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Prostituidas

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Blog de Lizandro Penagos

Un hombre no tan joven llega a un hotel, se baña (en loción) y se arregla algo que pende hacia abajo por cuenta de la fuerza de gravedad. (Quiero pensar que es la corbata). Se cepilla -aunque no tiene mucho cabello- los dientes. Parecen postizos. No es calvo, pero usa lentes. Su cabello es corto y grueso. Su cabello, reitero. No es ciego, tampoco miope. Usa gafas de sol, pero la ciudad es fría. No es grande, pero hay quienes lo consideran grandioso. Después de una larga pero tranquila jornada de trabajo -o algo parecido-, saldrá, pero algo -o alguien- hace que se quede. Es un cargo al que accedió por algunos favores. Políticos tal vez. Herencia familiar acaso. No hace mucho pero gana bien. A él le parece poco. A ella, un dineral. Es su jefe. Al fondo se escucha ¿Y cómo es él? de José Luis Perales. Sí claro, acierta usted. Hasta el momento este último es el único dato confiable, verificable y periodístico.

A esto hemos llegado. Se ha dicho tanto sobre la columna de Claudia Morales que no se ha dicho nada. El silencio ha sido ensordecedor. Una algarabía de voces y de especulaciones. Una cacería de brujas que solo ha servido para subir los ratings de los medios. Y los de Claudia. Y los de Uribe, que fiel a su condición pendenciera y beligerante, se ha movido con astucia en el cuadrilátero. Y seguro, pasará al contragolpe. Ya comenzó. Estamos en campaña. Es un experto tropelero que responde solo lo que quiere, cuando quiere y a quien quiere. Hasta El Espectador -que publicó la columna de la discordia- lo defiende bajo la premisa más preclara del Derecho: la presunción de inocencia. Y sobre la identidad del violador, nada. Y sobre la veracidad del suceso: todo.

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En cada frase de la periodista en cuestión, los colegas ven otra pista. Otra letra del nombre del violador. En un juego de delicada estrategia ella dice sin decir, habla sin acusar, nombra sin nombrar, y al final, con un “no han acertado en ninguno de los nombres”, el juego sigue. Está abierto. Ya hay ganadores. Y sus jefes periodísticos guardan silencio. Ella los ha ido sacando en limpio. Y las mujeres que han utilizado sus encantos para saltar de la cama a un cargo, guardan silencio. Y los hombres que con su poder las han seducido y engrasado el trampolín para el salto, guardan silencio. Y el violador… bueno, el violador siempre guardará silencio.

De la que no se espera silencio es de la víctima. Pero ahora ese también es un derecho y según los papistas debe respetarse. Somos un país que prostituye no solo a las personas, sino las palabras y los conceptos. Paz, libertad, educación, política, amor, tolerancia, respeto y otras tantas, son apenas remedos de lo que de verdad significan. En este caso, si asumimos como verdad absoluta la violación -todo es posible hasta que se compruebe lo contrario y sin embargo nadie la ha puesto en duda- y si el violador tiene tanto poder como asegura la víctima, la situación pasa de lo individual a lo colectivo. Es un deber social. Otro concepto tan prostituido como el servicio social.

Me atrevo a decir que muchos de los periodistas que hoy exigen o apoyan el derecho al silencio, no se han leído un libro de Ryszard Kapuściński que les vendría como anillo al dedo: Los cínicos no sirven para este oficio (2002). Solidaridad es otra de esas palabras que hemos prostituido. Pero volvamos al asunto. Una práctica inadecuada (Poderosos que acosan y logran su cometido) asumida unas veces como sacrifico de dama y otras como gajes del oficio, hoy está en el ojo de huracán. Eso está bien, lo que no podemos aceptar es que se desaten persecuciones sin nombre. Y no es una cuestión de valor o miedo, sino de honestidad y carácter. De responsabilidad social. Otras dos palabras prostituidas, como empoderamiento. ¿Y las poderosas no acosan? Tal vez, pero no violan.

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Alguna vez le leí a Alfredo Molano: “La combinación cama y escritorio es uno de los nódulos del poder menos comprendidos, un capítulo inédito de la historia que está por escribirse”. Cama es otra palabra prostituida. Y esa relación existe y la mayoría de las veces es consentida, así sea por conveniencia. O digamos, un placer mediado por la necesidad y no por la necedad. Se refería en su columna Mesocracia (06-10-2012) a la potestad que tuvo doña Elvia, la secretaría del general Gustavo Rojas Pinilla en su presidencia. Una mujer que desde su mando medio decidía cosas enteras por su jefe. Jamás mencionó eso sí, que se acostara con él. Creo que se está prostituyendo la palabra acoso. Ojalá nunca jamás se prostituya violación.

El lenguaje se ha corrompido y la ilustrada diatriba de otros tiempos, es ahora insultos y vulgaridad en las redes. Y en algunos medios. Ha cambiado la gente y con ellas los valores. Lo que no es rentable es inútil y todo aquello que se vuelve viral hace sonar las cajas registradoras. Los medios se soslayan con estos escándalos que no terminan en nada, pero dejan unos buenos dividendos. Los protagonistas arañan la fama: se escuchan en la radio y escriben para medios impresos. Si son cautos, procuran no salir en televisión. Eso de poner la cara no es práctica colombiana. Por supuesto, hay caraduras que desafían la inteligencia nacional. O están muy seguros de su ignorancia. Pero no hay de qué preocuparse, en Colombia los amores y los odios duran lo que un girasol a pleno rayo de sol. Nuestra memoria es más débil que nuestra carne.

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