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Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

 

¡Adiós Quebrada!

 

Los ojos miel de Juan Andrés ya no endulzarán más la vida de quienes lo amaron y amarán hasta los límites que imponen el tiempo, la memoria y los recuerdos. Ya no habitará más esos espacios que llenó con su alegría, con su cuerpo flaco y algo desgarbado, y con su espíritu lleno de una vitalidad rebosante. Ya no gritará más los goles de su Nacional del alma, ni se destacará en Sociales, su carácter fuerte pero chistoso se extrañará en Octavo B, en todo el Colegio Richmond de Bogotá, y en los corazones atribulados de unos padres que sufren lo que aún no tiene nombre. Porque no ha sido capaz el ser humano de bautizar el dolor por la pérdida de un hijo. Esa palabra no existe.

                Su apellido se abrió paso hace muy poco entre sus compañeros, los mismos que ahora lo lloran a raudales. Una triste metáfora, un hilo de agua que llegó silente, poco sinuoso y se convirtió en arroyo, en torrente, en un caudal que como todos muere en la inmensidad del mar. Sólo que a éste le faltaba recorrido, le faltaba agua y es posible que con las lágrimas de sus amigos, y de sus seres queridos, todos quieran ensanchar ese caudal de su corta vida para acompañarlo en su destino. Para agradecerle por todo lo que les entregó antes de partir, por todo lo que les enseñará su pronta partida.

               Es la vida. Ese relámpago fugaz en medio de esas dos oscuridades infinitas. Esa luz que emerge como manantial, que nace como el agua, producto de la unión de unas pocas gotas que se articulan para gestarla. Pensar y decir que los orígenes del agua, de la vida y de la muerte, se parecen o se cruzan, o se mezclan, es apenas un intento vano por explicarla y entenderla. Comienza y termina con lágrimas, esas gotas que si brotan de una mujer, son la más poderosa fuerza hidráulica capaz de mover el mundo. Y si de un hombre, la más conmovedora prueba de su vulnerabilidad. A Quebrada le faltó recorrido, pero le sobró corriente.

               Había llegado procedente del Abraham Lincoln, un colegio que rinde tributo al 17º. presidente de los Estados Unidos, a quien abolió la esclavitud y de quien tomo prestada una frase que como ninguna rinde tributo a quien hoy no está entre nosotros: “Al final, lo que importa no son los años de vida, sino la vida de los años”. Juan Andrés ya no está aquí, pero está inmortalizado en el recuerdo de todos. Incluido el profesor de inglés, a quien imitó con su sombrero y de quien aprendió todo cuanto le fue posible, como del resto de profes.

               Hoy todos sus amigos, creen que pudieron haberlo evitado. Todos consideran que pudieron desviarlo del camino, de su cita con la muerte. Todos, en su adolescencia poderosa, subvierten la letra de “Mis delirios”, ese tango maravilloso que nos advierte que no se puede torcer al destino como débil varilla de estaño. Bernal, el amigo de Once que prestó la casa para celebrar el cumpleaños de Camila. Valentina, que estaba allí y lo vio y padeció todo. Daniel, quien desesperado le preguntaba a Juan Andrés en el Facebook si era verdad lo que estaban diciendo y se respondía él mismo: ¡dime que no, que no es cierto, que hoy nos veremos en mi cumpleaños! El mismo que le respondió al padre de Juan Andrés, cuando éste confirmó la noticia: ¡Señor, su hijo era la mejor persona del mundo!

               Todos: Felipe, Ricardo, los Becerra, Gómez, Catalina, Nicole, Laura, mí Laura… han llorado lo indecible. Se han lavado el alma, sin saber tal vez que aún no está sucia. A todos, la vida les ha puesto al frente un dolor y una prueba, un duelo y una enseñanza. Están en una etapa de la vida donde no se contempla ni concibe la muerte, donde la inmortalidad es probable, y hasta posible, porque la vida está toda por delante y las ilusiones todas son metas alcanzables.

               Un amigo, Juan Andrés, se ha ido. La profe, Mafe Gil, los abraza a todos. El colegio hace lo propio. Asisten a esas cosas de adultos, a la velación, a las honras fúnebres. No se habían reunido nunca para la tristeza. El día de la madre se opacó y la muerte les ha oscurecido esta parte de su vida temprana. Todos hemos tratado de acompañar el duelo de Laurita, de aconsejarla, de ayudarla a cruzar esa avalancha de sentimientos. En eso deben estar todos los padres. A esa edad los amigos son casi todo. Lo más importante, lo único. Y mi mamá, la abuela de Laura, pronunció la frase providencial: “Mi amor, este mundo está muy convulsionado y mi Dios necesitaba la ayuda de un ángel. Por eso se llevó a Juan Andrés”.

               ¡Adiós Quebrada! No te conocí, pero una sola de todas las lágrimas de mi hija bastará para recordarte. A tus padres, fortaleza.

               Juan Andrés Quebrada Vásquez cayó la noche del sábado desde un quinto piso al vacío, mientras departía con unos amigos. Y desde ese día, mi hija ha comenzado el duro aprendizaje sobre el dolor, el sufrimiento, el alma, la muerte, el duelo, y claro, la vida. En breve cumplirá quince años, los mismos que vivió el niño de los ojos miel.

-      Papi, ¡eran divinos!

-      No llores más amor, seguro nos están mirando y los harás llorar a ellos también.