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Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

 

Armero: ¡29 años de olvido!

 

Acaso una de las verdades más contundentes que haya dicho Gustavo Álvarez Gardeazábal en sus 69 años de vida y posturas, sea que en Colombia para que un tema se olvide basta con escribirle un libro. Eso hizo Javier Darío Restrepo en 1986, un año después de la mayor tragedia natural que ha padecido Colombia. El hombre, que cambió las sotanas por las salas de redacción, escribió Avalancha sobre Armero. Crónicas, reportajes y documentos de una imprevisión trágica. Un documento estremecedor, no porque refiera el horror de la muerte que embadurnada con lodo hirviente se llevó 25 mil vidas, sino porque puso al descubierto la pasmosa ineptitud del Estado colombiano cuando se trata de garantizar el bienestar y aun la propia vida de los ciudadanos. No bastó nada de lo ocurrido el 13 de noviembre de 1985 para que en nuestro país se tomara conciencia de cuán importantes son las advertencias, tal vez, porque siempre pesan más las amenazas.

                El pequeño río Lagunilla se convirtió en un torrente de lodo, piedras y palos que arrasó con la capital agrícola del Tolima. Cien millones de metros cúbicos de muerte. Sólo se salvaron de la avalancha, el cementerio y la zona de tolerancia, que quedaban a lado y lado del pueblo, en las partes altas del mismo. La cifra de muertos fue cerrada, pero nunca precisada. Primero las humaredas, luego las cenizas y al final los deshielos del Nevado del Ruíz, no permitieron jamás determinar la cifra exacta de víctimas. Tampoco de los desaparecidos, que para el caso fueron casi lo mismo. El número de habitantes del lugar, con amplia población flotante dada su intensa actividad agrícola y comercial, se estimó en 30.000 personas. Pero fue tanto el légamo siniestro, fue tanto el sedimento mediático, fue tanta la magnitud aciaga, que hasta el centenar de muertos y la veintena de desaparecidos del Holocausto del Palacio de Justica, fueron sepultados por Armero. Uno o dos chivos expiatorios cargan con el peso de la avalancha de responsabilidades irresueltas, que sigue su curso por el cauce de la historia de un país que se revuelca en su propio fango.

                No valió el pasado, no valió la historia, no valieron los textos de Fray Pedro Simón, los documentos que daban cuenta de la explosión del Nevado el Ruíz el domingo 12 de marzo de 1595 y su impacto sobre el rio Lagunilla. Ni la inundación del mismo rio ocurrida el 19 de febrero de 1845, descrita por Joaquín Acosta y reseñada como catástrofe por José M. Restrepo, quien con asombro calculó en mil los muertos. Ni el ofrecimiento de la UNESCO, fechado en París el 26 de junio de 1985, que estaba dispuesta a poner personal, equipos e información, para prevenir una tragedia. Pero el gobierno nacional jamás hizo la solicitud formal. Ni el Presidente de la República, Belisario Betancur; ni Ministro de Relaciones Exteriores, Augusto Ramírez Ocampo; ni el gobernador de Caldas, Jaime Muñoz; ni el del Tolima Eduardo Alzate García, atendieron las advertencias, casi las súplicas que hicieron -entre otros- el profesor de filosofía Fernando Gallego, que se cansó de advertirlo en conferencias; el alcalde deArmero, Ramón Antonio Rodríguez, que hasta el último minuto insistió para realizar la evacuación de su pueblo; las del representante a laCámara del Tolima, Hernando Arango Monedero, que pidió tantas citas con el gobierno nacional, como demandas llovieron contra el Estado. Fueron 900 en total y ninguna prosperó, nadie reconoció nada. Ni su incapacidad, ni su insensibilidad, ni su torpeza, ni nada. Documentos del 24 de septiembre en el Congreso y el informe de Ingeominas, presentado el 7 de Octubre, un mes antes de la tragedia, tampoco sirvieron para que se tomara la decisión de salvar tantas vidas.

                En la mitología Wayúu la lluvia son todos los muertos del pasado. Para ellos -cuyos difuntos nunca se van del todo y visitan a los vivos a través de los sueños- un aguacero es algo tan peregrino como el verde en la península de la Guajira. Para los habitantes del resto del país, un aguacero es la certeza de un buen número de tragedias asociadas no solo a los caprichos de la naturaleza, sino a la desidia de una clase dirigente que a través de la historia no ha hecho nunca prevención y ante cualquier emergencia, extiende la miseria de sus habitantes y so pretexto de la solidaridad, exhorta a la mendicidad. Todavía llueven los 25 mil muertos de Armero. Los 300 mil de la Violencia. Los 250 mil de la otra violencia. Los 1200 de Cali este año. Llueven y llueven muertos. Y no es un sueño, como en el relato Wayúu, es una pesadilla real producto de tanta ineptitud histórica. Han pasado 29 años y las alertas tempranas no son una práctica ni en lo natural, ni en lo político, ni en lo social, ni en ningún campo o disciplina en nuestro país. La advertencia se asume como amenaza y la prevención como un gasto innecesario. Nadie hace nada, porque lo urgente no deja tiempo para lo importante. Casi todo se asume como insalvable, como un fenómeno omnipotente, como un designio de la mala suerte. Por eso podrán escribirse, de aquí hasta la eternidad, muchas otras crónicas de muertes anunciadas.  

                Los libros, dice Javier Darío en el prólogo del referido, son como botellas de náufrago con mensajes que se lanzan al mar de los años con la ilusión de que allá lejos, dentro de un siglo o más, alguien las recogerá y recibirá nuestras palabras. Lo anterior es verdad, como la frase inicial de Gardeazábal, pero quién puede esperar cien años. De nuevo ha comenzado a habitarse Armero. El país olvida, las personas olvidan, los medios olvidan, pero la naturaleza jamás olvida.