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Nueveabrileños

Nueveabrileños

Especial para 90minutos.co

Tanta tinta como sangre ha corrido en Colombia desde el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán que desató El Bogotazo y una vorágine de Violencia con mayúscula que ni siquiera las palabras del líder inmolado calcularon en su real dimensión, pues el país sí se volcó el 9 de abril de 1948, pero las aguas no se calmaron 50 años después -como vaticinó el caudillo en una de sus frases más célebres-, ni se han calmado 73 años después del magnicidio, ni se calmarán en medio de un panorama donde la restauración moral de la nación no se vislumbra y menos que este pueblo sumido en la ignorancia y la pobreza por sus dirigentes, sea superior a ellos y lo manifieste no solo en la urnas, sino en la cotidianidad. Pero siempre hay algo que decir en cada conmemoración, sino nuevo, por lo menos que algún despistado del país nacional desconozca del país político.

El Negro no era perfecto, era humano, un hombre que siempre aseguró ser un pueblo y no solo un hombre, pero que en varios aspectos intentó alejarse de sus orígenes, así los fines de semana se quitara su sobretodo, su fino saco de paño italiano, se arremangara la camisa, jugara tejo y tomara cerveza como cualquier parroquiano, con la consabida comilona de pelanga -ese manjar del altiplano cundiboyacense que es un picado de jeta, guargüero, lengua y oreja de res-, al final de la jornada. La reiterada intención de pertenecer al Jockey Club de los señores bogotanos de alcurnia y el rechazo machacón a su propósito, confirman que Gaitán quiso pertenecer a la oligarquía que tanto despreciaba en sus discursos o, al menos, frecuentar sus escenarios, donde se decidía todo en esta nación de clubes, roscas y clanes. “Conocer el monstruo por dentro” como dijera José Martí al ser increpado por los cubanos tras haber vivido en los Estados Unidos.

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Aunque aseguró no creer en el destino mesiánico o providencial de los hombres, desde que estudió en Italia con el maestro Enrico Ferri (tal vez el criminólogo más destacado de la época) y adhirió a las ideas de Benito Mussolini (Gaitán leía todo lo que había escrito el dictador, pero también lo que había leído), se sintió ungido por aceites divinos para cambiar el pensamiento del alma colectiva de un país por entonces eminentemente rural, con una pasión y una determinación que rayaban en la obsesión radical. Todo sabemos que por buenas que sean las intenciones, la obligatoriedad acaba con el positivismo de las cosas. Cuando fue alcalde Bogotá quiso acabar con las chicherías (y eso que cuando iba al barrio donde creció se tomaba unas varias), prohibir las ruanas, las alpargatas y uniformar a los taxistas y a los lustrabotas, lo que le costó el cargo.

Si Mussolini tuvo a los Camisas Negras, Gaitán tuvo sus propias cuadrillas en el barrio La Perseverancia: los Cuadros Rojos. Ellos eran los encargados de organizar cada una de las manifestaciones políticas y convocaban a la gente para salir a las calles. Bueno, todo grupo político (hasta los ilegales) tiene estos apoyos, pero digamos que no todos los bautizan y menos que fungen como policías secretas, aunque vigilen y delaten de forma clandestina. Muchos de los habitantes del barrio estuvieron en la Marcha de las Antorchas (1947) y en la Marcha del Silencio (1948) que congregaron en la Plaza de Bolívar a las tres cuartas partes de la población de Bogotá. Toda una proeza. Jorge Eliécer Gaitán representaba al barrio que sabía lo proyectaba en términos ideológicos, pero le coqueteaba a las élites.

Todos dirán que el ascenso social es una posibilidad humana como tantas y que si bien en Colombia se sabe desde la cuna quién será sicario o presidente, la mancha del origen no se quita con ningún detergente social: ni económico, ni político, acaso el intelectual. Como alguna vez lo dijo el funesto Angelino Garzón, que él no era un zarrapastroso para viajar en segunda clase, podríamos decir que nadie por humilde que sea su pasado está condenado a seguir en él y a no superarlo. La cuestión, es que no hay político que no se unte de pueblo para ganar el respaldo de las clases populares, así llegué a su mansión a lavarse las manos, limpiarse el cuerpo y despercudirse el roce con la plebe que le produce más escozor que en el pasado la sieteluchas. No son pocas las anécdotas de un Gaitán soberbio y despectivo, altivo y temerario con quienes veían en él la encarnación de la pobreza hecha intelecto.

En varios de sus libros Alfredo Molano se refirió a los nueveabrileños como una especie particular de actores políticos, surgida ese día aciago en el que Colombia se jodió para siempre, porque se desató una violencia que no ha podido amarrarse de nuevo. No importa si eran liberales o conservadores, si se defendían o atacaban, si eran víctimas y victimarios, los nueveabrileños fueron paridos por una Colombia que históricamente ha matado a quienes osen arañar siquiera el poder absoluto concentrado en la mismas manos, casi todas manchadas con sangre. Aquí defender la vida es un delito y luchar por los derechos una aberración. Aunque algo hemos progresado, ya no se asesinan figuras públicas porque hace un tiempo la mano oscura e invisible elimina de forma sistemática a líderes sociales anónimos para la nación, aunque esenciales para su territorio y comunidades.

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Gaitán supo muy bien que la plaza pública era su espacio y la oratoria la fuerza con la que movilizaba a las masas, en una época donde no escaseaban los buenos charlatanes, como llamó Emile Ciorán a cualquiera que tuviera el don de la palabra fluida. Laureano Gómez, Fernando Londoño o Gilberto Alzate Avendaño, para citar solo una triada de monstruos de la retórica. Sin el respaldo abierto de la oligarquía (que para varios autores es más bien una plutocracia enquistada) o la riqueza representada en la propiedad de algún medio impreso o radial, optó por sensibilizar a través de la metafórica elocuencia de su discurso político. Y lo más asombroso, logró conectar con un pueblo prácticamente analfabeta.

Hoy sobreviven pocos nueveabrileños, pocas personas que reaccionaron al asesinato de Gaitán y se manifestaron políticamente, que huyeron, atacaron o se defendieron de la Violencia partidista que llenó el suelo patrio de pájaros de dos colores y cuyos coletazos hoy pueden palparse en el sobrevuelo nefasto de las Águilas Negras, en los ataques de las disidencias rebautizadas como la Nueva Marquetalia o el accionar de cualquier otra sigla ilícita y macabra. Lo que sí permanece como un sino trágico en nuestro país es la marginalidad, la inequidad, la pobreza, la iniquidad, la idea de que negros, campesinos o indígenas son ciudadanos de menos categoría, ignorados por las castas politiqueras que como rémoras viven del zarpazo que el tiburón de la corrupción atesta al Estado. Todavía la metralla en contra del pueblo y la temblorosa rodilla en el piso para hincarse ante el poder económico. Aun la guerra es entre jóvenes pobres sin otra oportunidad que empuñar un arma, sean soldados, guerrilleros, paramilitares o narcotraficantes. Y los bellacos sordos al clamor de quienes piensan que es posible un mejor país para todos. De ahí que el Gaitanismo sea un proyecto inconcluso y los nueveabrileños una necesidad inexorable.

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