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La música que transformó a una ciudad

La música que transformó a una ciudad

Por Gerardo Quintero Tello

Jefe de Redacción 90 Minutos

Diseñador: Giovanni Castro

Editor: Orlando Zuluaga

Camarógrafo: Alirio Diago

La música transforma vidas, de eso no tengo dudas. Pero no solo vidas, cambia ciudades, modifica su lenguaje, sus formas, su estilo, sus colores y Cali es un ejemplo palpable de ello.  Esta ciudad sufrió una metamorfosis asombrosa a través de los ritmos afroantillanos.

Muchos fueron testigos de cómo la ciudad fue cambiando en sus orígenes musicales. Y fueron los años treinta y cuarenta del siglo pasado, con la llegada del Trío Matamoros y el posterior arribo de la grandiosa Sonora Matancera cuando  la ciudad comenzó a dar muestras de ser más caribeña que andina.

Esa era la gran paradoja, una ciudad andina, incluso más cercana al Pacífico que se fue deslizando a través de su sonoridad hacia los brazos del saber ancestral afroantillano.

En los especiales de Salsa en 90 Minutos abordamos precisamente cómo impactaron esos ritmos nuestra cultura. Cómo la ciudad comenzó a respirar otras sonoridades, a pensarse de otra manera. Cómo la salsa transformó, incluso, el modo de vestir de los caleños.

Medardo Arias, el poeta bonaverense, escritor e investigador musical, invitado a esta tertulia salsera, advierte, por ejemplo, un hito que se ha convertido en punto de partida de ese cambio que sufrió la ciudad. “La llegada de Ricardo Ray con su orquesta a la ciudad partió en dos la historia de Cali. Para una ciudad que se caracterizaba más por tendencias musicales andinas, con orquestas venidas de las montañas del país, tales como Los Graduados, Los Diplomáticos, grupos que interpretaban una suerte de cumbia moderna, con guitarras eléctricas, batería y saxofón, el reconocimiento del ritmo caribe, en forma de Boogaloo y Jala Jala, traído por Ricardo, lanzó la cultura de esta ciudad a una transformación honda, un carácter que permanece hasta hoy”, advierte Arias.

El 26 de diciembre de 1968 se consumó el amor eterno entre Cali y ‘Los mamitos’, como también eran conocidos. Umberto Valverde, gran amigo y testigo privilegiado de aquel momento, me lo recuerda de esta manera: “Richie Ray y Bobby Cruz vinieron a Cali por casualidad, porque Tito Puente tenía la agenda llena y los recomendó. Pocos hoy pueden contar las noches de la Caseta Panamericana en 1968 y 1969: yo fui todos los días. Para mí, que sólo había visto en vivo a un mito como Pérez Prado, la presencia de Richie y Bobby fue un impacto tremendo. Su fuerza, su locura, el afecto con que se entregan en tarima, marcaron una huella”.

De hecho el mito salsero en Cali se fue construyendo con el paso de los años. El escritor Andrés Caicedo los inmortalizó en ‘Que viva la Música’ y muchos años después, Sandro Romero y Silvia Vargas realizaron un documental brutal llamado ‘Sonido Bestial’. Una década de investigación para hacer una biografía cinematográfica de una pareja musical que ha durado más tiempo que muchos matrimonios.

En 1971, el propio Andrés Caicedo ejecutó un increíble acto de pura subversión musical. El escritor caleño, entregado a los sonidos trepidantes de ‘Los Durísimos’, diseñó e hizo imprimir decenas de carteles contra lo que él llamaba “el sonido paisa” y contra lo que denominaba “la censura a Richie Ray y Bobby Cruz”. Esos afiches los pegó por toda la ciudad, un acto que no pasó desapercibido para el poeta Medardo Arias que se maravilló del tal escena y se preguntaba entonces “quién habría sido el loco que se inventó ese cuento”.

De alguna manera, reflexiona hoy el escritor bonaverense, con su ‘heroico acto subversivo musical’ Andrés Caicedo interpretó el sentimiento de miles de caleños que en ese momento se sentían huérfanos del sonido bestial y se rebelaban en esa lucha contra “los graduados, los hispanos y demás cultores del sonido paisa, hecho a la medida de la burguesía, de su vulgaridad”.

No fue fácil ese rumbo que tomó la ciudad. San Nicolás y El Obrero fueron los fortines que albergaron la musicalidad afroantillana. En las esquinas de estos populosos barrios florecían bares y cantinas que tenían a Matamoros y la Sonora Matancera como su banda musical. Allí en medio de los lupanares, los amaneceres calurosos y las botellas vacías,  Daniel Santos fue construyendo el mito que lo hizo el gran jefe de los pobres y desarraigados. Fue en esas estrechas calles del corazón de la ciudad que se expandió esa ‘música de negros’, como la élite caleña calificaba lo que no entendía, como suele suceder.

Pero fue el baile, de la mano de Watusi y el gran Evelio Carabalí, lo que comenzaría a catapultar a la ciudad hacia otra dimensión artística. Los caleños disfrutaban como pocos con ese movimiento de pies que nos hizo únicos, porque en la entonces pequeña urbe no se bailaba sino que una fuerza incontrolable se apoderaba de corazones, pies y cintura y comenzaba una suerte de danza frenética al compás de la tumbadora, unas trompetas y un piano… Y aunque como decía Nelson y Luis Felipe González “Mi ritmo no es de por aquí, mi ritmo es de por allá”, eso no importó porque los caleños lo hicimos propio.

Y también fue ese invento maravilloso, las salsotecas, las que abrieron el camino para entender, para comprender, para pensar una música que solo se creía destinada a bailar. Entonces de la mano de ‘locos hermosos’ como Gary Domínguez, el Dj Errante, comprendimos por qué se le cantaba a los orishas,  yemayá y changó, que tenían que ver las trompetas con las sonoras, por qué songo le dio a borondongo, qué carajos era ‘Pal 23’  y por qué del barrio Obrero a La 15, un paso hay…

Malicia Enjundia,  una escritora del barrio que recientemente lanzó ‘Buzirako Fútbol Club’, dice en ‘La Lira’, una maravillosa revista barranquillera liderada por un quijote llamado Álvaro Suescún, que en las salsotecas se congregaban los vagabundos, los borrachos, los tristes, los melómanos, los bailadores y los que aprendimos a reír y llorar bailando. “A esos lugares iban los coleccionistas para hacer sus audiciones, nacieron en los años cincuenta, cuando por romerías se daban cita para escuchar canciones y hablar sobre ellas y sus autores. Tenían una regla de oro: nadie podía bailar”, así resume Malicia los maravillosos años en los que convivimos con esa musicalidad mientras discutíamos si era mejor el piano de Richie Ray, los solos de Papo Luca o la genialidad clásica de Lino Frías.

Como me lo hizo notar una y otra vez el gran poeta Medardo Arias, fue la increíble transformación de una ciudad andina que soñaba con ser caribeña. Y esa música tanta veces desdeñada por barriobajera, de la esquina, de la calle, de los tarros, del golpe seco de la campana, de la bullaranga, de la ‘merienda de negros’ trascendió y se les coló por debajo de las puertas en los grandes clubes de la ciudad sin que lo pudieran evitar. Y ya en el San Fernando, en La Ribera o en los exclusivos Club Colombia y Campestre no se peleaban a Lucho Bermúdez ni a Los Graduados sino que ahora los socios exigían la presencia del Gran Combo, de la Sonora Matancera, de Celia Cruz, del Grupo Niche o de Guayacán.

Y es esa historia sonora, que transformó musical y culturalmente a Cali la que hemos querido contar en 90 Minutos con esta segunda entrega de una saga que como la salsa sobrevivirá el tiempo, encenderá corazones, se apoderará de la trompeta y escuchará el llamado del tambor…