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Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

 

Un tipo extraño

 

En Colombia a los Franciscos les decimos Pacho y en España Paco. Pero ni aquí ni allá nos atreveríamos a decirle al Sumo Pontífice: Papa Pacho o Papa Paco. Es probable que el hombre contrasentido, el Papa extraño, el humilde argentino, no se inmute, no se pronuncie, pero la opinión pública no lo perdonaría jamás. Trinaría el mundo con órbita en El Vaticano. Colapsarían las redes sociales. Se abrirían millones de etiquetas. Los memes bloquearían la red. La opinión se pronunciaría implacable y el mundo no hablaría de otra cosa. Bueno, hasta que Messi vuelva a sufrir arcadas, de pronto al ver a Ronaldo. Pero no hablaremos de argentinos extraños, ni del Barza, ni del Real, sino de un español y de la opinión pública. Sobre ella, sobre la menos pública de las opiniones, disertó Paco Gómez Nadal en la Universidad Autónoma de Occidente. Un Francisco que anda hace rato en América Latina descubriéndose y conquistando como periodista, como asesor, como editor, como conferencista, como docente y hasta cometiendo poesía, es decir, manifestándose ante el mundo que le ha correspondido vivir.

               Ya era en su natal España algo de lo que ha sido aquí, pero muy distante de la visión colonialista europea y acaso impulsado por la vorágine de acontecimientos que suceden en este continente en permanente ebullición, se pronuncia con su marcado acento, su barba espesa, sus profundos ojos azules y su calva tan profusa como su verbo, en contra de la crisis civilizatoria que nos empuja hacia un abismo donde intenta y nos convoca a fungir como contrapeso. Como propone Horacio Verbistky, a ejercer el derecho al pataleo lo más argumentado posible. Confesó en su ponencia Mutaciones y permutaciones de la opinión pública, carecer del gen del optimismo, ser de los que cree que se escribe como se piensa y se piensa cuando se escribe y que vivimos tiempos extraños. Entre otras confesiones, impublicables, más por autorregulación que por autocensura.

               Él es sin duda un hombre extraño, como el Papa, como Messi, como Ronaldo, que suelen salirse del libreto aun cuando hacen parte del reparto como actores principales de la civilización del espectáculo y la cultura del simulacro. No es un Francisco famoso pero tampoco común, y menos, un periodista normal que se limite a ir, ver y contar. De hecho, en estos tiempos es ya extraño un periodista que vaya al lugar de las noticias. Es un conquistador de nuevos escenarios, inquieto, punzante, que como su coterráneo y tocayo Francisco Pizarro hace siglos, recorre caminos -a veces inexplorados por sus colegas-, pero que a diferencia del verdugo de los Incas, no lo hace por codicia sino con la certeza del contar subjetivo, apasionado, sentido, visceral. Pocas veces el escritorio ha sido el más cómodo de sus espacios y si bien no puede abstraerse de la aparatología, conoce y utiliza otras herramientas. Otra rareza es creer aún en el poder de la palabra escrita. Para alguien que desciende de quienes con la espada, la cruz y la palabra, ejercieron el dominio arrasador de la conquista, es no solo una rareza sino una proeza.

               Desde las entrañas de uno de los tentáculos del monstruo, asegura que las universidades ahora preparan empleados y no profesionales. Lo dijo ante un gran auditorio repleto de sillas y de estudiantes ausentes, ante 21 profesores y directivos asombrados -y avergonzados creo-, por el tamaño de la deserción, del desinterés, de la demanda, la apatía, o por qué no, del fracaso del único poder que no se ejerce con amenazas, el poder de la convocatoria. Ante un público reducido, producto tal vez de lo que él mismo plantea: una era del conocimiento que apenas alcanza a ser una etapa de información profusa, fragmentada y sin contexto. Evocó a dos Antonios. A Orihuela, quien dijo que era mejor decir poco ante pocos que nada ante muchos. Y a Gramsci, quien aseguró que el sistema educativo y los medios de comunicación son los motores básicos para la instalación del discurso hegemónico. Lo primero, una sutileza. Lo segundo, una certeza que refuerza el tiempo y evidencia la situación.

                 Paco Gómez Nadal es un hombre extraño. Comprometido. Que padece y disfruta el periodismo. Que lo ha explorado conceptualmente. Que desconfía del poder y se hace independiente. Que adquiere poder con su independencia y busca cómo ganarse la vida haciéndole el quite al avasallamiento de lo global, de lo totalizante, de lo masivo. Que desde la academia reflexiona en torno de la instrumentalización de los estudios, el exceso de pragmatismo, la monetarización del acceso al supuesto conocimiento, la velocidad y la exigencia de resultados cuantificables. Lo que lleva a la producción en serie de ciudadanos sin criterios propios, de opinión pública sin opinión, de consumidores con ambiciones vacuas, en suma, de sociedades sin ciudadanos. Compartió con estudiantes, con periodistas, con líderes sociales y con profesores que le atendimos como aprendices.

Supe de él en 2003 cuando leí Los muertos no hablan, para realizar un programa de televisión sobre el primer año de la tragedia de Bojayá. Un libro estremecedor escrito con sangre, pero con la sangre que es sinónimo de vida. Llegó a ser el texto más vendido en Colombia. Paco fue el primer periodista en llegar al lugar de los hechos y el primero en levantar su voz para denunciar -ante la magnitud de la masacre- tanto olvido, tanta pobreza en medio de la riqueza, tanta paz en medio de la guerra y tanta desidia en medio de un Estado. Y el primero en no ensuciarse las manos con el estipendio del relato de la guerra. Aclaró que el dinero producto de la venta de ese trabajo escrito, no iría a parar a sus bolsillos. Me pareció raro. Sospechoso. La semana pasada compartimos ideas en el lanzamiento de la segunda fase del Portal Reflexiones Académicas y me avergonzó la suspicacia pasada y escucharlo decir que yo lo había dicho casi todo en mi intervención: El papel de las universidades y la construcción de opinión pública.Tanto, que me sentí comprometido a escribir apenas nada sobre un tipo extraño, en cuyo ser cohabitan dos características que suelen estar en orillas sociales diferentes: la perspicacia y la sensibilidad.