un político corrupto egresado de Los Andes o El Externado, o cualquiera otra de las universidades de élite, el alma mater no se nombra para nada.

Bien lo escribió Alfredo Molano: “Necesitamos un periodismo que nos permita entender nuestra tragedia y nuestros sueños”. Lo anterior no va a ser posible si siguen -o seguimos- utilizando el mismo lenguaje.

Santos no es de mi devoción, pero hay que sacar ese diablillo que adjetiva al extremo y de forma negativa en las salas de redacción. Eso prende televisores y vende periódicos, pero no ayuda a construir nación y tampoco aporta en la búsqueda de la paz. Y menos, coarta la libertad de expresión o de prensa o de información. No hacerlo, confirmaría que las tres libertades en mención existen solo en teoría. Y lo más grave, que en Colombia “Solo los muertos conocen el fin de la guerra”. No es una cita de Platón, sino de George Santayana, pero el general Douglas MacArthur se la atribuyó al filósofo griego en un discurso y desde entonces el error se ha perpetuado. Es la fuerza del lenguaje.