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El asunto ese de la fe

El asunto ese de la fe

No creo equivocarme si digo que en estos tiempos la fe se ha puesto de moda y junto a ella el nombre de Dios como protagonista. En las redes sociales, en las conversaciones y en las relaciones de las personas, cada vez se usa más repartir bendiciones e invocar el nombre de Dios a cada paso. Oímos entonces que se pronuncia su nombre aquí, allá y en todo escenario: en boca de un deportista después de un gol espectacular; en boca de un cantante a la mitad de su concierto multitudinario; en labios de la reina recién elegida y aún en las palabras del político de turno que invoca tener fe en Dios mientras delinque.

Y no digo que esta circunstancia esté mal. Por el contrario: ¡Gloria a Dios si su nombre está en boca de todos los mortales! ¡Excelente que la fe esté cada vez más en un mayor número de corazones! Pero entonces surge la pregunta: ¿Tenemos una fe madura? ¿Está en nosotros la certeza del poder del Reino de Dios? ¿O simplemente vamos por la vida haciendo uso desprevenido de su nombre y tratando con ello de lograr provecho como si se tratara de un amuleto más?

La fe inmadura no es otra cosa que tratar de manipular el nombre de Dios y usarlo banalmente en beneficio propio por fuera de todo contexto y espiritualidad.

Por el contrario, una fe madura es aquella que busca y logra colocarse bajo el manto único y maravilloso de la Voluntad de Dios. En la inmadurez soy yo el protagonista; en la madurez de la fe Él es el centro de nuestra existencia, porque doblegamos nuestros intereses, nuestros protagonismos y nuestras voluntades a su Santa Voluntad.

La fe inmadura no conmueve, no quebranta, no trasciende, simplemente acudimos a ella como tabla de salvación en el océano de las dificultades, o la usamos como moneda de cambio según las circunstancias. Es un comodín que busca los atajos, el camino corto y la fórmula prodigiosa sin mayor esfuerzo.

Quienes tienen una fe inmadura sin duda creen, pero enfocan su oración y sus peticiones en forzar la Voluntad de Dios para que Él cumpla con sus promesas. Si yo oro para que se haga mi voluntad, para que se hagan las cosas como yo quiero, o en el tiempo en que yo lo deseo, es muy probable que esas peticiones no se cumplan, o si se cumplen traigan consecuencias que no podré manejar, porque provienen de la inmadurez de la fe.

Por el contrario, la fe madura, la fe verdadera, se apoya en la oración pero poniendo por delante la Voluntad de Dios, doblegándose ante ella y entendiendo que es buena, agradable y perfecta. En otras palabras, si tenemos una fe madura, pedimos que nos sea revelada la Voluntad de Dios y al entenderla, alineamos nuestras peticiones y oraciones hacia allá en la certeza que al estar de acuerdo, estaremos confiados en que Él nos oye y que lo que le pedimos ya es nuestro. Así recibiremos la respuesta adecuada y perfecta a cada una de nuestras circunstancias de vida.

La fe auténtica no sólo es aceptar la verdad de Dios con el entendimiento, sino también con el corazón. Es el compromiso de nuestra persona con la persona de Cristo en una relación (no religión) de intimidad que lleva consigo exigencias a las que jamás ideología alguna será capaz de llevar. Para que se dé una fe auténtica y madura hay que pasar del mero concepto de creer al  decidido compromiso de morir al yo y dar su lugar al Todopoderoso.

Cuando creo con toda fe que Dios oye mis peticiones, ya las respuestas están dadas por su amor y su misericordia. Es cuestión de orar con denuedo y esperar con paciencia en sus tiempos, hasta que se cumpla su Santa Voluntad, porque sin duda se cumplirá. En eso consiste la verdadera oración.

Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho. 1Juan 5:14-1