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Un día con Darío

Un día con Darío

Especial para 90minutos.co

Aunque los medios han hecho sonar con sevicia Nadie es eterno y el mismo artista reconocía este elemental epitafio sonoro como su canción más emblemática, fue Así se le canta al despecho la canción que permitió su rebautizo y la inscripción con sello imborrable en la historia de la cultura popular colombiana. Y fue un caleño, Nelson Moreno Holguín, el director de Radio Calidad, el que lo coronó en medio de un concierto en el Parque de la caña como El rey del despecho, cuando la entrada más cara costaba $1.500. Por mucho tiempo, Darío le regalaba un concierto al año al periodista como prueba de su gratitud eterna. Hasta aquí no hay mucho que no se sepa en medio de esta nueva tragedia nacional empapada con lágrimas, sudor y trago.

Si algo nuevo se pudiera decir, es preciso decirlo ahora, antes claro de que nos arrope el sueño profundo. Nelson, que para la fecha era un hombre tan corpulento como reconocido y consentido por el mismísimo Carlos Ardilla Lulle, dueño del letrero donde trabajaba, por el éxito arrollador de la emisora con programas como La hora de los adoloridos, hacía en Telepacífico un programa llamado Candilejas (que después se llamaría Ídolos del pueblo) y me propuso hacerle un reportaje especial a Darío Gómez. Se trataba de acompañarlo todo un día y realizar una crónica para el Magazín 9PM, que yo dirigía. A cambio nos entregaría discos y boletas para los televidentes que llamaran al programa. Accedí con beneplácito. Yo pagaba $500 en el Bar La 15 por escuchar Yo por qué me la tuve que encontrar y pedirle que me diera su querer…

De modo que poner las cámaras del programa al servicio del ídolo en ciernes, no era ningún trabajo y más bien un gran privilegio. Ocurrió el 18 de agosto de 1998. Hace 24 años. Mi memoria es pésima, pero lo escrito es indeleble. En la parte interna de los CD´s que me regaló el hombre de San Jerónimo- Antioquia ese día, se puede leer con claridad: “Para Lisandro Penagos, un tolimense con mucho talento, recuerdos de…” Y la firma. Murió equivocado el pobre Darío Gómez, que era riquísimo. Buena parte de su fortuna arrancó cantándole a Henry Loaiza Ceballos, alías El Alacrán, Lo que va a ser para uno. El narcotraficante le pagaba un millón de pesos cada vez que la cantaba y en cierta ocasión lo hizo ver el amanecer, tal vez en una de esas noches de despecho revanchista. Supone uno que con parte de ese dinero montó Discos DAGO y por eso ha sido el único artista con sello discográfico propio en Colombia.

No será una imprudencia lo anterior, al fin y al cabo, los dos están muertos y en Colombia los secretos a voces son deporte nacional. No pudimos recogerlo en el aeropuerto, los recursos de producción eran limitados. Fernando Parra Duque Televisión era una empresa pobre, pero honrada. Debí poner mi nave al servicio de este compromiso. Mi primer carro. Un flamante Chevrolet Chevette, color blanco, modelo 84, placas NWJ078, reconocido entre mis compañeros por el varonil remoquete que le puso mi mamá: Copito. Allí monté a Las Urracas, Rubén y Solmar, un par de negros maravillosos que fungían como camarógrafo y asistente, respectivamente. Y quedamos de recoger a Darío Gómez en la peluquería de Gonzalo Echeverry, la ‘Gonchis’, un hombre valiente, un adelantado a su época. No de otra forma había podido enfrentar su condición de homosexual siendo hijo de una de las familias más ricas de la ciudad, dueña de la emblemática Torre de Cali y de una desmedida reputación.

Por aquellas calendas Darío tenía el corte de todos: el zeta. Era una especie de unificada identidad unisex, un peluqueado sin estrato y una característica de esa generación, hoy considerada vejete. Consistía en una mota generosa, una cola a la que se le decía gata y una patilla recta cual machetazo preciso. Lo recogimos y el primer comentario aludió a la espera y la demora por la cantidad de clientela en el Salón de belleza. El segundo fue un sablazo demoledor: “Oiga hermano, cómo es que un tipo tan pinta se mariquea así de feo”. Y prendió el primer Marlboro. Le dije que debíamos ir a la Avenida Sexta a grabar unas imágenes con Los Aterciopelados y accedió con la condición de que luego fuéramos a comer alguito. No había almorzado. Andrea Echeverri y Héctor Buitrago estaban mimetizados, comprándole chucherías a los hippies. Solmar –que tenía unas gafas enormes- los descubrió. Abordamos a la florecita rockera.

Terminamos de hacer las imágenes y un par de preguntas para completar el informe y una vez de nuevo en el carro Darío manifestó sin pudor alguno: “Oiga, qué hijueputa tan fea”. Y todos soltamos a reír. No porque tuviera razón -¿o sí?-, sino porque demostraba que era un tipo excesivamente normal. Un paisa desabrochado, como Rigo, no una figura engreída por el dinero o la fama, que ya lo había atenazado. Machista, como todos los hijos de la Colonización Antioqueña. Con su estrafalario blazer satinado fue la sensación en el Drive in. Fotos, autógrafos y besos. Muy poca comida. Estuvimos en el Parque El Peñón, en Belalcázar, en San Antonio, en la Loma de la cruz y hasta nos echamos un par de cervezas en una tiendita del hombre que hacía las máscaras de carnaval. Bromeó con la similitud de su nariz y la del diablo de la caja de fósforos.

Lo regresamos a la Torre de Cali. Nos invitó a su presentación en Changó. Asistimos en la noche. En camerino, whiskey al piso y cigarrillos en forma. Se soplaba dos paquetes diarios por aquellos tiempos. Muchas personas en su séquito. Todavía con su segunda esposa Olga Lucía, que nunca dejó de ser su manager, incluso después de su separación. Era un hombre afable, un paisa de mulera y carriel. Hablador y dicharachero. Entrador. Negociante. Entregado al público y muy sencillo. Popular en un pueblo con mayorías pobres. Sabía lo que era ser necesitado e infeliz. Padeció la tragedia y saboreó la fama, que también lo escupió algunas veces. Me preguntó: ¿Querés dedicar algún tema? Y yo elegí uno de los que más me gusta de su palmarés, con el que siempre evoco unos ojos en los que hace rato no me veo, pero que no puedo olvidar: Tu lindo mirar. Darío cerró los ojos para siempre. Mañana será sepultado. Los de ella aún son reflejos que brillan ya convertidos en ilusión.