Icono del sitio

Las tumbas de la salsa

Las tumbas de la salsa

Especial para 90minutos.co

Es septiembre. Apenas comienza. Es su primer viernes. Estoy de nuevo en Cali y el escorpión de la rumba aguijonea. Hace un par de semanas debí volver de mi pueblo en el sur de Tolima. De la tranquilidad, del buen clima, del aire puro y del chisme duro. De los afectos de mamá y de otras féminas. Extrañaba la salsa. Sobre todo la salsa aquí. La música es la banda sonora de la nostalgia. Allá y aquí los mexicanos y sus ‘bandas’ se lo han tomado todo: el narcotráfico, el aguardiente, las viejas buenas y la buena música. Son las 7:00 de la noche y no me decido todavía salir a un concierto. La reciente experiencia de ir a ver y a escuchar a Amílkar Boscán fue algo frustrante. Aunque El abogado de la salsa no es un hombre tan viejo (61 años), Melancolía de domingo, La era de la sinceridad, Apariencias, amor de madrugada y Patrón de amor y guerra, dejaban apenas escuchar destellos de esa voz suave, romántica y melodiosa que lo llevó a cantar a dúo con su ídolo de juventud Willie Colón, Los olores de amor, un clásico de la salsa que clasifica en eso que se llamó “de alcoba”. Un par de llamadas. Un amigo que funge como conductor elegido y la decisión está tomada: iré a ver y a escuchar a Adalberto Santiago.

Le puede interesar:

Sin ganas de más afganas

Un pequeño cartel en el costado bajo del semáforo de una avenida atestada, lo anunciaba con una foto sin duda retocada. La posición, de galán empedernido. Inclinado hacia la cámara. Coqueto irredento. Su sonrisa tan pícara como en los años en los que las mujeres se escondían en los cuartos de los hoteles donde se hospedaba; y su pelo tan blanco, como negras las intenciones de esas muchachas desesperadas por un abrazo del camaján de la época. El dedo pulgar de su mano derecha sostiene su barbilla y en sus ojos azules aún el fulgor penetrante de una mirada como su voz: ‘bajacucos’. Habla el barrio. El tipo fue una pinta seria, diría Amparo Arrebato. Un bizcocho, dice mi prima. Un pimpollo, decía mi abuelita. Otro man, digo yo. Lo cierto es que el tipo cantaba Pruébame, y la lluvia de calzones de todo tipo perfumaba la tarima; con Hay algo en ella, desafiaba la gravedad, pues los sostenes volaban y los pezones sumisos bajaban la mirada; y con La noche más linda, el motel era el destino inobjetable. Temas que hacen parte de la discografía de mis años mozos y maravillosos. Era preciso ir a verlo y escucharlo. ¡Pero tiene 84 años!

Columna del día: Haití: ¡Ay de ti!

Bueno, cuando vi y entrevisté a Celia Cruz la reina rumba casi no podía caminar. Y por la noche se tragó la tarima con su voz, con sus caderas forradas por un vestido florido, con su cabeza adornada por una peluca extravagante y con su inigualable ¡Azúcar! endulzándolo todo. Algo similar ocurrió con Vitín Avilés. Recogí a un anciano con bastón en un hotel de la ciudad. La incontinencia urinaria dejó huella y aroma en el carro de Patricia Villegas, la directora del programa de televisión en el que trabajaba como productor. Ya en el estudio -y después de unos ‘pases mágicos’-, El cantante del amor bailó y cantó como siempre. Pero es que 84 años son muchos años. Y Adalberto Santiago no sólo los tiene, sino que se los ha gastado. Vaya uno a saber si bien. Corista de todos los grandes por más de medio siglo, este Sex Symbol sesentero de 1,90 metros fue llamado El Elvis Presley Latino. Algo debía quedar de su voz potente y armoniosa. Algo. Pensé con la nostalgia del oído, de la música; a la que sólo se le arriman las nostalgias de la boca, por los besos o la cocina; y las del río aquel que se besa hasta la desembocadura, cuando uno come bien.

Llegó el momento y el lugar estaba lleno, pero normal. No a reventar. En Menga la competencia es fuerte y el metal escasea. Como en cualquier esquina de Cali había mujeres bellas. Muchas desechas, que son a las que llaman “hechas”. Tetas y culos descomunales. Dudosas cinturitas de avispa. Y antebrazos mofletudos que gritan la verdad, pues son el código de barras de la belleza real. Y muchos hombres nostálgicos, insensatos que aún no entienden hoy lo que sintieron ayer, en suma, viejos. Teñidos y temidos. Haciendo maromas con sus cuatro pelos. Con su tripa cervecera. Con sus ramalazos. Con sus pasiones. Y claro, con su billetera. Son eso que llaman: Sugar Daddy. Seguro no habrán leído a Oscar Wilde: “Envejecer no es nada, lo terrible es seguir sintiéndose joven”. No están con ellas para darles buenos consejos, sino malos ejemplos. ¡Ni más faltaba! Y de pronto aparece Adalberto. No hay ovación. Solo el anuncio en la voz estertórea de un gritón que oficia como animador. Otro aprendiz de locutor venido a menos.

Lea también:

¡De verda´ pa´ Dios!

Y entonces avanza el hombre de 1,90 que se ha encogido un poco. Saluda tranquilo. Es un caballero, condición que no suele envejecer, sólo pulirse. Camina como el viejo de Piero. Lento. Pero aún altivo, como Dionisio el tirano de Siracusa, a pesar de la espada de muerte que pende sobre su cabeza. Todos padecemos el Cataclismo de Damocles. Pero la gran tragedia de los artistas públicos es la vejez. Ellos se deben a su imagen. Y para los cantantes, buena parte de su éxito, reside en el estado físico de sus cuerdas vocales. Baila suave. Respira tardo. Su espíritu quiere, pero su cuerpo ya no es el mismo. Cantar y bailar no puede compararse con escribir o pintar. He visto ancianos de 50 años y hombres como Adalberto, erguidos e incólumes. Pero viejos. Quítate la máscara es mucha descarga y ritmo para él.  La interpreta pausado. Mira en lontananza como si estuviera viendo la pléyade de salseros idos. No importa si es la necesidad, la añoranza o la explotación, pero ya no debería estar sobre una tarima. Y reitero, está mejor que muchos. Es la negación de lo inexorable.

Cali fue el Olimpo de los salseros de la mano de un melómano rufián: Larry Landa. La cuna de los que aprendieron de escuchar los acetatos neoyorquinos que llegaban por los puertos y mezclaron con lo propio. Escampadero de los bohemios que encontraban aquí: contratos jugosos, mujeres húmedas, elixires acuosos y ‘blanca caína’ barata y de calidad. Hace un tiempo es cenotafio de cantantes viejos. Aquí se lloró la muerte de lo que quedaba de Héctor Lavoe, El cantante de los cantantes y de Frankie Ruíz, El papá de la salsa. Se convirtió en himno Las Tumbas de Ismael Rivera. Rodaron las lágrimas del viejo Pablo Lebrón en el Teatro Municipal, porque ya no podía cantar. La inadvertida muerte de Cheo Feliciano acaecida el mismo día que se fue García Márquez. El adiós al carnaval de Celia Cruz. La Convergencia fatal de Pete el Conde Rodríguez. Los excesos de Cano Estremera, vetado en la ciudad por cantarles la verdad a Buenaventura y a las mujeres de la rumba. Mariano Cívico, otro difunto que se mató de a poco. Como Tito Rojas. Como Tito Gómez. Se le hizo estatua a Piper Pimienta que cayó baleado y museo a Jairo Varela, fulminado por un corazón acelerado. Son historia Junior González y Marvin Santiago. De los cantantes de la Fania All-Stars solo quedan vivos Willie Colón, Rubén Blades e Ismael Miranda. Los grandes músicos también se han ido. Hace poco se fue Larry Harlow, El judío maravilloso. Y acaba de partir Adalberto Álvarez, El caballero del son con su Tal vez vuelvas a llamarme o Son para sonero.

Sobrevive otra generación. Destacan Gilberto Santarrosa y Marc Anthony. Ya es sábado. Estoy cansado. Es una experiencia rara. Una mezcla de tristeza y privilegio. Ver y escuchar a Adalberto Santiago es evocación y certeza. Pasado vivido y la certidumbre de la muerte. No se puede asegurar que morirá mañana, la parca a veces se salta la fila. Pero tiene 84 años. Siete ciclos solares y 1.008 ciclos lunares. No renacerá, simplemente porque los cantantes nunca se mueren del todo. Los artistas, en general y los cantores, en particular. Su tragedia es la vejez, pero su recompensa la inmortalidad. Suena Llévame y el cansancio se disipa mientras camino a la pista de la mano de una mujer a la que le canto (no tengo la facultad de conjugar ese verbo sagrado) al oído: Llévame. Llévame a las nubes, igual que un viaje, en tu vacilón. Súbeme, si pa´l cielo subes. Ponme en el paisaje, sin preocupación. Sintiendo que me embriaga tu cariño, yo quiero irme contigo desde aquí. No importa la distancia ni el camino o si van a decir que me perdí…

Más columnas del autor: 

El Cóndor Herido

Sigue nuestras redes sociales: