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Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

 

Zantos y Suluaga

 

Decía Gilbert Keith Chesterton, el príncipe de las paradojas, que lo más increíble de los milagros es que ocurren. Pero Colombia es diferente y aquí -por lo menos en política- los milagros no suceden. En elecciones sobre todo, no pasa nada que no esté milimétricamente diseñado desde las altas esferas del poder, sea éste el del Estado, o el de cualquiera otra de sus formas legales e ilegales que coexisten. Y el país cae en la trampa, en el timo diseñado con precisión: hacerle creer al pueblo que escoge entre dos opciones, cuando en realidad es la misma con variaciones en la forma pero no en el contenido. No importa quién gane, perderá el país.

Habrá advertido usted los dos errores iniciales, que no lo son en estricto sentido. Los nombres y apellidos que registran las cédulas de los colombianos lo permiten todo, como nuestra política. Basta ser jurado para comprobar las dos cosas. Nada está prohibido y todo está permitido. No de otra forma puede entenderse lo que está pasando. Apenas conocidos los resultados de la primera vuelta, la arremetida de las campañas y candidatos fue vehemente, pero superflua. Sin nada sustancial en términos de lo que debe hacerse para cambiar la situación de las mayorías.

Los candidatos que irán a segunda vuelta son idénticos en sus raíces ideológicas, con pequeñas diferencias en su frondosidad politiquera. Me dirán claro que las diferencias son evidentes, que el uno es bogotano, centralista y de rancia estirpe y abolengo; y el otro es campesino, gamonal y nuevo rico. Que el uno quiere la paz y el otro la guerra. Pero ninguno es el reflejo de lo necesita la nación para transformarse, porque los dos son tan colombianos como el resto. Es decir, su idiosincrasia, su naturaleza primaria, los impulsa a perseguir, detentar y ostentar el poder a como dé lugar. Los dos pertenecen a las élites, una centralista y la otra periférica. Una urbana y otra de provincia. Los dos, políticos profesionales, poco carismáticos y pésimos comunicadores. Ambos, sin prestigio intelectual.

Detrás de ellos, el gran elector. El hombre que lleva cuatro victorias electorales en los últimos 12 años. Tres presidencias y un senado al que arrastró su cauda en tierra derecha. Desbocada y briosa. De mano firme y empuñada. El mismo que quita y pone, como todos los poderosos, solo que de frente y con bravuconadas. No ha sido así siempre. Los tiempos y los medios han cambiado. Antes los acuerdos se pactaban en Sitges o en Benidorm, hoy se hacen en la finca de cualquiera. Colombia es el único país en el que una dictadura fue acordada por los partidos tradicionales y desmontada cuando ya nos les servía a sus intereses. Entonces, ¿de qué nos aterramos?, ¿cuál es el escándalo?, ¿cuáles son las alternativas? Aquí no hay opciones, solo elecciones.

No puede ser símbolo de la paz un hombre que como Ministro de defensa tiene a su haber 1.300 de los 3.000 asesinatos que en Colombia recurrieron al eufemismo para llamarse falsos positivos. Eso en cualquier república seria le hubiera costado no solo la muerte política, sino la confinación a la cárcel. No puede ser símbolo de la paz sin impunidad (léase guerra) un hombre que va a misa los domingos, comulga en familia y como Ministro de Hacienda ahoga a sus compatriotas. No puede ser que en nombre de supuestas distancias ideológicas, dos ex amigos se trancen como elefantes en una lucha donde la que sufre es la población, la hierba. No puede ser que quienes hasta ayer departían y compartían las mieles del poder, hoy beban del cáliz del vinagre amargo y ácido de la pugna desaforada.

No puede ser que a quienes arropó el mismo poncho antioqueño, el mismo jefe, las misma Casa de Nariño, el mismo partido (¿o partidos?), los mismos abogados, los mismos publicistas, las mismas estrategias, las mismas chuzadas, la misma ambición, que alzaron los mismos trofeos de muerte (léase guerra), hoy los distancie la búsqueda de esa posición de privilegio llamada presidencia. Son coequiperos, gregarios de un capo obnubilado, cuyo liderazgo desbordado y negativo termina convirtiendo en títeres a las personas y en enemigos a los opositores. Entonces como en el cuento de Carlo Collodi, el títere cobra vida y también como en la ficción, se le crece la nariz. Todos son mentirosos.

Estos dos hombres (tres sería lo correcto) se debaten entre la aspiración democrática que utiliza al pueblo como mero instrumento de votación y la pulsión aristocrática de manejar al pueblo como una finca o un periódico, para obtener utilidades o fortalecer sus propios intereses. Pero todo hay que decirlo, ellos no son los únicos culpables. Somos todos los colombianos, los que votan y los que no lo hacen, los que trabajan con, para y en contra del Estado, los comerciantes independientes, contratistas o narcos, los que educan mal a la familia, a los niños de jardín o a los universitarios, los profesionales mediocres, los que reclaman trasparencia y son corruptos elementales, los que sirven de combustible a estas disputas, los guerrilleros sin ideología y tan ambiciosos como ellos, en fin, todos aquellos que se dejan llevar por un discurso sin fondo, ni futuro.

Pero el orden se impone por medio del número, principio universal y sagrado. Casi nada escapa a su influjo. Acompañan nuestra vida, la determinan, la circundan. Fecha, tiempo, edad, gestación, sueldo, estatura, peso, pesos, muerte y votos. Todo está ligado a ellos. Rigen la vida y la democracia. No habrá milagros. Zantos y Suluaga, son Santos o Zuluaga y con cualquiera que saque el mayor número de votos, perderemos todos los colombianos.