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Filósofos de WhatsApp

Filósofos de WhatsApp

Especial para 90minutos.co

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han, asegura que la asfixiante competencia laboral, el exhibicionismo digital y la falaz demanda de transparencia política, son los males contemporáneos. Creo que los tres ejercen una presión social cuya válvula de escape son las redes sociales y han generado un nuevo ser: el filósofo digital, que es también, un verdadero animal político. Y no es una metáfora. El capitalismo desbordado, la sociedad del trabajo, la dependencia tecnológica y esa empalagosa pulsión a mostrarse transparente; han llenado el mundo de seres que no piensan y sólo comparten cartelitos y memes que suelen ocultar sus limitaciones, frustraciones y miedos. Y lo peor, ponen en evidencia justo lo contrario de lo que promueve el emisor; ese individuo al que le interesa más parecer que ser.

Alguien lo refutará, por supuesto. Y se preguntará cuál es la diferencia entre compartir un meme y la frase de un libro o el aforismo de un filósofo.  De hecho, se construyen memes con ideas y líneas de grandes maestros. También se les asignan barbaridades que avalan con su imagen. Pero la respuesta es breve y contundente: el contexto. Mucho va de leer un libro y extraer una máxima, digerirla con pensamiento crítico, análisis y argumentación; a copiar y pegar un cartelito con el que la persona se identifica o quiere proyectar alguna imagen. Y justo allí, emerge la condición humana que subyace en absolutamente todas nuestras prácticas sociales: la apariencia. Ahora bien, pareciera que las redes sociales no escapan a la clasificación social. WhatsApp es del vulgo, de la montonera. No de las élites.

Como el director de cine italiano Federico Fellini, quien consideró en su momento que no aparecer en televisión era un rasgo de distinción, de categoría, hay quienes consideran de mal gusto el publicar en ciertas redes sociales. No me parece, todas son en el fondo lo mismo, como las tumbas. La diferencia es superficial y no fundamental, porque –reitero– en el fondo albergan lo mismo: despojos humanos. No importa si es un mausoleo, un cenotafio, un panteón, una cripta, un sepulcro, una cristiana sepultura o cualquier tumba olvidada. No importa si es Facebook, YouTube, Instagram, TikTok, Twitter o WhatsApp, todas matan el pensamiento propio o lo reducen y condensan esa propensión a figurar y a existir para los demás; esa histórica pretensión de inmortalidad que ha arropado en esencia a toda la humanidad desde todos los tiempos. El nuevo yugo, la moderna esclavitud.

En las redes sociales converge la fauna humana y cada quien intenta construir su yo a imagen y semejanza de su ego; la cuestión es que no hay un solo yo, sino muchos otros que se dejan ver en las publicaciones que fungen como espejos, para utilizar la más vieja y desgastada de las metáforas. El honesto o el piadoso, el deshonesto o el impío, el bondadoso o el interesado, el ruin o el desgraciado, el sagaz o el ingenuo, en suma, todas las virtudes y valores, pero también todos los defectos e inmundicias humanas. Determinar si hay inteligencia o astucia en la publicación, sólo es posible a través de la interacción con esa persona. Entonces volvemos a la realidad y la virtualidad queda en un segundo plano. Como la máscara, la red social no oculta, sino que revela. Dime qué disfraz te pones y te diré lo que en realidad eres en medio de este carnaval virtual.

Colombia es un país que enaltece al avispado, que es un vivo bobo deshonesto y aprovechado de las condiciones y limitaciones de su interlocutor en medio de determinada situación; también al que a través de las redes le entrega la posibilidad de no pensar y recoger sus ideas por absurdas que sean, para asumirlas como propias y figurar en esta civilización del espectáculo, sobre la que reflexionó el engullido por ella, Vargas Llosa; no reconoce al perspicaz, a ese alguien que mezcla con destreza la información publicada por el plagiario pensador, con  el análisis y la intuición –esa cosa que no se sabe cómo se sabe, pero se sabe– para elaborar un juicio más ajustado que la opinión deliberada; y definitivamente mira con desdén a quien se atreve a pensar de forma crítica sobre el acontecer y devenir de estos tiempos raros llenos de personas extrañas que se consideran únicas y trasparentes.

Hace poco, una joven en Twitter posteaba algo así como… qué puta sensación de hastío la de atravesar un parque sola, ir a trotar sola o tomar algo sola, sin sentir el acecho de algún macho malparido... ¡Tremenda situación la de esta chica, pensé! Sentí empatía y hasta bordeé la solidaridad, hasta que vi su foto de perfil semidesnuda, con una erótica pose y la insinuación directa con invitación a seguirla en OnlyFans. Al fin qué, cuál es su posición en este juego, dónde ancla su discurso, cómo construye su identidad, para qué su narrativa de indignación, cuándo es válido mirarla acaso –sólo cuando le pagan–; por supuesto que es libre de manifestar y hacer lo que quiera, pero sin duda no es coherente. No hay una línea argumentativa entre lo que piensa, lo que dice –escribe en redes– y lo que hace, en redes y en lo que se ha convertido en un trabajo al que también le dicen profesión. Así estamos.

Con las redes sociales –y en especial con WhatsApp- pasa como con las armas o los amuletos de los sicarios. Las primeras sirven para acabar la vida o defenderla. Dependen de las manos que las empuñen. Y los segundos son una deformación de la fe, de quien le ruega a Dios o a una Virgen para que afine su puntería para matar o agilice sus pies o su moto para escapar. Alguien con espiritualidad proba, una vida plena en la que no le hace daño a nadie, con buenos principios y valores, que no quiere para nadie lo que tampoco para él, publica lo que le dicta su corazón y su razón. Una mala persona, con una vida privada llena de ausencias y vacíos afectivos; y una vida pública atiborrada de mentiras y enredos de todo tipo, publica para intentar exorcizar sus demonios. Se pone un antifaz que no logra convencer del todo porque sus acciones no encajan con los pensamientos que ha copiado.

Las redes sociales están llenas de estatuas de la libertad que, en medio de tanto simbolismo e interpretación, en realidad son demonios disfrazados. No olvidemos que Lucifer era un ángel y que su nombre significa portador de la luz. Todas se ufanan de enarbolar una antorcha de luz celestial e impoluta, pero no saben que el mal está encadenado a su pasado, porque nadie que no acepte sus errores puede aspirar a tanta belleza espiritual, que al final resulta ser sólo una pose. Ahora los dejo. Debo subir en enlace de esta columna a WhatsApp y a Twitter, de pronto alguien la lee y debo estar preparado para los aplausos y los madrazos que se recibirán con beneficio de inventario. No le des like, piensa. ¡Así es la vaina!