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Cenizas al viento

Cenizas al viento

Qué hubiera sido del mundo si Max Brod no le incumple la promesa a su amigo en el lecho de muerte. Qué hubiera pasado si otro tímido escritor no esconde en los abrigos de sus amigos de oficina su primer libro. Qué le habría deparado el futuro a un joven periodista si Jorge Gaitán Durán no saca de la basura el cuento que habría de redimir al escritor en formación. No sabemos. La especulación sobre el futuro sigue siendo una entelequia que solo sirve para timar ingenuos y esquilmar sus bolsillos. Es muy probable que Kafka, Borges y García Márquez tuvieran su sitio definido en la historia universal, a pesar de estos hechos, pero debe reconocerse que los mismos fueron puntos de inflexión claves en el desarrollo de sus carreras literarias, que sin duda se cuajaron con otros acontecimientos y la determinación de otras circunstancias.

A pesar de la disposición testamentaria que ordenaba su destrucción en el fuego, Max Brod -nombrado albacea de sus papeles por el mismísimo autor de La metamorfosis- publicó, entre otros textos, las novelas El proceso, El castillo y América de Franz Kafka. Pasó a la historia como héroe, aunque hoy varios -entre ellos checos de la talla de Milan Kundera- lo acusen de haberle metido mano a dichas líneas.

Jorge Luis Borges siempre fue un tímido sabelotodo. Tal vez por eso, su primer libro Fervor de Buenos Aires (1923) lo repartió sigilosamente entre sus compañeros de oficina, ubicándolo en los bolsillos externos de sus sobretodos. Varias erratas y la ausencia de prólogo, no han hecho mella para que los pocos ejemplares que sobreviven al tiempo sean considerados por los bibliófilos como joyas de la corona literaria.

El texto Isabel viendo llover en Macondo (1955), uno de los más comentados de Gabriel García Márquez, se hubiera perdido si un hombre no lo saca del cesto de la basura adonde lo arrojó el propio autor, con el ímpetu de sus 32 años. Una vez publicado con el monólogo como término precedente, se ha dicho que allí está la génesis del universo macondiano, Cien años de soledad (1967), su obra cumbre.

Reseño estas tres anécdotas para significar la importancia de la publicación, aunque se haya dicho hasta el cansancio que lo importante sea escribir y no publicar. Argumento del que sospecho casi con certeza, pues se cuentan con los dedos de una mano los escritores discretos que garabatean solo para sí mismos o para exorcizar sus demonios. Todos terminan por sucumbir, por mezclar la soledad de la creación, con la algarabía del reconocimiento. La megalomanía suele ser una de sus principales características. Se creen tocados por los dioses. El autoelogio y la vanidad, además de su egocentrismo, pocas veces les deja reconocer -como escribiera Monterroso- que la publicidad y la promoción hacen milagros con lo que escriben.

Lo cierto es que, querámoslo o no, en esta sociedad de consumo el escritor y su obra son un producto como cualquiera otro. Baste recordar que el boom latinoamericano fue una estrategia que dio resultado. Aunque no hemos llegado a nivel de parafernalia con la que se venden los best seller en Estados Unidos, hoy en Colombia el aparataje mediático dispuesto desde Bogotá, determina quién es quién en las letras nacionales. No de otra manera puede explicarse que ya no sea William Ospina el consentido, sino Juan Esteban Constaín o Juan Gabriel Vásquez. Es cuestión de consagrar y vender. Y eso está bien, no está mal que se gane dinero por escribir y que se pueda vivir solo de la escritura. Lo grave es que después de cada publicación, el escritor salga a deberle a la editorial. Y más grave aún, que el ungido no de la talla.

En el ámbito universitario la publicación es otra cosa. Otra cosa peor. Se publica por obligación y para ascender en el escalafón docente. Si es magíster, doctor o investigador publique, debe justificar su estatus. Y su sueldo. Los profes sufren una especie de contagio de la esquizofrenia de los datos que padecen las universidades, que deben mostrarle cifras a Colciencias. De ahí que encontremos textos mamotréticos, cuyo destino -la mayoría de las veces- es acumular polvo y hongos en los anaqueles de esos sórdidos y deshabitados lugares llamados bibliotecas. Porque cuando no son productos de ese reciclaje académico que cambia nombres y rumia conceptos, son escritos en un lenguaje tan denso, que doblan las estanterías donde los ubican. Y se caen de su peso.

Publicar es pues -muy a pesar de todos los avances tecnológicos que permiten acceder a la impresión de textos-, muchas veces más demorado y complejo que escribir. Hace poco Piedad Bonnet dijo en una conferencia en Univalle, que ese proceso lo sintió de veras cuando tras el suicidio de su hijo Daniel, escribió Lo que no tiene nombre (2013) un libro con el que se enfrentó al dolor. Las palabras no le salieron a borbotones, pero se leyó a sí misma y a otros para tratar entender lo inexplicable. Y el editor, que espere.

Hay cosas para las que no alcanza el lenguaje y están por fuera de los tiempos. Después de dos años de haber pasado un manuscrito, no sé si lo que me embarga es el consuelo del impreso que por fin verá la luz o el desconsuelo por la demora y la desazón de una publicación tardía. Si algún avezado lector cree que me trepo a la altura de los grandes, no. Soy apenas otro ser humano. Un periodista que quiere con historias escritas dejar oír su voz en el silencio de la eternidad, para que quien la escuche, no olvide -como Téllez- lanzar también sus cenizas al viento.