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Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

Sobre Verbos, por Lizandro Penagos

 

Sin pena ni gloria

 

Todos los que tenemos alguna vinculación con el oficio o la profesión (ya comenzaron los problemas): afectiva, laboral o espiritual (ya se complicó la cosa), sabemos que el Día del periodista recuerda el miércoles 9 de febrero de 1791, cuando circuló el Papel Periódico de la ciudad de Santafé de Bogotá, el primer semanario en la historia de Colombia, fundado y redactado por un cubano, don Manuel del Socorro Rodríguez. Y lo sabemos porque en Colombia pesan más las costumbres y las tradiciones, que las mismísimas leyes. Así somos, y frente al escenario de nuestro periodismo, no han cambiado mucho las cosas.

          La Ley 918 de 2004 pretendió trasladar el Día del periodista para el 4 de agosto, en frustrado homenaje de Álvaro Uribe Vélez al Prócer Antonio Nariño, pues resulta muy obvia la alusión del dueño de El Ubérrimo, a la cuarta edición de La Bagatela, que contenía una perla que bien aplicó –y dos veces– Don Álvaro: Dictamen sobre el gobierno que conviene al Reino de la Nueva Granada.

          Uribe es un convencido mesiánico de que él y solo y él, con el apoyo de sus áulicos, tiene el poder de cambiar las cosas y no solo los articulitos. Tal vez por eso no asistió el pasado 7 de agosto a la pomposa y cuasi monárquica posesión de Juan Manuel Santos, un presidente que pasará a la historia como el único que ganó dos veces la presidencia sin que el pueblo votara por él. (No es necesaria, pero me atrevo la aclaración: en su primera elección, el pueblo votó por Uribe, y en ésta, la segunda, por la paz). Pretendió Uribe -reitero, entre muchas otras cosas- cambiar del 9 de febrero al 4 de agosto del Día del Periodista, pero aunque es ley, nadie la cumple. O tal vez, precisamente por ello, porque es Ley, nadie la tiene en cuenta.

          Uribe, que habitó por espacio de ocho años la que fuera la Casa de Nariño (no es una ironía, era la casa del Dandy más adinerado y rico -eso decían las señoras- de la Nueva Granada), desconocía acaso que don Antonio, de buena cuna y fortuna, no amaba el periodismo, sino los negocios. Tampoco a la patria, por entonces. Como hoy es costumbre, desde el cargo de tesorero de diezmos del arzobispado, regidor y alcalde mayor provincial, Nariño utilizó los dineros públicos para beneficio personal y se convirtió en el mayor exportador de quina, café y té de la capital neogranadina. Era un hombre de negocios, más que de cualquier otra cosa. La cuestión es que cuando lo descubrieron lanzó una cortina de humo que hoy es una de las más viejas y mejores estrategias políticas, o politiqueras si se quiere, para  despistar a los enemigos o a la Ley: se declaró un perseguido.

          Resulta que como es apenas lógico por aquellas calendas no había -ni en Colombia (léase Nueva Granada) ni el mundo- banca en línea, ni transferencias y menos, avanzados procesos de canje. Nariño no alcanzó a reponer los dineros del erario (cualquier parecido con los auto-préstamos es pura coincidencia) y tampoco a retirar las copias (autocensura) de los Derechos del hombre y del ciudadano con cuyo escándalo pretendía contrarrestar el personal. Al pobre Nariño, no solo le salió el tiro por la culata, sino que se dio en la culata con el tiro.

          Fue a la cárcel y allí –en medio de muchos males físicos–, se contagió de uno espiritual, del mismo padecimiento que sufre Uribe: patriotismo exacerbado. Y así como Uribe hizo del twitter su periódico, Nariño hizo de su problema un escudo. Con su periódico propio, llamado La Bagatela, una publicación política y muy satírica, centralista hasta los tuétanos, Nariño disparó defensa a diestra y siniestra, y claro, ataques a sus adversarios que iban disfrazados como argumentos. No era malo por supuesto dar a conocer los Derechos del hombre y del ciudadano, lo cuestionable era que lo hiciera para ocultar su defecación.

          Con una biblioteca que contaba con más de 2.000 volúmenes, amén de poseer la única imprenta de la ciudad, pues la de los jesuitas se había dañado, Nariño lo tenía todo, lo perdió todo y solo le quedaba luchar por los demás para beneficio propio. Pasó a la historia. Fue sin duda un gran político y un periodista bastante tendencioso que abusó de su poder, que fue sensacionalista para buscar impacto, con evidentes intereses personales, calculador en términos políticos, en suma, un mercader de la información acosado por un problema que utilizó el medio como tribuna y su pluma como arma letal.

          Por eso tal vez -y porque no todo lo de Uribe es lo correcto- muy pocos celebraron el pasado lunes 4 de agosto, el Día del periodista que pasó sin pena ni gloria.

Adenda: en Buenaventura la alcaldía sí lo celebró, con una conferencia de quien estas líneas escribe. Gracias a los organizadores.