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Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

 

Cali, El Bogotazo y el diluvio

 

Muy pocos han de ser los países que saben con tanta exactitud cuándo cambió para siempre el rumbo de su destino. En Colombia de tanto saberlo parece que hemos comenzado a olvidarlo. Ocurrió el 9 de abril de 1948 a la 1:05 p.m. al frente del edificio Agustín Nieto 13-45, en la Carrera Séptima con Avenida Jiménez en Bogotá. Ese día fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán y con su sangre corrió una suerte de rio macabro cuyo torrente de muerte no se detiene. Si Juan Roa Sierra fue su asesino, o el instrumento del magnicidio, ya no importa. Y pasarán otros 66 años, y 99 más, y todos los 9 de abril de aquí hasta la eternidad, y el país no sabrá nunca la verdad. La única certeza será todo lo que su muerte produjo.

                El resplandor nefasto de las llamaradas de El Bogotazo -como se llamó desde esa misma tarde aciaga al más grande levantamiento popular que haya padecido nuestra nación- y aún el rescoldo lúgubre de sus cenizas, llegó a casi todos los rincones de la nación. Pero muy poco, casi nada comparado con lo ocurrido en la capital de la república, sucedió en Cali.

                Vale mencionar que Colombia era para entonces un país eminentemente rural y estrictamente andino, donde la ruana operó como una especie de capa justiciera, que muchas veces fue el manto fúnebre que cubrió los cadáveres. Detrás de ella se ocultaron cuerpos y rabias acumuladas, armas y rencores partidistas, manos humildes que pasaron de empuñar azadones a revólveres, pájaros rojos y azules que azuzados desde el cielo centralista de sus líderes sectarios, inundaron el suelo patrio con sangre de un solo color.

                Solo escaparon de su vuelo mortuorio las costas Atlántica y Pacífica y las llanuras profundas de la Amazonía, porque los Llanos Orientales también se tiñeron a su manera. Guadalupe Salcedo y Dumar Aljure, dos de sus cabecillas, adquirieron ribetes casi míticos y si bien jamás utilizaron alias o ruana, fueron asesinados. El primero, una fría noche bogotana luego de haberse amnistiado; y el segundo, en su casa de Rincón de Bolívar, junto a su esposa, retirado de la lucha.

                En el Valle del Cauca el vuelo de El Bogotazo alcanzó el norte montañoso del departamento con la fuerza propia de una conflagración que se intenta apagar con más combustible. Tuluá -como bien lo delineó Gustavo Álvarez Gardeazábal en Cóndores no entierran todos los días- fue el epicentro de esa vorágine de terror asolapado que iba a misa, comulgaba y -cubierto por las sombras de noche-, asesinaba sin ninguna otra razón que pertenecer al partido contrario.

                Desde que la radio lo anunció, el inmenso desorden y caos provocados por el asesinato del caudillo liberal en la capital, se fue convirtiendo en las regiones en pequeños tropeles emulares que desafiaron al establecimiento sin alcanzar las proporciones de lo acaecido en Bogotá. En medio de los vapores del aguardiente y las vivas al partido liberal, las hordas minúsculas -en algunos pueblos y ciudades- desocupaban estancos, arrasaban ferreterías en busca de picas y machetes -eran los fierros que sabían manejar-, destruían lo público y buscaban conservadores para cobrar venganza. Y en Cali alcanzaron a amotinarse, pero la barahúnda no trascendió. Hubo confusión sí, pero no liderazgos certeros.

                Dos razones contribuyeron para que en Cali El Bogotazo no se replicara. La primera, que en la ciudad dos líderes políticos, Alfonso Barberena y Julio Rincón, habían encabezado la recuperación de terrenos ejidales para los “destechados”, que tras la mini-revolución industrial de la ciudad en pleno auge (1944-1954), no podían acceder a la tierra. De alguna manera, la reivindicación social -aunque incipiente- estaba en marcha y la inconformidad, aplacada por esa posibilidad. Había una organización social que reclamaba un espacio para levantar sus ranchos y que, aupada por estos dos liberales de izquierda, ocupó dichos terrenos. Intuyó además la comunidad que cualquier protesta podría quitarles lo que ya sentían les pertenecía, dejar de ser desposeídos.

                De hecho, con la Ley 41 de 1948 o Ley Barberena, aprobada en octubre de ese año, se formalizó la situación y nacieron en la ladera occidental y suroccidental, Terrón Colorado, Siloé-Belén, Bellavista, Nacional y Lleras Camargo. En el nororiente entre el río Cali y la Carrera Primera, El Piloto, Fátima, Ignacio Rengifo, Berlín, San Francisco, Marco Fidel Suárez, Olaya Herrera, Bolivariano y La Isla. En el oriente, se formó Villanueva.

                Si no importó para ellos el riesgo de inundación o deslizamiento, menos la réplica de la protesta por el asesinato de quien prohibió la ruana y la alpargata, pregonó la restauración moral de la nación, no ser un hombre sino un pueblo, el derrocamiento de la oligarquía, las diferencias entre el país político y el país nacional, y tantas otras ideas que amén de haber perdido sentido, toman más fuerza con el paso de los años y la situación del país.

                La otra razón por la que no prosperó El Bogotazo en Cali, es más trivial y vergonzante. Ese día, cuando la turba había saqueado la ferretería Metro, y otros almacenes del centro, y avanzaba cerca al Colegio Santa Librada, llovió y se disolvió el tumulto. El resto fue obra no de la naturaleza sino de las fuerzas del Estado, que reprimieron y capturaron a los pocos manifestantes caleños que no disipó el agua. Hoy como ayer, aquí cualquier llovizna es diluvio universal.