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Let´s go Mets

Let´s go Mets

Es muy fácil sentirse perdido en el Citi Field, el hogar de los New York Mets de la Major League Baseball de los EE.UU. Ni siquiera por su tamaño monumental, sino por su magnificencia y la batahola de 80.000 almas que los alientan. Cuatro niveles. Cinco, incluso. Gradas, ascensores, rampas. De todo. Música, organización, distracción y entretenimiento. Publicidad por todos los flancos. Gritan, beben cerveza e ingieren comida chatarra en cantidades alarmantes, pero eso sí, controladas las ‘berras’. No es extraño que tengan la cara y el cuerpo que se merecen. Y uno con la sensación de que es más emocionante jugar tejo. Si no fuera además por las rubias despampanantes en las graderías, este sería un deporte mucho más aburrido. No circula dinero en efectivo, pues todo se paga con tarjeta. De modo que se pueden comprar solo hasta siete cervezas, a 17 dólares cada una. Un precio que deja con resaca inmediata a cualquier turista colombiano. Todo es un espectáculo en este campo reinaugurado en 2009 y que reemplazó al antiguo Shea Stadium.

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Ubicado en la parte norte del parque Flushing, el Citi Field es vecino del Centro Nacional de Tenis Billie Jean King de la USTA (United States Tennis Association), que es a su vez el hogar del Abierto de Tenis de Estados Unidos. Sí, sí, sí… yo también supe ya entrado en años que la canción de Michael Jackson no era un homenaje a la icónica leyenda del tenis, sino una desaliñada letra del rey del pop en homenaje a las groupies, un término slang que se refiere a las fans. Una estatua del pitcher George Thomas Scaver, apodado The franchise (La franquicia), domina el recorrido entre la entrada y el frontis de la mole; un perro disfrazado de hincha compite con los fotógrafos improvisados y las cámaras desesperadas de los celulares que se yerguen como los estandartes modernos. Un letrero del astuto dueño del can reza: Thank you for the picture but don't forget i don't like cheap people (Gracias por la foto, pero no olvides que no me gusta la gente tacaña). ¡Negocios son business!

Los parqueaderos son tan grandes como se necesitan y tan enarbolados en verano que rinden homenaje a los Jardines Colgantes de Babilonia. Aquí nadie intenta siquiera robarse una flor o una patica para la resiembra. Las que sí pululan son las humeantes paticas de bareta. ¡Y qué patas! Los aficionados hacen asados en medio del ejército de carros. Y beben cerveza antes del ingreso. Y escuchan música. Y se casan. Sí, se casan. Había un matrimonio en pleno parqueadero. ¡Increíble! Con música en vivo y gente bien vestida. Y un negro que tocaba como B.B. King a su amada Lucille y otro que cantaba a ratos como Ray Charles y su romántica A song for you (Una canción para ti) y a ratos como Ben E. King y su lacónica Stand by me (Quédate conmigo). No faltó Only you (Solo tú, que en realidad se titula And you alone, Y solo tú.) Es una fiesta, un paseo, mucho más que ir a ver el equipo amado. Exponen su blanquecina piel pecosa y sus barrigas colosales. También sus patas de paquidermo y sus tenis gigantes. Cada tres minutos el ruido del tren elevado que da sombra a la Roosevelt Avenue estremece el lugar y descarga más fanáticos en una estación que funciona hace más de cien años. La gente no corre, ni hay revendedores, ni se mezclan personas y vehículos en sus alrededores. No hay filas eternas porque todo fluye. Es una colorida melodía.

Un partido de béisbol puede durar entre tres y cuatro horas en promedio. De hecho, hay personas que no sólo se mueven de sus asientos una y otra vez, sino que entran y salen del estadio en ese lapso. Pueden ir al parqueadero, fumarse un porro, volver y no ha terminado una carrera y menos una de las nueve entradas o innings. De modo que todo está pensado para pasar una larga tarde de verano en el estadio. La Coca-Cola es la reina. En las vallas y en las cafeterías, en los matices de la luz y en la garganta de los sedientos. Aunque el calor no es insoportable, el hielo abunda como el agua esplendorosa de las cataratas del Niágara. Todos comen como si estuvieran en cine y bogan líquidos como si estuvieran en el desierto. Debe ser la ansiedad o el desperdicio sofocante de esta ciudad donde nadie empaca para llevar, porque todo lo que sobra va a parar a la basura. A pesar del consumismo inmisericorde el estadio es impecable, como el césped, como la arena del diamante de juego.

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El tablero electrónico informa con una precisión a prueba de neófitos en el asunto. Ignorantes de la pelota caliente que no estamos ni tibios, que a lo sumo sabemos sobre el bate y la bola. Es como ser invitado a una conferencia sobre Física Cuántica, uno está ahí, pero no entiende la vaina. Pero ellos mastican y gritan. Y después mascan chicle. Y vapean. Y vuelven a beber cerveza. Y pasa otra mujer que se parece a Daisy, la de Los Dukes de Hazzard; y una más que podría ser la reencarnación de La mujer maravilla, porque Linda Carter no solo no se ha muerto, sino que sigue siendo una señora lindísima. No se ven casi niños. Un hijo de Queens, el escritor F. Scott Fitzgerald (1896-1940), aseguró que los ricos tienen más dinero, y los pobres, más niños. Ha de ser por eso. Y afirmó con mucho más ahínco: “Después de todo, la vida no tiene mucho que ofrecer excepto la juventud y supongo que, para las personas mayores, el amor de la juventud en otros”.

Hay en este juego -como en casi todos los deportes-, un derroche de cualidades que se precisan en estrategia, agilidad, fuerza y precisión. Jamás entendí todas las musarañas con las que se comunican los técnicos y los nueve jugadores. Son códigos especiales para cada encuentro. Pero me quedó más claro y ratifiqué con la experiencia vivida, que los gringos convierten en espectáculo rentable la mayor simpleza del mundo. Dólares a raudales en este festín con ínfulas de bacanal que terminó con casi media hora de juegos pirotécnicos. ¡Boom!

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