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Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

 

El Transmilenio de Cali

 

Al margen de cualquier cualificación o calificación de su gobierno o de su personalidad, Álvaro Uribe Vélez ya tiene asegurado un lugar en la historia de Colombia. Y no solo por su octenio, producto de la primera reelección en tiempos de la república; por el cambio de un articulito y las dádivas (hoy llamadas mermelada) para Yidis y Teodolindo, acusados y condenados por cohecho, solo ellos y no quienes les untaron la mano y les torcieron la conciencia; por sus peroratas, veintejulieras y ancladas siempre en su diatriba contra la Far; por sus llamados a posponer el gustico de la carnita, hasta la mayoría de edad; por esa beligerancia tan liberal y esa militancia tan de derecha; por la idea de los censos y empadronamientos, herencias grecorromanas y algo hitlerianas; por haber sido el presidente que más nacionales extraditó, la mayoría “cucarachas” y muy pocos “peces gordos”; por su inglés apaisado y por las excelentes notas que obtuvo en Oxford en la asignatura: persuasión electoral; por José Obdulio y su primo Pablo Escobar Gaviria, al que le autorizó una flotilla de aeronaves cuando fue director de Aerocivil; por sus Convivir que impulsó como gobernador de Antioquia y con las que negoció convertidas en AUC; por la Ley 100 que importó de Chile cuando fue senador y conoce a tal punto que incluyó en el clúster familiar de negocios; por las chuzadas del DAS y la protección a sus secuaces; por Agro Ingreso Seguro y su Uribito; por ofrecer darle en la cara a un señor al que le dijo marica; por los prematuros negocios de sus hijitos Tomás Y Jerónimo; por sus peleas con Santos, al que le puso todas las velas y casi lo apaga; por su lista cerrada que llevó al Congreso a una veintena de desconocidos de rancia estirpe y abolengo; por ser el único expresidente que después de ostentar la más alta dignidad de la nación vuelve al Congreso, la más desprestigiada institución de Colombia; y por muchas cosas más, pero me detengo. Podría acabárseme el espacio.

               Pero pasará a la historia también, porque en sus dos gobiernos se diseñaron y pusieron en marcha sistemas de transporte masivo en las más importantes ciudades del país. Es decir, en las capitales.

                El negocio no puede ser mejor. El Estado investiga, planea, proyecta, diseña, ordena, dispone, invierte, ejecuta, construye vías y estaciones. Después se las entrega a unos particulares. Ellos, que son bien particulares, pues hacen parte del selecto grupo de poder económico que manda en el político, importan unos buses gigantescos que ponen a rodar el magnífico negocio.

               En tiempos de modernidad, búsqueda y aplicación de nuevas fuentes energéticas -amigables con el medio ambiente, les dicen-, esos vehículos todavía funcionan con combustibles fósiles y en ellos se apeñuscan ciudadanos como en las latas las pobres sardinas. O sea, como los antiguos buses, éstos también contaminan y tienen sobrecupo. Y choferes mal pagos con turnos francamente inhumanos. Pero no hay guerra del centavo, no señores. Hay danza de millones.

               El conductor va concentrado en su labor y no debe recibir pagos y devolver monedas. Esa es, sin duda, la gran diferencia y uno de los argumentos bandera. También, que cuentan con aire acondicionado y que no deben padecer los atascamientos del tráfico vehicular, que los caleños llaman trancones. Los azules van orondos por las vías construidas para ellos y que les quitaron espacio a los demás vehículos y ciudadanos. Transformaron el paisaje urbano es cierto, y monopolizaron el negocio. Sacaron cientos de buses de las empresas de transporte urbano de circulación, mientras las agencias cada día venden más carros y las ciudades no crecen al mismo ritmo. Las mallas viales se extienden, pero no se pueden estirar, la movilidad se paga cara. Pronto veremos helicópteros circundar los cielos, como en algunas metrópolis del mundo donde ese medio fue la más expedita y costosa solución. En Colombia, mientras tanto las ambulancias operan como taxis cuando menos, y como mecanismo de transporte -rápido y seguro- para delincuentes y drogas ilícitas, cuando más. ¿Eran los STM la solución?

               De los metros en Colombia se hablan milímetros. Solo que el de Medellín lo pagamos todos los colombianos y que es otro de los monumentos nacionales a los sobrecostos y el clientelismo de la contratación, que ahora les ha dado en llamar carrusel y es solo amarillo. Nunca rojo, ni azul, tampoco verde. Solo del Polo derretido. Los STM reparten el reducido espacio, en lugar de crear nuevos.

               En este fracasado modelo de desarrollo impuesto por el capitalismo seguimos viendo cómo se llena todo: los vertederos y los caños, los hospitales y los cementerios, los parqueaderos y los talleres, los basureros y los parques, y las avenidas, calles y carreras, porque salvo en Bogotá en ninguna otra ciudad de Colombia hay verdaderas autopistas. Y se atiborran los STM de embutidos pasajeros.

              Cali lleva dos días colapsada por la protesta de los transportadores. Bloqueos y pedreas, quemas y gases lacrimógenos. El alcalde tartamudea y el secretario de tránsito vocifera. La policía y el Esmad aplican con rigor la ley del bolillo, de la fuerza; y entretanto desde Bogotá le dicen la MIO, al Masivo Integrado de Occidente, El Transmilenio de Cali. ¡Qué peligro! Estamos a la altura de Bogotá en términos de administración pública de la movilidad. Por lo menos le ganamos en inseguridad.