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Nadie los vio llegar

Nadie los vio llegar

Nadie los vio llegar, pero de un momento a otro empezaron a deambular por las calles de la ciudad con sus ropas coloridas, ofreciendo preciosos collares de chaquiras y pidiendo una moneda. Al poco tiempo se supo que se trataba de 170 indígenas Emberas, provenientes de Pueblo Rico, Risaralda, y que supuestamente habían salido desplazados como consecuencia del conflicto armado.

En dos ruinosas viviendas estuvieron hacinados durante más de dos años, en las peores condiciones a las que puede someterse a un ser humano. Allí cocinaban sus alimentos con leña y en habitáculos inmundos pernoctaban familias enteras, en su gran mayoría niños y ancianos. Debido a la presión de los medios de comunicación locales, recibieron ayuda humanitaria y alimentación de las entidades responsables de atender a la población desplazada. Sin embargo, fue preciso que asomara la tragedia para que pudiera coordinarse el retorno de los indígenas a su lugar de origen. La muerte de Estefanía de 5 años, debido a una neumonitis, agravada por el humo de los fogones y las nulas condiciones higiénicas, convirtió el asunto en noticia nacional, gracias a lo cual la paquidérmica burocracia parroquial se puso en movimiento. Había que evitar que el escandalo afectara, aún más, la deteriorada imagen del gobierno municipal.

La indisciplina, la falta de autoridad y liderazgo fueron las características que evidenciaron todas y cada una de las entidades gubernamentales y no gubernamentales en el manejo de esta situación. El Alcalde dejó el asunto en manos de un entusiasta mando medio, carente de poder y recursos, Bienestar Familiar honró su ineficiencia dejando morir a la bebé por falta de atención médica, la Gobernación brilló por su ausencia, la Unidad de Atención a Víctimas probó que sólo sirve para gastar cientos de millones en jornadas, encuentros e informes de lo que no hacen, ni piensan hacer.

Inútil será el empeño que algunos pondrán en desconocer que este caso puso de manifiesto la incapacidad del Estado en la oportuna atención y solución de los problemas de la población en situación de desplazamiento. De nada servirán los abrazos entre los funcionarios inoperantes, ni las frases de mutuo elogio por la labor cumplida, ni los benévolos comentarios de los editorialistas, ni las emotivas informaciones; los responsables institucionales tendrán que reconocer finalmente que la muerte la niña pudo ser evitada y que el sufrimiento que padecieron los indígenas fue innecesario.

Cali es una ciudad construida por migrantes. Muchos caleños son hijos de personas desplazadas por la violencia partidista, guerrillera o paramilitar, sin embargo, olvidan este origen y actúan con desdén y no pocas veces con violencia, así sea verbal, contra los desplazados de hoy. Cuando la Alcaldía anunció que los Emberas iban a ser reubicados temporalmente en un barrio al sur de la ciudad, los vecinos se reunieron en asambleas extraordinarias para discutir el asunto. Las decisiones que tomaron fueron realmente vergonzosas. Bajo ningún motivo iban a permitir que “esa gente deambulara por sus calles”, porque “iban a traer enfermedades y promiscuidad, además de inseguridad”.

Los líderes de la inconformidad ciudadana no tuvieron vergüenza en declarar ante las cámaras de televisión que con la llegada de los indígenas al albergue temporal sus casas “se iban de depreciar”.

Lo indígenas se despidieron de la ciudad y en señal de agradecimiento realizaron una presentación cultural en la Plazoleta Jairo Varela. No asistí, porque sabía que no tenían nada que agradecernos y que su gratitud era más bien una bofetada a esta urbe que posa de cívica, pero que en realidad se ha ido convirtiendo con el paso de los años en una ciudad, además de insegura, insolidaria, racista y excluyente.