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Una historia bien cantada

Una historia bien cantada

“La música es el perfume de la memoria” –lancé anoche en mi taller de canto. Y mis pupilos me miraron como si fuera Sócrates en el ágora. ¡Y es cierto! Tal como los aromas nos recuerdan a personas o épocas determinadas, hay canciones que tienen nombre y apellido. Con solo tres acordes te transportan en el espacio y el tiempo. También hay música que te lleva a otros lugares. Yo cuando escucho en un bar uno de esos temas actuales que para mí son innombrables monumentos sicalípticos al auto tune y la ramplonería, me transporto velozmente… en un taxi, hasta otro bar en el que haya otro tipo de música-. (Eso no pude evitarlo. Mea culpa).

Existe una teoría: la música que escuchas en tu adolescencia –época en que comienzas a decidir qué es lo que te gusta- se queda grabada de forma indeleble y cada vez que escuches una canción de la época, habrá una reacción física: Como mínimo, el corazón se te va a acelerar y los músculos de tu rostro producirán un rictus incontrolable llamado sonrisa. Otros “adultos contemporáneos” llevaremos al máximo exponencial la reacción, emitiremos alaridos y terminaremos saltando en una mesa y berreando a grito herido “La maldita primavera”, “Súbete a mi moto”, “Una aventura”, “La gata bajo la lluvia” o “Stairway to heaven” -según preferencia o estrato- aunque la hayamos oído y cantado unos siete millones de veces-.

¡Ah! La música... ¡esa supersónica máquina del tiempo! ¿A quién de la generación X no se le devuelve la cinta si escucha a Menudo? ¿Quién no cantó, bailó coreografías de garaje, coleccionó todo tipo de memorabilia (camisetas, afiches, llaveros…) o asistió en masa a gritar hasta quedar muda –o desmayarse- en algún concierto? ¿Qué imberbe no juró odiarlos hasta la muerte con todas sus hormonas, mientras en secreto se moría por ser uno de ellos?

Más adelante, las soberanas indestronables fueron Yuri, Daniela, Rocío, Marisela… y los príncipes azules eran Miguel Bosé, Emmanuel, Miguel Gallardo… ¡en fin! O tal vez usted se crio en un hogar con influencias anglo. Los Beatles llegaron a mi vida a los 12 años de edad –debajo del brazo del novio de una prima-, y trajeron a todos sus secuaces británicos y gringos. Yo chapurreaba letras fonéticas, porque no hablaba el idioma de Shakespeare. Pero eso a Michael Jackson, Whitney Houston, Air Supply, Madonna, Cyndi Lauper y Stevie Wonder no les importó. Nunca me hicieron ningún reclamo y yo fui muy feliz. Ahora escucho sus temas y por fin descubro el significado de la jeringonza que antes no descifraba.

El fenómeno de las madres trabajadoras, incluyó en la crianza la figura de una “Ingeniera asistente de labores domésticas”, cuyo transistor en la cocina fue para muchos, inseparable compañero en tardes de tareas e interminables trabajos en grupo. Quienes tuvimos una nana/asistente de labores caseras, tenemos como denominador común las canciones de una generación que todavía sabía escribir cosas bonitas -ahora las llaman cursis. ¡Pero vivan la cursilería y el romance! Quién no se eriza al escuchar a Daniela Romo que no pide la luna y solo quiere que le traigan a marte? Yo prefiero escuchar “Quiero en tus manos abiertas buscar mi camino” que “Contigo hasta abajo… duro contra el muro, dale duro” (letras de hoy, que uno no le dejaría oír a los papás a riesgo de provocarles infarto)

Esas canciones con las que crecimos se convirtieron en la banda sonora de la vida y si las ponemos en orden, se convierten en una historia bien cantada.

Pero el negocio de la música no es lo que solía ser. Retrocedimos eones. Quien haya salido del pueblito, se da cuenta de que lo que nos ofrecen las emisoras locales, no suena en ninguna otra parte. Antes la radio era un medio para descubrir buena música del mundo que estimulaba inquietudes que hoy no son las mismas. Hoy es un medio comercial en el que infortunadamente a veces quien paga es quien tiene derecho a sonar.

El adolescente que no gusta de lo que se programa en un medio amañado, se remite a las páginas especializadas buscando algo que le guste. Eso me devuelve la esperanza… porque hoy cualquiera con un estudio casero y un manejo aceptable del auto tune se cree productor y cualquier efebo de vereda a quien la tía y dos primas le han dicho que “canta divino” aunque no sea capaz de poner dos notas juntas, se cree cantante. Y entonces escriben cuatro frases pseudo-eróticas dignas de ser publicadas en PlayHouse (parafraseando la conocida revista) o en algún tratado de actualización del KarmaSutra (si, es un karma escucharlos) y con eso se convierten en “ídolos”. Y lo peor es que el medio los transmite. Y la gente les cree.

¿Qué va a recordar esta generación dentro de 20 años si no existen propuestas masivas con la calidad y el nivel de permanencia de la música de otras décadas?¿Cómo va alguien a saber lo que es buena música si no se ve expuesto a ella?

Ahí les dejo la inquietud. Gracias por leer. Nos vemos de nuevo en 15 días.