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¿Y si ellas ganan más?

¿Y si ellas ganan más?

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Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, Ocde, es injustificable que las mujeres vayan a la zaga en asuntos sociales, económicos y políticos.

Y es que los señores siguen siendo mayoría en el mercado laboral del país a pesar de que hace más de 50 años las mujeres comenzaron a salir de sus casas para ir a trabajar; Según el Dane, actualmente hay 22 millones de colombianas, de las cuales el 56 por ciento son madres cabezas de familia. Sin embargo, ellos tienen el 58 por ciento de las plazas laborales (cifras de 2017).

Si bien, la elevada cantidad de madres cabeza de familia preocupa, inquieta más su desventaja económica porque sus ingresos son inferiores a los que reciben los señores.

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Es imposible negar que en nuestro país, las mujeres han progresado, acceden a la academia y tienen altos niveles de educación. No obstante, quieren mejores puestos y mejores ingresos. Una encuesta de la Organización Internacional del Trabajo, OIT, evidenció que el 66 por ciento de las colombianas no están satisfechas en su actual cargo y el 73 por ciento está inconforme con la remuneración que recibe.

Sin embargo, y aunque la brecha salarial entre ellas y ellos persiste, algunas alcanzan las más altas posiciones laborales e ingresos acordes que les permiten liderar el manejo de las finanzas familiares, hacer importantes aportes económicos al hogar y realizar valiosas inversiones; la superioridad de sus recursos es una realidad que fractura el ancestral paradigma de la mujer cuidadora de la familia junto al hombre líder y proveedor.

Y aunque esta realidad era impensable hace apenas medio siglo, la ardua lucha por la equidad de género y la igualdad de oportunidades para las mujeres aún no termina de derrotar al decadente patriarcado de 20 siglos. En la mayoría de ocasiones, cuando ella gana más y está feliz, se sabe productiva y se siente realizada, él no siente gusto, vive una desventura, una verdadera amenaza que detesta, condena y castiga.

La situación es diferente cuando el hombre procura un sano concepto de equidad en vez de sentir herida una masculinidad moldeada desde la cultura patriarcal que le impide expresar su desconcierto lejos de los reclamos, las quejas por los horarios de trabajo de ella y por una supuesta desatención a la familia dejándose  ganar, así, de la inseguridad, la baja autoestima, la sensación de fracaso, la rivalidad, la rabia y la depresión, amenazas serias para la estabilidad y permanencia del hogar. Qué conveniente sería, entonces, comprender que la condición de hombre o mujer no justifica desigualdad ni en lo laboral ni en lo salarial.

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Cuando la inequidad en los ingresos pone en riesgo la convivencia, la esencia del conflicto no la constituyen el rango del cargo, ni la mayor o menor remuneración, sino el valor, el significado, del dinero para cada uno de los esposos: admiración, poder, éxito, superioridad, independencia, dominio, respeto, control, orgullo. En consecuencia, es posible que quien perciba menores ingresos sienta que pierde, que no controla, que no domina, que está en condición de inferioridad.

Sería ideal que ningún integrante de la pareja se sienta mal ante una situación semejante. El éxito de uno no debe herir el orgullo del otro; se deben valorar las actividades, esfuerzos y logros individuales; dejar a un lado los prejuicios patriarcales; compartir, disfrutar, construir y colaborar; realizar un adecuado manejo de los ingresos; planificar juntos y establecer una comunicación fluida sin pasar “facturas” ni caer en chantajes emocionales.

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